lunes, 25 de abril de 2011

LA GUERRA DE CIVILIZACIONES EN SU MÁS ÁLGIDO APOGEO

DOS DEMOCRACIAS


La guerra que los medios ocultan en sus intenciones esenciales sigue diariamente escribiendo nuevos capítulos.
Se trata de la guerra entre dos civilizaciones distintas. La de aquellos que han puesto a la vida y a la economía como destino y la de quienes en cambio desean transitar por ella en función de la conquista de una dimensión más alta.
Las guerras verdaderas, las que fueron formuladas en la plenitud de sus metas y sin tapujo de ningún tipo, fueron siempre guerras religiosas. Y aquí es destacable señalar que la religión es el camino por el que los hombres se dirigen hacia un determinado fin fundados en una determinada fe que puede ser tanto por algo trascendente como por una cosa inmanente. Y en tanto se trata de dos bandos enfrentados radicalmente hay dos religiones que se combaten entre sí. La religión moderna en sus distintas variantes, constituidas especialmente a partir de la Revolución Francesa, ha puesto la meta en el confort, el bienestar y la democracia en todas las esferas y el hombre moderno cree fervorosamente en tales valores. En cambio las religiones tradicionales, que pueden ser tanto el catolicismo, el Islam o el buddhismo entre otras, siempre y cuando se hayan mantenido fieles a sus postulados esenciales, lo han puesto en lo que es más que vida, en el más allá trascendente, siendo tales expresiones distintas entre sí en tanto que obedecen a la idiosincrasia de los diferentes pueblos, así como sucede con la lengua, con el arte y con las costumbres.
Estas dos religiones han constituido dos tipos de hombres diferentes e irreconciliables y ambas luchan en la historia en forma irreversible y sin posibilidad de conciliación alguna. Pero el moderno quiere ocultar tal trágica situación pretendiendo hacer creer que lo que moviliza a toda guerra es siempre un mero afán de dominio o de riquezas materiales, que si alguien usa la palabra Dios o religión, es apenas una excusa para ocultar tal fe esencial, de la misma manera que si existiera un bando que no obedeciese a ninguno de los poderes visibles, se trataría entonces forzosamente de un montaje o de una ‘excusa’ utilizada en función de otro fin. Evita así meticulosamente decirnos que esto sólo es válido para su concepción a la que ha pretendido convertir en una cosa universal y excluyente. El hombre de la Tradición ve en cambio en la guerra un camino para conquistar el Cielo y la sociedad que él constituye se funda por lo tanto en valores opuestos a los modernos. Allí no es la voluntad humana, expresada a través de las multitudes votantes amansadas, lo que prima y vale, sino la de lo sagrado manifestado en la figura de aquellos, ascetas o guerreros, que señalan las vías hacia lo alto. En tal caso el gobierno no expresa la voluntad del ‘pueblo’, sino la del más allá, de aquello que se encuentra para indicarnos el para qué se está aquí y se vive. No son pues las necesidades del vientre lo que moviliza a las personas, sino el hambre y la sed de espiritualidad y justicia. Allí el rico no es todopoderoso ni se encuentra plagado de apetitos crematistas irrefrenados capaces de devorar el mundo entero como en nuestros días, el pobre no es un menesteroso ni un indigente, sino que en ambos casos se obedece a una situación de necesidad propia de la misma naturaleza. En tal tipo de orden cada cual ocupa el lugar que le corresponde y se sigue la antigua norma que existiera siempre en épocas de normalidad de que ‘nada en demasía’, ni nadie afuera del lugar o papel que le corresponde. Sería imposible concebir en el mismo a un gobernante que en función de ser electo inaugurara todos los días una obra pública para ensalzarse, más aun se podía ser sabio y grande sin haber nunca hecho construir nada o si se lo hacía se era recordado solamente por haber efectuado algo importante. Hemos visto por ejemplo en Rumania cómo al lado de un monasterio estaba siempre la estatua del monarca que lo había ‘inaugurado’ en señal de vigilancia eterna, más que de exaltación de su conducta. La naturaleza, espacio sagrado y de teofanías, jamás fue concebida como una cosa a ser depredada ilimitadamente en función de apetitos desaforados. Se trata pues de un orden de frugalidad y en el que la vida es dedicada principalmente a la oración.
Y henos aquí que cuando las tiranías modernas aprietan hasta querer ahogar la esencia trascendente de un pueblo impidiéndole practicar su ley y que su vida se encuentre ordenada en función de valores de lo alto, entonces la democracia, concebida como un medio para debilitar tal sistema perverso, representa una cosa pertinente y recomendable. No lo es en cambio cuando el pueblo ha sido previamente vaciado de valores. Que se exprese una masa mediocre y estupidizada, una clase dirigente corrompida y venal es algo que a nosotros no solamente no nos debe importar, sino que incluso por una razón de alta higiene debería ser impedido y silenciado, a fin de educar y restaurar valores superiores. Pero allí donde esto aun no ha sucedido, en donde el caos moderno ha quedado afortunadamente tan sólo en la superficie, entonces sí que la democracia es el medio a implementar.
El moderno, a través de sus distintos déspotas y tiranos, no así en su prensa idiotizante, ha comprendido claramente que la rebelión democrática que hoy sacude a los países del norte del Africa y del Medio Oriente no es lo mismo que la que en cambio se practica en el ‘mundo libre’. Ha comprendido como nosotros que mientras que las revueltas en Túnez, Libia, Egipto, Siria, etc. solicitan la ‘democracia’, al mismo tiempo sus integrantes se arroban en la oración todos los viernes, y comprenden también que no es una mera coincidencia que sea justamente en esos días de expresión de fe islámica en que arrecien las protestas. Saben que resulta irreconciliable la ley moderna que ha moralizado la libre competencia negando así el justo precio, que ha igualado los sexos, suprimido los rangos y jerarquías, que ha victimizado a los delincuentes y proxenetas y que ha promovido la fornicación libre y ‘protegida’ con una ‘democracia’ que en cambio pregone la Sharia, es decir que aplique castigos ejemplares a los delincuentes, a los usureros, a los comerciantes deshonestos, a las adúlteras, a los promotores de perversiones, que establezca jerarquías de lo alto, que niegue por lo tanto la esencia de la democracia moderna y conciba que este movimiento es tan sólo eso, un medio hacia el logro de algo superior.
Obama y los distintos déspotas del ‘mundo libre’ lo han comprendido a la perfección y por ello han mandado sus fuerzas a Libia, no tanto para desalojarlo a Gaddafi quien cumplía una adecuada función, la de proveer a Europa y China de combustibles y de frenar los flujos migratorios que desde su esquilmado continente afluyen masivamente hacia el europeo, sino pare evitar la consumación de algo más grave. Ello a pesar de que como bien dijera Aznar, se trata de un ‘líder extravagante’, pero de acuerdo al famoso dicho de que París bien vale una misa, el ‘mundo libre’ estaba dispuesto a seguir tolerando por mucho tiempo tales extravagancias en la medida que cumpliese con lo anterior. Pero el problema es lo que puede venir luego de que alcance la cima tal sospechosa democracia. Es por supuesto para consumo de idiotas suponer que este sistema es la convergencia natural de toda humanidad posible, que representa la escala última de la evolución fukuyámica (o fukuyímica) de nuestra especie. Insistimos, para el Islam tradicional la democracia es un medio para conquistar el Estado, pero no un fin en sí mismo como acontece con las sociedades decadentes. Y esto lo saben los grandes jefes de la modernidad en sus más altas jerarquías. Por ello es que hoy realizan una guerra también en Libia, de la misma manera que la están haciendo en Afganistán, Irak, Somalia, Pakistán, etc.; la misma se la hace para impedir que de la caída irreversible de Gaddafi surja un régimen fundamentalista. La presencia del Occidente debería ser tal garantía. Defender la democracia y los derechos humanos es la proclama, pero en verdad de lo que aquí se trata es de encarrilarla hacia un estilo de vida occidental, lo cual es un imposible como se lo ha demostrado antes y la misma desembocará necesariamente en dictadura. Tal como sucediera en Argelia con el Frente de Liberación Nacional o con el Egipto de Mubarak y otros. Y esto tiene una explicación. Las grandes revoluciones como la Norteamericana, la Francesa y la Rusa fueron cosas del occidente y no del oriente islámico. En Europa la decadencia moderna representa un fenómeno autóctono, en el Oriente es una mercancía de importación.
Algunos han pensado, siempre en función del optimismo ante mentado implementado por la prensa y sus ‘filósofos’, que tales revoluciones que hoy están aconteciendo serían el equivalente de lo que fueron las antes mencionadas en Europa, la cual sería siempre un gran faro de luz para todos. Sin embargo apresurémonos a decir que aquellas no fueron un fenómeno de importación, sino que estuvieron precedidas por movimientos autóctonos que nunca estuvieron presentes en el mundo islámico. Allí a nivel religioso no existió un fenómeno como el güelfismo en el lado católico. No hubo pues un movimiento de desacralización del imperio y una consecuente reivindicación de los Estados nacionales, verdadero antecedente moderno de la revolución francesa. Hoy en el mundo islámico la idea del califato, nuestro equivalente al imperio, está más presente que nunca. Aun allí sigue viva la idea de que la religión no es un hecho desgajado del Estado, sino la verdadera esencia de éste. Por lo tanto la idea del gobierno laico es una completa aberración para tal universo como lo es el concepto de una libertad sin Dios ni lo sagrado. Es decir para éste un mundo sin Dios no puede ser nunca libre, de la misma manera que un Estado que no sea sagrado es una institución condenada a servir a los mercaderes, tal como sucede ahora.
Ante los güelfos y marxistas defensores de Gaddafi, el extravagante líder que surtía de combustible y encarcelaba a líderes fundamentalistas en connivencia con Norteamérica y el ‘mundo libre’, nosotros debemos sostener la siguiente bandera. No ha dejado de ser un perverso tirano y asesino alguien por el mero hecho de que ha sido invadido. Tal invasión ha sido promovida más para prevenir lo que vendrá después que para sacarlo del poder. Se sabe que Gaddafi va a caer, entonces se trata de evitar el peligro de lo que vendrá luego. La nuestra es pues la misma postura asumida por un líder fundamentalista. Estamos en contra de Gaddafi y en contra de los norteamericanos al mismo tiempo, con el pueblo libio para que reimplante sus leyes y tradiciones y se libere del caos moderno y occidental.
Y con respecto acá a nosotros la consigna debe ser la misma. La religión es, como la lengua y la raza, nuestra manera de expresar lo sagrado. Nuestra tarea es pues más difícil que la que hoy tienen los musulmanes y en mayor medida que los budistas o de otras religiones. Ha sido justamente en nuestra civilización en donde se ha gestado la decadencia que ha invadido al mundo entero. Entonces de lo que se trata es de volver a los principios desde donde se originó el problema. Destruir los fundamentos teológicos en que se funda la democracia moderna y volver a nuestro catolicismo raigal de antes de la subversión güelfa por la que se desacralizara el Estado. Volver pues a nuestro antiguo ideal imperial rechazando la esencia laica del Estado moderno y por lo tanto sus secuelas democráticas. Lo sagrado no debe ser más una cosa que se encuentra encerrada meramente en un templo, sino lo que está e informa lo que existe en una sucesión de grados hasta elevarse a la más alta jerarquía expresada en la figura del Emperador concebido como el pontífice entre la tierra y el cielo. Es decir, el catolicismo gibelino.

Marcos Ghio
25/04/11

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