LAS HISTORIAS ARGENTINAS
La historia argentina, aunque bien podría serlo de cualquier otro país
del planeta, puede ser sintetizada de la siguiente manera.
Desde los mismos orígenes coloniales y antes de ello, aun en ciertas
regiones de América, esta sociedad fue tradicional y de castas. Se concebía
aquí al orden social y político como un cuerpo orgánico en el cual cada parte
cumplía con su función propia y así como aun hoy en día se reputa como un
absurdo que sea la totalidad de las personas y no un cuerpo colegiado el que
decide quiénes serán los médicos o arquitectos, de la misma manera acontecía y
con mayor razón con cuestiones tan complicadas y sutiles como el gobierno de un
Estado y lo relativo a la política internacional. Asimismo se consideraba también
que el ser humano así como en su inmensa mayoría necesitaba ser gobernado,
también y con mayor razón precisaba de la presencia de una institución superior
y trascendente que le indicara las causas y fines por las cuales se encontraba
aquí en esta vida señalándole asimismo el camino hacia una dimensión superior a
ésta de carácter efímero y pasajero. Pero a partir del siglo XIX se produjeron
cambios radicales y revolucionarios, aunque ya hubiesen estado preanunciados antes
en pequeños círculos de intelectuales. Los ideales modernos impuestos a partir
de la Revolución Francesa
y difundidos por el mundo europeo por Napoleón Bonaparte, estuvieron presentes
en nuestro territorio, primero a través de logias operativas de origen masónico
y luego logrando entrometerse en los distintos movimientos independentistas surgidos
en el momento de quiebre acontecido en la Madrepatria con la
invasión napoleónica. Aun así una sana reacción nacional inserta en nuestra
misma tradición logró durante al menos la primera mitad de dicho siglo hacer
retroceder a la modernidad, hasta llegar finalmente a los trágicos
acontecimientos de 1852 con la derrota de Caseros y el paulatino triunfo de los
ideales liberales y unitarios.
Se inaugura aquí la segunda historia argentina, es decir la que estamos
viviendo en forma cada vez más pronunciada y decadente desde hace ya más de 160
años. Es la etapa de ingreso a la modernidad, es decir a los ideales impuestos
a partir de la revolución francesa, aunque es bueno destacar que no ha estado
sin embargo carente de contradicciones y conflictos internos. La misma ha
tenido dos expresiones diferentes y cada vez más caducas y deletéreas y que en
la actualidad pueden distinguirse de manera contundente entre los conceptos hoy
acuñados de simple modernidad y de postmodernidad, que es la etapa final y
póstuma de la misma modernidad, en tanto que es la que arrastra sus
consecuencias más extremas y decadentes. Para el nuevo orden impuesto a partir
de la derrota de Caseros la sociedad jerárquica y tradicional, volcada hacia
los valores de lo trascendente, debía ser suplantada por un universo social en
el que rigiesen en cambio valores inmanentes y puramente humanos tales como la
igualdad y la democracia, por los cuales el hombre, en vez de remitirse en
sus acciones hacia una dimensión superior a la mera vida, tuviese a esta misma
como su meta suprema y final. Pero desde los mismos inicios de tal sistema
moderno y secular se formularon ciertas salvedades. Los ideólogos modernos
consideraron en un primer momento que, si bien los hombres eran iguales por
principio, en la realidad, debido a siglos enteros de ignorancia y
superstición, aquellos en que rigió el orden tradicional, las personas no
estaban en condiciones por igual de ejercer plenamente sus derechos. Por lo
tanto coexistían dos tipos de humanidades: la de los ilustrados y la de los
ignorantes, es decir el grueso de la masa embrutecida por tantos siglos de
superstición a la que había que educar. Fue por ello que el principal ideólogo
de esta nueva ideología, Esteban Echeverría, distinguió entre dos tipos diferentes
de democracia y por lo tanto entre dos tipos de hombre, la ejercida por el
pueblo racional y bueno, es decir los que estaban educados, y aquellos que, en
tanto gobernados por sus pasiones e instintos, iban a elegir siempre mal, por
lo cual era conveniente educarlos y corregirlos a fin de que todos finalmente y
por igual pudiesen alcanzar el mundo de la razón. Se consideró así que la
humanidad tenía que tener una meta ulterior a esta misma vida, aunque no por
ello menos inmanente, la de obtener finalmente que todos llegasen a ser iguales
no solamente de derecho sino también de hecho. Para lo cual se solicitaba a los
propios contemporáneos que se sacrificaran en función de generaciones futuras que
podían llegar a gozar finalmente de tal felicidad que se le negaba al grueso de
la gente en razón de su brutalidad instintiva y para la cual habrían trabajado
como un puente en función de un fin superior. Hubo muchas reacciones ante tal
utopía liberal. Estuvieron aquellos que, de la misma manera que Bakunin le
achacara a Marx en el sentido de que había que realizar el comunismo ya y no
dentro de mil años para que lo pudiesen disfrutar otros, aquí se solicitó en
cambio, luego de más de medio siglo de democracia selectiva, que la misma fuese
‘para todos’ y que la tan mentada igualdad fuera ya y ahora y que no hubiese
que esperar más para los futuros descendientes. Además es de destacar que quienes
la estaban practicando con el liberalismo no eran tampoco élites espirituales o
filósofos en sentido platónico, sino simples mercaderes y banqueros, es decir
personas aferradas a bienes de carácter inmanente. Sucesivos movimientos de
fuerza en contra de tales clases dirigentes corrompidas partieron del falaz
error de que el mal estribaba no en que hubiesen sido élites sustitutas las que
usurparon el poder, sino en que fueran sólo algunos los que gobernaran y no
todos. Es decir que tales revoluciones no negaron el principio, esto es la
democracia, sino que la consideraron imperfecta porque se presentaba sólo
fragmentada y precaria por lo que se la debía superar con más democracia.
Llegamos así a la ley Sáenz Peña del año 1915 con el voto universal y
obligatorio y por lo tanto con los regímenes populistas que ha ido conociendo
el país durante buena parte del pasado siglo y éste. El populismo es justamente
llevar la democracia hacia sus consecuencias últimas. Ya no se precisa más, tal
como decían antes los meramente modernos, un simple embadurnamiento racional en
los principios asegurado por la educación democrática y común lo que puede
hacer obtener el buen gobierno, sino que éste emana en cambio de la voluntad a
secas de las masas, la cual sabría en razón de una sabiduría intrínseca aunque
no expresable por palabras debido a su carente educación, lo que habría que
hacer para el buen gobierno de una sociedad. Es decir el jefe para un régimen
populista no gobierna propiamente, sino que simplemente se dedica a interpretar
y descifrar el sentimiento y la ‘voluntad’ de las masas, lo cual es hecho
periódicamente a través de urnas y elecciones. Se considera así que el instinto
del pueblo es superior a la razón de los filósofos. Los políticos son pues
intérpretes y no propiamente gobernantes. Henos así que esta convicción populista
es lo que explica también esa pululación
de encuestas interrogadoras e interpretadoras de la voluntad última de la gente
la cual estaría toda por igual y numéricamente en las mismas condiciones de
saber lo que está mal o bien. Como no se puede votar las 24 horas del día eso
mismo lo hace la encuesta para indicarle al político lo que debe o no hacer. La
igualdad ahora se acompaña así con la democracia total, que es propiamente el
significado último de la postmodernidad, es decir la modernidad en su fase terminal
y póstuma. Es la idea del carpe diem,
de disfrutar el día y renunciar a cualquier meta ulterior a uno mismo. La
premodernidad había subordinado la vida del hombre a un más allá del tiempo y
la historia, la modernidad en cambio no ha terminado con esta subordinación,
sino tan sólo ha cambiado el más allá por el más acá de carácter histórico
respecto del cual nuestra existencia sería siempre un simple medio para otra
cosa que nos excede. Es por lo tanto el hombre que carece no solamente de metas
superiores, sino de cualquier meta que no sea disfrutar al máximo el mero
presente. Y como la democracia se ha convertido en el bien supremo, ante todas
las crisis galopantes que se viven día a día, la idea ha sido que la democracia
se cura siempre con más democracia.
Ese verdadero cáncer argentino que ha sido el peronismo, producto final
y más avanzado del populismo democrático ha traído a tal país cada vez más
democracia. Así pues luego de que se implantara la democracia para todos con la
ley Sáenz Peña, el peronismo la ha hecho también para todas en 1952. Hoy en
esta interminable secuela de democracia total hemos llegado también al voto de
los adolescentes, mañana será también el de los niños. Todo se democratiza, la
familia, las fuerzas armadas, la justicia. Y el mal ha sido que las distintas
revoluciones victoriosas en contra del peronismo han estado siempre enarbolando
la democracia como alternativa, es decir la modernidad en contra de la
postmodernidad. La revolución del 55 volvió al adefesio liberal de 1853,
copiada de la constitución de los EEUU y en última instancia de la declaración
de los derechos del hombre de la Revolución Francesa.
La revolución del 76 se hizo también para instaurar una democracia sana, lo
cual es un imposible pues es la democracia la enfermedad. Toda democracia trae
siempre más democracia, del mismo modo que una enfermedad tiende a expandirse.
La nueva historia argentina, si llegara a escribirse, deberá significar
sin más un retorno a una sociedad orgánica y tradicional, tal como existiera
siempre en estas tierras antes de la anomalía moderna.
Marcos Ghio
21/04/13
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