EVOCANDO EL 11S
DE NIETZSCHE A BIN LADEN
Promediando el fatídico siglo XIX, y entrando ya en su segunda mitad,
Federico Nietzsche se sublevó contra el pensamiento occidental que había hecho
del hombre un simple esclavo e instrumento de un todo que se le sobreponía, sea
bajo la forma de un Dios caprichoso que lo determinaba a la salvación o
condena, como de un sistema filosófico respecto del cual el individuo era
concebido como una mediación de un todo que lo comprendía, estuviese éste
expresado bajo la forma de la especie o de la raza a la que pertenecía, o de
algún otro nombre pomposo que se le hubiese querido adosar, tal como la razón
universal, o la lucha de clases, o el ello instintivo, o los egoísmos
economicistas. No aceptaba, en su repudio a tal hecho, ser reducido a la
condición de una conciencia infeliz, o de un sujeto ahistórico y ‘reprimido’,
no comprensivo de las leyes fatales que rigen al universo entero y de las
cuales resultaría imposible escaparse salvo que se quisiese correr el riesgo de
la burla eterna con la que los prisioneros de la caverna platónica convidaban
al que cuestionaba sus banales e irrebatibles convicciones. Frente a ello, dos
frases lapidarias signaron su filosofía. “Si Dios existe, por qué tengo que
renunciar a ser yo también un Dios?” O también: ¿por qué mi libertad debe estar
determinada por la de otro? ¿Puede acaso denominarse libertad a tal cosa? Y no
siendo así, ¿por qué yo también no puedo ser verdaderamente libre? Y la segunda
de ellas: “el hombre (es decir, esa entidad que vosotros aceptáis en forma
fatal como parte de integrante y medio de una totalidad superior a él, llámese
especie o Estado) debe ser superado”. Y ante ello como meta “Os presento al
superhombre. El hombre es apenas un puente entre el animal y el superhombre”.
Bajo tales premisas su crítica fue dirigida hacia el cristianismo como el gran
veneno de la cultura occidental. Sin embargo los tiempos aun no estaban maduros
como para que la rebelión de Nietzsche pudiese ser interpretada plenamente,
habiéndole además la locura repentina impedido efectuar las adecuadas
precisiones, en modo tal de que no se llegase a confundir lo que fuese un
superhombre a la manera plotiniana de un dios en devenir, con capacidad de
trascender tiempo y espacio, con el más burdo y crudo evolucionismo racista por
el que se lo concibiese como un tipo de animal más perfecto que hubiese
desarrollado otras funciones, en la actualidad apenas latentes. O, de manera
aun más banal, comprenderlo a Nietzsche como el padre de esa parodia denominada
postmodernidad y pensamiento débil, es decir, como lo opuesto exacto de su
filosofía, mediante la simple asunción de una verdad a medias, por lo tanto de
un error malicioso que conducía justamente a lo opuesto de lo manifestado por
éste. Entre otras cosas inverosímiles se confundía su genial doctrina del
eterno retorno con el culto por el instante placentero y el ‘carpe diem’. Su rechazo por el judeo
cristianismo por la negación de cualquier metafísica y trascendencia. Es decir
se llegaba a asumir a Nietzsche como el pensador de nuestros tiempos más
evolucionados y cibernéticos.
Así como el hombre debía ser superado, también Nietzsche debía serlo a
través de una precisión mayor de su profunda intuición. El paso siguiente y
necesario, para evitar la caída en las distorsiones de su pensamiento, fue dado
genialmente 25 años después de su muerte por Julius Evola a través de su teoría
del individuo absoluto que es en verdad una precisión mayor respecto de la
del superhombre. Evola, a diferencia de Nietzsche, no rechaza en su totalidad
al cristianismo, sino que precisa, en su crítica a la modernidad, dos tipos
opuestos de tal forma religiosa. El mero cristianismo, o judeocristianismo, que
es aquel que, en tanto ha enfatizando en el concepto del pecado, ha resaltado
el abismo ontológico entre hombre y Dios, siendo éste el origen de todos los
males denunciados por Nietzsche, y el catolicismo o heleno-cristianismo, que en
su forma histórica se plasmara en la figura del gibelinismo. Aquí en cambio, a
diferencia de la figura anterior en donde estaba latente la idea de absoluta
dependencia de lo humano respecto de lo divino,
se enfatiza en la del Dios hombre, de la imagen divina que fuera
revelada por el mensaje y vida de Jesús, y que estuviera a su vez preanunciado
por la religión griega en su concepto de dioses con forma humana. De acuerdo al
mismo, sólo Dios es libertad verdadera, pero, en tanto el hombre participa de
su esencia, también éste la posee, siendo en este mundo lo que Dios es en el
universo entero. Y aquí formula y precisa lo que debe ser propiamente la
libertad. Lejos de la conciencia moderna, inficionada de judeocristianismo, la
libertad del hombre no es una libertad ‘meramente humana’ y por lo tanto
limitada e igual en todos en cuanto a tal condición de carencia y pecado, sino
por el contrario ésta es divina, sin límites como la del mismo Dios. La
libertad representa el despliegue más pleno y cabal de la voluntad y ésta en
alguien que es un dios no puede tener límites, al ser la infinitud lo propio de
tal condición. De este modo, Dios no quiere las cosas porque sean buenas, pues
en tal caso habría algo superior que limitaría su capacidad de decisión, sino
por el contrario éstas son buenas porque él las quiere. Y de la misma manera
que no podría haber nunca dos dioses con una igual jerarquía pues la libertad
de uno limitaría a la de otro, del mismo modo que libre propiamente sólo puede ser uno, en tanto es aquel que más
puede. Y en este caso, así como en el universo sólo puede haber un Dios que
gobierna, en el mundo de los hombres solamente puede haber un emperador, el que
es verdaderamente libre y en donde su libertad permite a su vez la existencia
de la de los otros por participación jerárquica de sus diferentes
posibilidades, pues la libertad de cada uno lo es en tanto despliegue de lo que
puede positivamente, no siendo en cambio igual en todos de manera
indiferenciada y en cuanto a su ‘derecho’, como en los tiempos modernos. Ésta
es pues la tesis gibelina magistralmente expuesta en Imperialismo pagano.
El paso siguiente dado por Evola habría de ser el de encontrar las vías
y los instrumentos para contrastar con la filosofía del último hombre,
del cual había hablado Nietzsche, es decir del hombre moderno que ha agotado
sus posibilidades últimas y que se encuentra propiamente en la edad crepuscular
y del paria. El mundo moderno representa
un apartamiento de los principios tal como existieron siempre en la humanidad
antes de la herejía judeocristiana plasmada y perfeccionada luego por la
democracia moderna a partir de la Revolución Francesa. El tradicionalismo es
pues el camino para contrastar con la modernidad concibiendo en este caso a la
historia en forma opuesta a la concebida por la decadencia judeocristiana, es
decir, como un paulatino descenso respecto de un estado originario de
perfección. Y henos aquí que, en esta formulación de ideas, Evola debe
contrastar ahora con René Guénon, el otro autor tradicionalista de su tiempo
quien también había formulado un proceso involutivo y cíclico del devenir histórico.
Pero las diferencias entre ambos son sustanciales, si bien en otros aspectos se
puedan hallar similitudes y proximidades. Guénon, quien ha fundado su sistema
en el Vedanta, se opone a Evola, quien también ha abrevado del Oriente, pero
hallando en cambio afinidades con el Tantra. Este último le hace notar a tal
respecto que, si bien es cierto que su sistema contrasta con la modernidad en
la formulación de un proceso cíclico, sin embargo en el fondo no se diferencia
de ésta en cuestiones más esenciales. De la misma manera que un Hegel, Guénon
considera también el carácter subordinado e insubstancial de la finitud humana.
Si para el primero el hombre, en cuanto a su individualidad, es una simple
mediación de la Idea o de Dios que se expresa históricamente, Guénon a su vez
lo deprecia de otra forma considerándolo como una forma ilusioria respecto de
la Existencia Universal o Brahma. Y consecuentemente, del mismo modo que aquél,
el individuo no hace la historia universal, sino que es apenas un simple instrumento
de ésta en su proceso irreversible, que en un caso es evolutivo y ascendente y
en otro involutivo y descendente. Así pues en Guénon también los ciclos
históricos son fatales y necesarios y sus discípulos hasta nos indican fechas
respecto de su conclusión y nuevos comienzos. Ante lo cual Evola contrasta
formulando una vez más la libertad humana manifestando en forma contundente que
‘el río de la historia (cuyo realizador solamente es el hombre) sigue el lecho
que el mismo se ha creado’. Depende tan sólo de la voluntad humana, que en
cuanto tal es también divina, que haya un final y un nuevo comienzo. Los ciclos
no son pues fatales como en la concepción guénoniana; de la misma manera que en
Hegel o en Marx todo proceso es siempre dialéctico y nadie podría escaparse
jamás de tal ley irreversible.
Y bien, ante el fatalismo de los tiempos terminales que lo ha invadido
todo hasta las mismas concepciones tradicionalistas, valen pues ciertos
conceptos y categorías espirituales como el de la guerra santa, presente en
manera muy clara en la tradición islámica, del mismo modo que fuera formulada
por el catolicismo en las Cruzadas. Hay que abatir al mundo moderno en tanto
que éste no concluirá solo, hay que aprender a Cabalgar el tigre, y a permanecer de pié entre las ruinas, temas éstos que serán títulos de otras de
sus obras esenciales. Frente a ello pues debe organizarse un gran combate,
interno y externo, para abatir a los diferentes enemigos modernos que se
encuentran sea adentro como afuera de uno mismo. No existe pues ningún tipo de
fatalismo.
Lamentablemente las posibilidades no se plasmaron ni en la guerra que a
Evola le tocó vivir y perder, ni en las posteriores manifestaciones de
diferentes conatos de tradicionalidad y combate contra el mundo moderno. Los kamikaze
japoneses, dirá Evola en uno de sus escritos finales, apenas habrán mostrado un
atisbo de rebelión casi agonizante ante un resultado que ya estaba
preanunciado, como queriendo mantener el honor hasta el final, pero su secuela
ha sido finalmente de ineficacia. Y la Hermandad Musulmana en Egipto y en
Siria, si bien ha postulado el retorno hacia el Islam tradicional, de acuerdo a
la aun válida doctrina de la unidad trascendente de las grandes religiones,
pareciera sucumbir ante los influjos de la modernidad. Ya el catolicismo
lamentablemente ha sido también abatido luego del Concilio Vaticano II. El
desierto crece.
Como Nietzsche, Evola morirá incomprendido, aunque habrá escrito un
libro esencial, El Camino del cinabrio,
para brindarnos pistas adecuadas. Sin embrago los deformadores de su
pensamiento, de la misma manera que los hubiera con el de Nietzsche,
continuaron con su labor corrosiva tratando de hacer triunfar también en su
seno los cánones propios de la religión moderna y judeocristiana. Se dijo entonces
que no había que alarmarse demasiado por lo que acontecía y que no era
conveniente tomarlo a Evola demasiado en serio, que en el fondo no había
sucedido nada que entorpeciese el devenir fatal de ciertas leyes, que el hombre
continuaba siendo como siempre un instrumento de otra cosa más vasta y
universal, que si antes se lo había formulado en conformidad con un solo
principio, la idea universal de Hegel, el triunfo de la razón recreado ahora
por Fukuyama, la novedoso estribaría en que ciertas nuevas entidades modernas,
tales como la raza y la geografía serían
pues ahora esas realidades de las que no nos podríamos evadir nunca, de la misma
manera que no se podría dejar de ser una conciencia infeliz, una simple ilusión
de Brahma, resultándonos pues imposible impedir el cumplimiento de leyes
fatales que ya fueron escritas por otros antes de nosotros. Afíliate pues a un
partido o movimiento, estereotipa los valores de tu propia biología y
territorio, forma pues parte de un ‘gran espacio’, entrega a estas entidades la
totalidad de tu voluntad pues sólo así serás libre.
Pero un día pasó un 11S. Violentándose las conocidas leyes de
Hollywood, que nos pintaban la existencia de un imperio de Rambo versátil e
invencible, con una inversión de apenas 500.000 dólares y una organización de
no más de un centenar de personas, pero decididas y dispuestas a cumplir con la
guerra santa, se destruyeron los principales símbolos del imperio universal de
la Idea. La Razón fukuyámica resultó conmovida, pero no se resignó sin embargo
a la derrota. Siguió insistiendo, a través de sus diferentes medios y corifeos,
en decirnos que nadie puede salir de los trechos y senderos que Dios nos ha
fijado con antelación, que es imposible transgredir una norma fatal y
necesaria. Que sus ejecutores no podrían ser nunca conciencias infelices pues
éstas siempre resultan derrotadas por las leyes irreversibles, sino agentes de
la Idea que realizan dialécticamente su fin que es el desarrollo y progreso de
la libertad universal, o de lo
contrario, de no creerse en ello, en el triunfo de los atlantistas. Pero, a
pesar de la propaganda del sistema, éste continuó con una seguidilla
interminable de derrotas, cada una de ellas más contundente. En modo tal que,
al cumplirse 12 años de tal hecho, los dos líderes modernos, el del mundo uno y
el del mundo dual, atlantistas y euroasiáticos, hoy se convocan apresurados a
luchar conjuntamente en contra de Al Qaeda y por la seguridad de Israel y el
mundo entero.
Ante ello las contundentes afirmaciones del grupo Al Shabaab de
Somalia, que si fuesen leídas por Evola le harían corregir ciertos conceptos
severos vertidos hacia la raza negra. “Se demostró por primera vez en la
historia que el hombre no necesita de institución alguna ni de Estado poderoso
para combatir contra el infiel. Es
suficiente la voluntad y decisión inspirada en Allah para hacer cosas santas”.
Decía Proudhon en contraste con Marx: “Esta época se caracteriza porque
la Historia se ha confundido con Dios”. Una vez más: “¿por qué yo también no
puedo ser Dios?” (Nietzsche).
Marcos Ghio
15/09/13
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