Es indudable, tal como hemos relatado varias veces, que uno de los
signos principales del actual estado de descomposición en el que vive el orden
(o desorden) moderno se encuentra en lo que ha dado en denominarse como el
demonismo por el sexo, es decir el sexo convertido en una cosa banal, cuando no en una verdadera obsesión por parte
de la mayoría de nuestros contemporáneos y en una mercancía de consumo para el
conjunto de las personas convertidas en seres masificados que pasivamente se
hacen partícipes de tal fuerza impersonal.
Días pasados en la ciudad de Buenos Aires se supo, a partir de una
denuncia de una joven que habría sido violada, que en uno de sus conocidos
‘boliches’, ubicado nada menos que a 30 metros del Congreso de la Nación , lo cual es todo un
síntoma de los tiempos que transcurren, se efectuaban sesiones de sexo libre y
sin control acompañadas las mismas con una serie de elementos accesorios de tal
actividad como ser ruidos rimbombantes e infernales encargados de entumecer
cualquier atisbo de racionalidad, así como de un conjunto adicional de efectos
especiales de altísima generación en lo cual nuestra tecnología moderna ha
hecho verdaderas y propias proezas con la finalidad de convertir al ser humano
en un perfecto autómata. Lo risueño del caso ha sido el tratamiento especial
que los conocidos medios de comunicación (o de deformación) han dado del hecho.
No se cuestionaba en este caso tanto la decisión personal y ‘libre’ de la joven
de concurrir a tales tipos de eventos así como que los mismos fuesen
permitidos, en tanto que se explicaba que ello respondía a una nueva modalidad
hoy implantada de liberar a la energía sexual de cualquier tipo de freno y
dejarla así acudir de manera espontánea y ‘libre’, de la misma manera que
podría acontecer con los animales o los pueblos más primitivos, sino a la
circunstancia de que dicha pretendida libertad hubiese entrado en colisión con
la de la joven que no quería ser ‘violentada’ por cuatro personas. Nadie por
supuesto cuestionaba qué hacía ella en dicho lugar y por qué no se retiró, en
caso de haber ingresado al mismo desprevenida, cuando observó que allí se
efectuaban tales ‘descontroles’ que hubiese ignorado. Pero tales sutilezas en última
instancia resultan irrelevantes ante el problema de fondo existente que es el
relativo a la concepción del mundo masificadora y democrática que hoy informa
las actividades de las personas (o a lo que queda de ellas) llevando obviamente
a nuestra sociedad a un grado cada vez más cercano al del colapso sin que por
supuesto la mayoría de nuestros contemporáneos se dé cuenta de ello y que
incluso llegue a llamar libertad y emancipación lo que es en cambio un
verdadero estado de esclavitud como ni siquiera conocieron las sociedad más adscriptas
a tal tipo orden. La idea hoy imperante y difundida es que la energía sexual,
que es concebida como la fuerza originaria y formativa de nuestro ser conciente,
no debe ser de ninguna manera ‘reprimida’, sino por el contrario el Estado, o
más bien su caricatura, debe otorgarle los adecuados espacios que le permitan
brotar y desenvolverse ‘libremente’. Ser libre, en vez de ser concebido como
una acción de señorío y doblegamiento, es reputado en cambio como la obediencia
total y plena a tal instinto primario para lo cual la sociedad debe permitir y
ofrecer los medios para que ello pueda efectuarse sin obstáculos que impidan su
despliegue. En este caso de lo que se trata es de brindar los aludidos
‘boliches’, los cuales en un mañana muy cercano, y en tanto nos hayamos
liberado de prejuicios aun residuales, podrán ser sustituidos por la misma
calle o el subterráneo en tanto que tal actividad sea consentida por las partes
y mi libertad no interfiera con la del otro, lográndose de esta manera
igualarnos plenamente con el mundo animal en la medida que el sexo podrá brotar
así ‘libremente’ y sin represión alguna. Este fenómeno marcha a su vez
aparejado con la siempre mayor supresión de los límites que siempre han
existido en cualquier sociedad normal entre lo público y lo privado. El hecho
de que hoy se ventile en público, en especial en los canales de televisión, la
vida privada de las personas mostrándonos todas sus pequeñeces y miserias,
incluso exaltándolas como una señal de gran emancipación, es un signo claro de
tal estado de sexificación colectiva y coercitiva en la cual ha sido obligada a
transcurrir nuestra sociedad.
Demás está decir que en épocas normales y no patológicas como la actual
el sexo tuvo otro sentido de carácter superior. En tanto se consideraba que el
hombre no era un ser de naturaleza animal, sino un dios que se había encarnado,
la materia y lo que captan nuestros sentidos no eran concebidos como la única
realidad existente sino como un símbolo de algo superior, como una cosa a la cual se le debía poner un
sello y un señorío propio, por lo que de ningún modo se equiparaba la
sexualidad con la animalidad en el
hombre. Si en el animal el sexo es un impulso instintivo y compulsivo que lo
gobierna y masifica, en el hombre en cambio se trata de una fuerza y energía de
la cual resulta indispensable adueñarse en función de un fin superior a ella
misma. Y así como prescindir del sexo es verdaderamente un sesgo de libertad y
no de ‘represión’ por parte de un hombre que ha sido capaz de ser dueño y señor
de sí, a diferencia exacta de como sugiere el mundo bestializado y moderno que
en cambio nos incita incesantemente a dejarnos llevar ‘libremente’ por dicha
energía, un grado superior de señorío consiste en adueñarse del mismo en una
instancia más alta, modificando su espontánea orientación y convirtiéndolo en
una fuerza de carácter no físico sino principalmente espiritual y metafísico.
En los grados más altos de la espiritualidad y en ciertas prácticas que
conocieran corrientes como el tantrismo, el sexo ha sido usado con una
finalidad catártica de elevación hacia una dimensión superior. De acuerdo a tal
óptica el hombre caído, o el ser humano en su estado actual y habitual, es reputado
como un ente insuficiente, en tanto necesitado de otras cosas para completarse,
y en tal caso la sexualidad es concebida aquí como la síntesis y unión plena
entre las dos polaridades opuestas en las que se encuentra escindida la
humanidad originaria, o el hombre verdadero y absoluto hacia el cual se tiende
en un plano superior. De esta manera la sexualidad puede ser concebida así como
un fuerza que puede tanto conducir hacia lo bajo, como en las experiencias que
se suceden compulsivamente en el mundo moderno, en donde forma parte esencial del
proceso colectivo y democrático de masificación, o por el contrario como una
fuerza superior de elevación hacia una dimensión más alta en la cual se
sintetizan las dos polaridades en que se encuentra escindida nuestra especie
alcanzándose así, por la atracción recíproca de ambas, el estado superior y
originario, androgínico, respecto de lo cual nuestra humanidad es una
consecuencia.
MARCOS GHIO
27/07/14
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