miércoles, 8 de octubre de 2014

EVOLA: PSICOLOGÍA CRIMINALÍSTICA HEBRAICA

PSICOLOGÍA CRIMINALÍSTICA HEBRAICA


COMO NUNCA VIGENTE ESTE TEXTO DE EVOLA EN EL QUE HAY UNA CRÍTICA SAGAZ A DOCTRINAS ACTUALES EN MATERIA DE DERECHO PENAL TALES COMO EL GARANTISMO Y LA CONSECUENTE SUPRESIÓN DE LAS PENAS Y PRISIONES, RESPECTO DE LO CUAL UNO DE LOS JUECES DE NUESTRA CORTE SUPREMA DE JUSTICIA ES EL PRINCIPAL EXPONENTE; EL MISMO QUE CONSIDERARA EN EL DÍA DE AYER QUE SI PRODUJÉSEMOS LA DROGA EN NUESTRO PAÍS, RESPECTO DE LO CUAL PROPONE LA UNIVERSALIZACIÓN DEL CONSUMO, AHORRARÍAMOS MUCHAS DIVISAS. ESTÁ PRESENTE AQUÍ LA DOCTRINA DE LA DOBLE VERDAD PROPIA DE LAS FUERZAS OCULTAS DE LA SUBVERSIÓN, EN ESTE CASO REFERIDA AL JUDAÍSMO PROFANO EL QUE, MIENTRAS QUE PARA LOS PUEBLOS NO HEBREOS PROPONE LEGISLACIONES LAXAS Y 'GARANTISTAS', EN SU PROPIO CONTEXTO EN CAMBIO ES SUMAMENTE RIGUROSO CON EL CUMPLIMIENTO DE LA LEY CUYA TRANSGRESIÓN ES CONCEBIDA COMO   CORRESPONDE SER COMO LA VIOLACIÓN DE UN VÍNCULO CON LO DIVINO.
ESTE TEXTO QUE AQUÍ REPRODUCIMOS PERTENECE AL ÚLTIMO CAPÍTULO DE LA EDICIÓN AGOTADA DE ESCRITOS SOBRE EL JUDAÍSMO, EDICIONES HERACLES, 2002..
Queremos considerar aquí el desarrollo de la concepción judaica del delito. En la colección “El judaísmo en las ciencias jurídicas” (Deutscher Rechts-Verlag, Berlín) ha salido recientemente un ensayo magistral del doctor M. Mikorey sobre el “Judaísmo en la psicología criminalística” que, a tal respecto, nos da los mejores puntos de referencia, de modo tal que creemos interesante dar aquí algunas alusiones al mismo.
Como premisa principal debe valer aquí la constatación de que es propia del Judaísmo, en materia de moral y de concepción del mundo, una precisa asunción de la notoria doctrina de la doble verdad, y ello no con la finalidad de resolver antinomias escolásticas, sino con precisas finalidades tácticas. En efecto, es algo notorio para todos que, mientras que el judío predica entre los no-judíos el evangelio de la democracia, de la igualdad, de la paridad de derechos, del antirracismo, del internacionalismo, reserva en cambio para sí mismo verdades muy diferentes: para sus adentros el judaísmo profesa en vez el más riguroso exclusivismo racista y nacionalista, no pretendiendo para nada confundirse con la comunidad de los pueblos arios y, en una manera u otra, no olvida la antigua promesa del dominio universal del “pueblo elegido” sobre el conjunto de los otros pueblos. La mencionada finalidad táctica de esta duplicidad, de acuerdo a la polémica antisemita, es sumamente evidente: mientras que una moral –la interna– está destinada a reforzar y a preservar a la raza hebraica, la otra, la externa predicada entre los gentiles, entre los goim, tiene por fin allanarle las vías a Israel, propiciar un ambiente desarticulado y nivelado, en donde la “libertad” y la “igualdad de los derechos” servirán sólo como medios para desarrollar sin ser molestados una acción dirigida a la hegemonía y al dominio del “pueblo elegido”: así como lo muestra de manera evidente el ejemplo de la judaización a ultranza de las naciones democráticas, de los pueblos que continúan de manera conmovedora quemando incienso sobre los altares de los “inmortales principios”.
Esta misma coyuntura se manifiesta –de acuerdo al análisis de Mikorey– en el ámbito mismo de la concepción hebraica del delito. También aquí nosotros nos hallamos con la cabeza de Jano bifronte, con la duplicidad táctica de concepciones y de morales.
En lo referente a Israel, la concepción tradicional hebraica del delito es de lo más rígida y formalista. El delito asume sin más el carácter de una infracción a la ley divina. Aquí no se detienen en ningún análisis de tipo psicológico, no se procede a hacer distinciones, como la de dolus, culpa, etc., no se indagan los móviles, las circunstancias y los atenuantes: queda tan sólo el hecho bruto, el que provoca la cólera de Jehová en contra del culpable; es en contra de éste que sin más debe proceder la comunidad hebraica, reaccionar con un castigo y una pena, para la cual el criterio predominante procede del ius talionis, en toda su unilateral rigidez.
Estas concepciones son propias no tan sólo del judaísmo antiguo, sino también del judaísmo de la Diáspora, por lo que las mismas han contribuido fuertemente a la subsistencia de la unidad y de la solidaridad de la raza hebraica en la dispersión. Esta rígida concepción del derecho y del delito ha preservado a la comunidad judaica en contra de cualquier tendencia que habría podido ser erosiva hacia su modo de vida específico. Es cierto que la ley del Judaísmo en la Diáspora, es decir el Talmud, concluye en una casuística de una complejidad casi inimaginable: pero es fácil persuadirse de que allí donde esta casuística se refiera tan sólo a la vía de la comunidad judía, la misma siempre concluye en el reconocimiento de un absoluto y riguroso derecho de la Ley que se defiende a sí misma, no teniendo ninguna sensibilidad respecto de los bastidores individuales y psicológicos del delito, puesto que el delito es exclusivamente asumido en su aspecto “positivo” y “objetivo” de hecho, que pone en peligro la vida, la realidad y la unidad de la comunidad hebraica, mantenida junta en su dispersión tan sólo por la Ley.
Y bien, si nosotros ahora nos remitimos a las teorías jurídicas y a las interpretaciones del delito propias de los Judíos emancipados que han pasado a hacer la “ciencia” para las civilizaciones no-judías, se asiste a la más paradojal inversión de puntos de vista. Tan insensible y rigurosa ante el culpable se muestra la concepción ya mencionada referida meramente a los Judíos, del mismo modo que en cambio las concepciones judaicas para uso de los no-judíos se nos muestran como sumamente hipersensibles y nos producen verdaderas obras de arte en materia de “psicología” para “comprender” y justificar al culpable, sus móviles, su destino. Y aquel derecho del Estado para defenderse, reconocido de manera tan proclamada en referencia a la comunidad judía, he aquí como, si es referido a los pueblos y culturas no hebraicas en los cuales Israel se encuentra en calidad de huésped, es descrito como un verdadero cuco, como algo arbitrario, inhumano y brutal, en contra de lo cual se movilizan todos los argumentos psicológicos y sentimentalistas y todos los cánones de una presunta “ciencia”. Se repite aquí nuevamente y de manera precisa la táctica general de la “doble verdad”.
Mikorey pone en evidencia este punto con un rápido análisis de las principales interpretaciones de la psicología criminalística hechas por judíos en los tiempos modernos, en los tiempos de la emancipación. Todas concuerdan en relativizar el delito y en poner una especie de veto al derecho soberano del Estado de defenderse y de castigar: y el fin inconfesado, según Mikorey, se lo tiene en las conocidas palabras de Goethe: “Este pueblo astuto no ve abierta sino una sola vía: mientras que subsista un orden, el mismo no tiene nada que esperar”.
El análisis se inicia con las doctrinas del judío italiano César Lombroso, el cual, en sus cartas, no hizo misterio alguno de su profunda aversión hacia la Edad Media, en contra de los métodos de una “disciplina violenta” que “oprime al espíritu lógico innato”. Su función ha sido en realidad la de movilizar a la ciencia natural en contra del derecho clásico. Una adecuada investigación antropológica y biológica se encarga aquí de relativizar el concepto de imputabilidad, en la medida que, según Lombroso, la delincuencia es una cualidad de raza. Los delincuentes constituyen una variedad biológica en sí, residuo de aquello que toda la humanidad habría sido en los tiempos primordiales. Un puro atavismo biológicamente condicionado actúa en el delincuente: sobre tal base, al derecho del Estado de reaccionar se le quita cualquier carácter ético o político. El mismo debe dar lugar a procedimientos técnicos y reducirse a un capítulo de la higiene social. El determinismo atávico del “delincuente nato” tiende a relativizar la culpa y a deseticizar la culpa y el delito. Si bien no se llega hasta el límite de simpatizar humanitariamente con el delincuente, como hacen en cambio los judíos marxistas, con esta teoría se llega a sustraerle cualquier fundamento al derecho del Estado de intervenir y de castigar y por ende a minar insensiblemente este mismo derecho.
Mikorey se inclina a creer que el hecho de que la doctrina lombrosiana, luego de un rápido éxito, pasó a la sombra y no fue sostenida por los ambientes influidos por el mismo espíritu de ésta, se habría debido a razones de oportunidad. Fue juzgado como peligroso atraer la atención sobre las relaciones que se establecen entres ciertas disposiciones criminales y ciertas cualidades de una raza sui generis en un periodo en el cual en Europa se asomaban las primeras tendencias racistas y antisemitas con De Gobineau y con sus secuaces. Se mantuvo el objetivo, es decir, el de depreciar el tipo “medieval” de derecho, pero se eligieron otros medios.
Se dirigieron pues hacia la dirección de la denominada criminología social, que tiene como base búsquedas estadísticas y como conclusión la siguiente postura: la delincuencia es un hecho estadístico. Los sujetos son como átomos insertos en el dinamismo cuasi físico de los procesos sociales y con su choque e interferencias realizan uniformidades estadísticas que actúan en modo impersonal. Existen así unos “porcentajes” de criminalidad como un hecho impersonal de “enfermedad social” que debe realizarse: quiénes sean los individuos que lo realizarán, ello es una cosa indiferente: si no son unos, serán otros. Por lo cual he aquí como nuevamente el delito pierde todo carácter moral y, en correspondencia con ello, he aquí que lo mismo acontece con la reacción del Estado frente al mismo. La responsabilidad, de a poco, es desplazada del individuo como sujeto ético a la colectividad y es de esta manera vaciada a través de interpretaciones deterministas. Y éste es el punto de partida para toda una serie de posturas pervertidoras.
El conocido axioma que caracteriza a esta escuela, en la cual las teorías del judío Aschaffenburg han tenido un rol importante: “Tout le monde est coupable excepté le criminel”, encuentra su lugar en las requisitorias efectuadas por las estafetas literarias del judaísmo, especializadas en procesos en contra de las injusticias sociales y de las convenciones y mentiras de la civilización. Recordaremos el dicho del judío Werfel: “El culpable no es el asesino, sino el asesinado” y, más aun, novelas como “El caso Mauritius” del judío Wassermann y “El Proceso” del judío Kafka. En el primero hay un ataque a pleno en contra de aquel tipo rígido y formalista de justicia que en cambio se encuentra de manera inversa en la concepción tradicional judeo-talmúdica de la misma. En el segundo, con los tintes más morbosamente sugestivos de un relato simbólico, se describe a la justicia como un mecanismo incomprensible e impersonal que, por una culpa de la cual el personaje central no se da cuenta absolutamente de nada y que ignora hasta el momento de la ejecución, lo termina aplastando.
Nosotros así nos vemos insensiblemente llevados hacia la misma dirección sobre la cual se ha desarrollado el ataque judeo-marxista en contra del orden tradicional de la historia de la sociedad. Aquí una presunta ciencia se enmascara a sí misma y delata sus tendencialidades puramente políticas. La estadística aplicada ahora a la historia en los términos de “materialismo histórico” desemboca en las manos de los teóricos hebraicos del socialismo en un pathos revolucionario y en los mitos de la lucha de clases y de la dictadura del proletariado. Las “reformas sociales”, que las anteriores escuelas “neutras” querían sustituir a la interpretación ética del derecho, asumen aquí la forma de demagogia revolucionaria, de incitamiento a la revuelta y a la lucha de clases para la destrucción de las “superestructuras” de la sociedad burguesa y para la organización socialista-proletaria de la humanidad: solución milagrosa de todo mal y miseria. Sobre este trasfondo surge el mito heroico del proletario, listo para circundar a la figura del delincuente con la aureola del mártir. El delincuente insurge en contra de un ordenamiento social condenado; él anticipa, por decirlo así, en pequeña escala, a la revolución mundial. Si la “propiedad es un robo”, el robo puede ser entonces considerado como una osada anticipación del ideal comunista. Así el delincuente se transforma en un precursor heroico de la futura dictadura del proletariado. Desde otro punto de vista los delincuentes aparecen, según esta ideología judaica, como las víctimas infelices de la sociedad capitalista, que son impulsadas hacia la desesperación por la necesidad y por la miseria, y luego truncadas por una presunta “justicia” que obedece a los intereses de la clase explotadora. Así tenemos cómo de la teoría se pasa a la práctica de una propaganda demagógica dirigida a atacar en sus raíces el derecho y la integridad del Estado. El delito se convierte en una acusación inexorable en contra de la “sociedad burguesa” y en una luz precursora de la revolución mundial. Así la doctrina hebraica del delito se transforma improvisamente en una granada de mano en la lucha de clases del proletariado en contra del orden social de los pueblos no judíos.
A una tal ofensiva se debe agregar aquella que, en modo más silencioso y, nuevamente, bajo enmascaramientos científicos y “objetivos”, el judaísmo ha conducido a través de nuevas formas de psicología, que son la “psicología individual” (Individualpsychologic) de Adler y el psicoanálisis de Freud, ambos judíos, del mismo modo que también judíos son gran parte de los que los siguen y aplican sus métodos. El ataque se desarrolla aquí en una zona más profunda, en los más íntimos escondrijos del alma. Y la finalidad de ello es la desmoralización sistemática, la inoculación de sugestiones aptas para facilitar un colapso ético y espiritual definitivo en el hombre moderno, ya tan corroído por tantos procesos de decadencia y de materialización.
Según el punto de vista especial que estamos aquí considerando, Mikorey resalta justamente que, sea a la teoría de Adler como a la de Freud, les resulta propio considerar que la delincuencia se trata de un fenómeno psicológico primordial, haciendo de ello el centro de toda la vida psíquica. Como sustancia primera del alma humana es supuesta por parte de tal teoría una salvaje voluntad de dominio o bien el eros, la libido, la más turbia sensualidad, que no retrocede ante ninguna forma, ni siquiera ante la del mismo incesto. A estas fuerzas “ínferas” no se les opone ningún “yo” principio, sustancial autónomo, manifestación de una realidad diferente. Toda la vida psíquica es más bien explicada a través de un variado choque, de un recíproco obstáculo, de compensaciones, transposiciones o imposiciones de estos instintos y del sistema de las convenciones sociales y de las condiciones del ambiente. Este dinamismo tiene carácter fatal y se desarrolla esencialmente en el inconsciente. Allí donde se resuelve en acciones delictivas, no hay naturalmente necesidad de hablar de culpa, de responsabilidad y de imputabilidad. El ataque en contra de la justificación ética y espiritual del derecho de castigar asume aquí la forma más declarada. Al castigo debería sustituírsele el tratamiento por parte del médico psicoanalista. Toda intervención del Estado vale sólo para empeorar el mal y, además, para presuponer la incomprensión del origen inconsciente de los delitos; vale pues sólo para exasperar la disposición desde donde provienen los mismos.
Las consecuencias, desde el punto de vista del derecho penal, son claras. Si el delito es causado por la violencia ejercida por la sociedad en contra del impulso del sujeto de “valer” y por la necesidad de superar un complejo de inferioridad insoportable, el castigo no hace sino alentar al delincuente, sino confirmarle que él tiene razón y por lo tanto no hace sino incitarlo a delinquir nuevamente, para descargarse de la nueva humillación. Todo castigo es pues injusto, insensato, condenado a un trabajo de Danaides. No castigar, sino alentar y educar, éste sería en cambio el justo camino. El nudo gordiano de todo delito real o posible no debe ser cortado rudamente con la espada de la justicia, sino disuelto cuidadosamente y con mucho amor por un tratamiento psicológico.
Todo esto es lo que acontece con las teorías de Adler. Pasando luego a las propiamente psicoanalíticas del judío Freud, se termina en un plano aun más bajo y preocupante. Aquí se acentúa la concepción según la cual no sólo los neuróticos, sino todos los hombres a través de sus acciones y reacciones, no serían otra cosa que marionetas de un misterioso inconsciente, el cual, sin que éstos se den cuenta de nada, los conduce hacia donde quiere, dirigiendo invisiblemente sus decisiones y sus inclinaciones. Y ésta es la sede de los famosos “complejos”, es decir de instintos primordiales de naturaleza uniformemente “libidinosa” reprimidos y excluidos de la conciencia normal de vigilia. En cuanto a las consecuencias del psicoanálisis en materia de derecho penal y de interpretación del delito, se puede decir que en esta disciplina hebraica ya el análisis del alma tiene los rasgos de un análisis del delincuente. En el comienzo se encuentra el delito podría ser la consigna aquí empleada. El parricidio o el incesto con la madre serían las dos fuerzas motrices fundamentales de la vida psíquica y todo el desarrollo de la persona no sería otra cosa que una elaboración en modo variable de tales nobles tendencias. Ya a una edad de tres o de cuatro años, tal como es sabido, de acuerdo al psicoanálisis, el niño –todo niño– estaría enamorado sexualmente de su madre y odiaría al padre como a su rival. La idea del parricidio dominaría su alma infantil, de modo tal de temer ser descubierto o castrado como castigo por parte del padre. Éste es el famoso “complejo de Edipo” que tiene como consecuencia inmediata el “complejo de la castración”. Las niñas de la misma edad tienen en cambio que combatir al “complejo de Electra”. Al temor de ser castrado, alimentado por el niño incestuoso, se le vincula aquí “el complejo de envidia hacia el órgano masculino” (Penisneid) que, según estas teorías “científicas”, puede ser causa de graves delitos incluso en una edad senil. Para enriquecer con otro rasgo este delicado idilio de “complejos” de familia modelo, Freud ha desarrollado en 1924 en el modo siguiente las concepciones arriba mencionadas: “El complejo de Edipo ofreció al niño dos posibilidades de satisfacción, una activa y la otra pasiva, es decir, sustituirse al padre para tener con la madre las mismas relaciones sexuales, con lo cual muy pronto el padre es considerado como un obstáculo; o bien identificarse con la madre para dejarse amar por el padre, de modo tal de convertir a la madre en superflua”. Con lo cual el incesto dejaría su lugar a la pederastia.
Acerca de la teoría del delito que procede de tales concepciones, Freud remite a nivel general el delito a complejos de Edipo mal digeridos. Tales complejos llevan consigo un sentido indefinido e intolerable de culpa (que no tiene por lo demás ninguna relación con una conciencia moral, derivando en vez de especiales atavismos). Un tal sentimiento preexistente de culpa conduce más tarde a los infelices hacia el delito, nuevamente, en razón de una especie de corto circuito que “descarga” la tensión, cada vez que no se logra hallar el camino hacia una solución “interna” ofrecida por los varios tipos de neurosis. La neurosis y la delincuencia son pues fenómenos equivalentes, los dos en igual medida mecánicos y determinados por el inconsciente, sobre la base de complejos formativos y establecidos desde la primera infancia y por lo tanto afuera de cualquier intervención de la personalidad.
Pero el aspecto más asombroso de tal teoría se encuentra en el hecho de que el delito representa una solución y por lo tanto es querido únicamente porque le permite al delincuente obtener un castigo destinado a liberarlo del sentimiento de culpa preexistente en él y privado de cualquier causa positiva. La sanción penal, el castigo, lejos de prevenir el acto delictivo, es justamente lo que excita al delincuente para cometer tal acto. La inversión de cualquier dato del buen sentido no podría ser mas completa: el castigo no es la consecuencia del delito, sino a la inversa, el delito resulta ser la consecuencia del castigo; el sentimiento de culpa no es la consecuencia del delito, sino que el delito es una consecuencia de un preexistente sentimiento de culpa. Éste es el “descubrimiento” de la ciencia psicoanalítica, la larvada postura en contra del derecho soberano del Estado a castigar es sin embargo lo suficientemente clara: la sanción penal no hace sino ir al encuentro de la necesidad de ser castigado por parte del delincuente atormentado por sus complejos. Aboliendo el castigo, el delincuente sería así obligado a desaparecer como tal y a transformarse, en una manera u otra, en un neurótico inofensivo. “Con una tal elegante conclusión, comenta Mikorey, el psicoanálisis arranca de manera originalísima la espada de la mano de la justicia. El castigo es injusto, irracional y nocivo: quod erat demostrandum”.
De todo esto resulta muy clara la tendencia que se esconde detrás de estas diferentes formas hebraicas de hacer “la ciencia” para uso de los goim; es evidente en efecto que aceptar tales “verdades” no significa otra cosa que propiciar el más peligroso derrotismo espiritual y moral y, con distintos pretextos, narcotizar la sensibilidad ética y jurídica hasta arribar a una casi completa incapacidad de reaccionar. Pero, tal como decíamos, de estas “perlas” los Judíos convidan generosamente al no-Judío; para sí mismos en cambio ellos reservan humildemente los restos de aquellas concepciones bárbaras que, por puro amor hacia el prójimo, en los otros ellos querrían ver superadas por concepciones “científicas” y plenas de comprensión humana. Basta tener en efecto alguna familiaridad con el estilo del Kahal, de las comunidades hebraicas también en sus formas más exteriores y accesibles, para darse cuenta del punto de vista en el cual el rigorismo y el crudo positivismo jurídico de la antigua Ley sean aun hoy en día mantenidos. Quien quiera ser prudente hasta el final, puede remitir a variadas causas, accidentales e históricas y a los dos diferentes estratos del Judaísmo esta “doble verdad”; pero si él no quiere también ser inconsciente hasta el final, es necesario que, de un determinado hecho positivo e irrebatible, recabe las necesarias consecuencias: puede, si quiere, evitar la hipótesis extremista de una absoluta unidad de plan y de conspiración y de plena conciencia de la misma en todos aquellos elementos a los cuales es dejada su realización. Sin embargo él deberá también conceder que las cosas, a través de las inescrutables vías de la providencia de un Jehová que no ha olvidado su antiguo compromiso y su antigua promesa hecha al “pueblo elegido”, arriban a realizar de hecho una singular concordancia de elementos favorables: el trabajo de los unos sirve para allanar las vías a los otros, la difusión de doctrinas hebraicas corrosivas dirigidas a deshuesar los organismos sociales no hebraicos forma el ambiente que el ejecutor conciente de un plan podría desear a fin de que el núcleo que en cambio profesa “la otra verdad” pueda fácilmente arribar a una real hegemonía.
Por su lado, Mikorey no hesita en reconocer en la historia política de la psicología hebraica del derecho un episodio preciso de aquella lucha dramática entre el grupo de las fuerzas bolcheviques-hebraicas y de las nacionales, que permitiría dar a nuestro siglo su fisonomía. Las mutaciones, las metamorfosis presentadas por las formulaciones de la doctrina aludida se encontrarían en relación con coyunturas correspondientes, propiamente singularizadas por un seguro instinto de raza, por parte de aquellos que, por decirlo así, actúan como estado mayor del frente de la subversión mundial.
De cualquier manera en que se encuentren las cosas, quitar la máscara “científica” a tales teorías y reconocer en ellas claramente la influencia deletérea es una tarea imprescindible para las fuerzas de la reconstrucción europea.

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