JORNADAS EVOLIANAS 2015
EVOLA Y AMÉRICA
LOS 5 PUNTOS ESENCIALES DEL
PENSAMIENTO EVOLIANO
Lo que hoy nos convoca es una jornada evoliana, la que efectuamos en continuidad
con las realizadas el pasado año en que no pudimos contar con la presencia del
exponente que de tal línea de pensamiento tenemos en Ecuador, el Profesor
Francisco Núñez Proaño. Por ello, en honor a su presencia, continuaremos con
los conceptos vertidos en aquella ocasión y los ampliaremos ahora con los
aportes que efectuará nuestro amigo.
A manera de recapitulación diremos lo siguiente. El pensamiento
evoliano no tuvo continuidad tras la muerte del maestro en Europa, su continente
originario, habiendo sido amputado en sus aspectos esenciales, principalmente
negando su metafísica, remitiéndolo a un plano puramente histórico, temporal y
haciéndolo pasar como un elemento más exponente de un apolillado y caduco
‘nacionalismo europeo’ o ‘euroasiático’, de acuerdo a las modas y léxicos en
que ha incurrido la decadencia. Este proceso de destrucción y de deformación, que
aun en vida del Maestro se había iniciado con ciertos pretendidos discípulos o
seguidores, arribará a su culminación luego de la indicación precisa que años
atrás el premier israelí Ariel Sharon le diera al postfascista Fini a fin de
que se terminara definitivamente con la herencia de Evola ya que sus ideas
representaban un severo peligro, sea para el sionismo, como para la modernidad
de la cual éste representa a su exponente más significativo. Es decir, que bajo
una técnica u otra, tales como la distorsión o el silenciamiento, la obra de
Evola tenía que ser destruida a fin de que la modernidad pudiese continuar
impertérrita con su tarea de disolución y destrucción del hombre concebido de
acuerdo a su fin trascendente. Pero el peligro y el miedo de los modernos hacia
la figura y obra del maestro italiano sigue a pesar de todo en pié y la
realización de estos eventos, así como la obra de divulgación que hemos
emprendido son un claro ejemplo de ello, por lo que éstos no pueden disimular
por mucho tiempo más el terror esencial que les causa tal figura. Una de las
tantas pruebas de ello fue que en España hace poco, en una emisión radial que
comentaba el reciente proceso al chechenio Tsarniev, principal imputado por el
atentado de Boston, se dijo con suma preocupación que entre sus pertenencias se
encontraron obras del autor esoterista Julius Evola. Tiempo atrás -y en
consonancia con algo que ya parece ser una evidencia que no se puede ocultar
más- un hasta hace poco conocido como ‘evoliano’, el español Milá, abjuró
finalmente de su doctrina en tanto descubrió –y debemos reconocer al respecto su
honestidad intelectual- que su pensamiento y figura son incompatibles con el
nacionalismo europeo identitario que él representa pues, ante la evidencia
irrebatible que representan sus textos, no puede sino repudiar su adhesión viva
a la doctrina de la guerra santa o jihad no encontrando en cambio el rechazo
abierto hacia el Islam que él propone en consonancia con el sionismo y la
Sra. Le Pen. También antes que él el
eurasiático Mutti, quien por mucho tiempo fungiera como simpatizante de Evola y
que polemizara con el aludido Milá defendiendo un cierto Islam edulcorado, sin
embargo había criticado al Maestro respecto de su adhesión a las por él
calificadas como las versiones más oscurantistas y dogmáticas de tal religión
como el wahabismo salafista de la Hermandad Musulmana
y no haber asumido en cambio como él la defensa del nacionalista laico Nasser
(una manera muy extraña ésta de ser musulmán. tal como se declara a sí mismo el
Sr. Mutti). Nosotros lo que queremos decir aquí y en especial luego de las
exposiciones efectuadas en las recientes jornadas del pasado año en las que se
evocaba la figura del Maestro en el 40 aniversario de su muerte (hecho éste que
en cambio no se efectuara en el viejo continente) que ha sido y es en América
en donde la doctrina evoliana es expresada en su total pureza y además de ello
es aquí en donde se aplican tales principios y posiciones que tanto preocuparan
al Sr. Sharon y a sus laderos europeos y mundiales. Por ello aprovechemos ahora
la circunstancia que aquí se nos presenta para formular una vez más y de la
manera más sintética y precisa esos principios tan radicales, aterradores y
originarios.
1) El punto de partida del pensamiento evoliano es el individuo absoluto, el que puede
formularse de la siguiente manera. Tal como se dijera desde la época del mismo
Descartes, el yo es la primera, sea en cuanto al tiempo como al valor, de todas
las evidencias que se tienen, pero hay al respecto dos posibilidades: o el yo
es percibido como una potencia, es decir como sujeto libre y hacedor de la
totalidad de su destino o como impotencia, es decir como un simple objeto
respecto del cual un conjunto de fuerzas ajenas a él mismo lo determinan en su
ser. Aquí es donde hallamos el gran dilema que contrasta al pensamiento
evoliano, comprendido como exponente principal de la Tradición , con el
moderno: o el yo es una potencia de carácter infinito con capacidad incluso de
darse a sí mismo el ser o en cambio, en tanto impotencia, o en todo caso potencia
pero meramente finita (Kant), lo ha recibido de otro que no es él mismo y se
encuentra aquí de dos maneras tan sólo en apariencias diferentes, pero que en
el fondo son lo mismo: a) o el límite de su potencia consiste abiertamente en un
olvido u indiferencia respecto del por qué se está aquí y por lo tanto el yo se
aboca a la búsqueda de fetiches y sucedáneos que otorguen un sentido a una
existencia en la que nos encontramos pero que no se ha elegido -y esto es lo
propio de la modernidad y por lo tanto del ‘materialismo’ comprendido en el
sentido originario de la palabra materia, como permanente y constante
disposición a recibir de otro una forma, o b) en cambio, a pesar de no
olvidarse de la pregunta respecto del por qué se está aquí, se acepta sin
embargo la existencia como una ‘condena’, como tratándose también en este caso de
una fatalidad respecto de la cual no
fuimos consultados y, de la misma manera que en el caso anterior, como una decisión que no fue tomada por nosotros.
Ante tal constatación de la existencia de un hecho previo del que en el fondo
resultamos ajenos, la actitud existencialista y postmoderna consiste en
renunciar a cualquiera de los tantos fetiches o ideologías asumidos por el
moderno, calificados como ‘grandes relatos’ sustentando en cambio un
pensamiento y una disposición débil (Vattimo) y por lo tanto también impotente,
la que se reduce a un simple carpe diem
consistente en vivir en forma sumamente aturdida el presente tratando de
estirar ilimitadamente ese sin sentido a la que quedaría comprendida la vida,
hallando paradojalmente en tal asunción irracional e irreversible de la propia
finitud el significado último e inmanente del propio ser.
Ante la modernidad en cualquiera de sus dos manifestaciones antes
mentadas, el pensamiento evoliano no es débil ni impotente, sino fuerte. El yo, lejos de haberlo
recibido en forma inconsulta, se ha dado a sí mismo el ser, ha resuelto existir
y no reducir el hecho del nacimiento a la mera fatalidad azarosa de un
espermatozoide repentino que, como en un cubilete y sin haberlo decidido nunca,
se une a un óvulo para engendrar un cierto ente en que nos encontramos nosotros,
ni tampoco acepta concebirse como el mero efecto de una explosión remota, de un
big bang acontecido en tiempos lejanos
en los cuales el yo tampoco estaba y que ha hecho en modo tal que, por esa
increíble y hasta inverosímil casualidad, hoy nos encontremos aquí platicando
en este tiempo y lugar, como el efecto de ese acontecimiento lejano cuyas secuelas
no habrían concluido, ni cesarían nunca de hacerlo. Frente a esta debilidad y
pasividad del pensamiento, que reduce al yo a la calidad de un mero producto,
se yergue el pensamiento fuerte expresado a través de la doctrina del individuo
absoluto. Yo resolví estar aquí, en este tiempo y lugar, yo no soy el producto
de nada ni de nadie; ningún azar ni Dios omnipontente, ajeno a mi más profundo
ser, quiso que yo estuviese, sino que he sido yo mismo el que se ha producido, he
sido yo mismo quien se ha dado el ser. Y esto no fue por una actitud lúdica y
sin sentido que nos equipararía al famoso big bang o al espermatozoide ocasional
antes mentados, sino porque he querido
forjarme un cierto tipo de alma inmortal de la que carecía, ha habido en mí una voluntad profunda
e incontenible de hacerme y construirme. La existencia tiene pues un sentido,
obedece a un plan propuesto que va más allá de la misma vida. Y al respecto y a
fin de esclarecer este punto, acudamos una vez más a la metafísica, disciplina
que como bien sabemos en los tiempos actuales ha sido descartada cuando no
convertida en una suerte de galimatías. Debemos decir pues que hay dos tipos de
inmortalidades relativas a dos dimensiones posibles: la que es propia de la
temporalidad y la de la eternidad. En un caso se trata de una inmortalidad
relativa a un tipo de tiempo que es diferente del nuestro. El tiempo es una
sucesión reiterativa de tres instancias, el pasado, el presente y el futuro,
pero tal como agudamente hiciera notar San Agustín, el tiempo propiamente y en
sí mismo es como una nada que pretende ser pues lo único que sería propiamente
real, lo único que estaría verdaderamente aquí ante nosotros, es el presente
pues el pasado no es en tanto que ya fue y el futuro tampoco es en tanto que aun
no ha arribado a ser. Por ello Agustín decía agudamente que el presente es una
línea ideal entre dos instancias que no son, una porque ya fue y otra porque
aun no ha sido. Y su idealidad consiste en el hecho de que en el mismo momento que
digo la palabra presente ya ésta ha dejado de ser pasando a convertirse en pasado.
Pero esta sucesión temporal, este río de Heráclito en el cual, al decir de su
discípulo más extremo, ni siquiera nos podríamos bañar una sola vez, puede ser
de dos tipos, o un tiempo finito
como el nuestro, el cual en algún momento tiene un final, en el instante mismo
en que se muere, o uno de carácter infinito
en donde esta sucesión se renovaría ilimitadamente y sin ningún momento de
detención pues si tuviésemos que utilizar una metáfora se desarrollaría en un
cuerpo en el cual sus distintos elementos se fuesen renovando ilimitadamente,
viviendo como una ‘eterna juventud’, en la cual no existiría ya ni la vejez ni
la muerte. Y esto, digámoslo de paso, es la gran meta que tiene la ciencia
moderna que consiste en prolongar la vida hasta límites infinitos a través de
sucesivos transplantes y curaciones. Pero sin embargo entre ambos tipos de
tiempo existe una situación de homogeneidad. En los dos casos se trata de una
dimensión tridimensional en la cual siempre el presente posee una dimensión
efímera y casi inexistente, funcionando apenas como una línea ideal, como la
dimensión propia de la conciencia en la cual están presentes sin ser reales el
pasado y el futuro a través de la memoria y la imaginación. Facultades estas
últimas que propiamente juegan dentro de nosotros y de las cuales difícilmente
somos sus dueños pues ambas actividades generalmente acuden y fluyen en el seno
de nosotros sin que las hayamos convocado, o por el contrario cuando lo
queremos se nos vuelven esquivas.
Esa primera inmortalidad, de la cual las grandes religiones en todo
tipo de cultura y civilización nos hablan al unísono, es lo que en nuestro
contexto es conocido como inmortalidad
adámica, tratándose de un mundo originario en el que se transitaba por el
devenir, caracterizado por desconocer la muerte y la vejez. Este mundo era
temporal y conocía la inmortalidad pero no era en cambio eterno. Y henos aquí
frente a otro tipo de inmortalidad: la que se refiere a una instancia no
temporal, a una instancia en la cual solamente existe el presente y no hay ni
pasado ni futuro, en donde todo el tiempo transcurrido y por transcurrir está
allí permanentemente y es captado y percibido por una sola mirada, como podría
acontecer en el caso de un dios. Se trata pues del mundo del ser contrastante
con el del devenir.
2) Formulado el primer principio, del mismo se recaba la segunda
doctrina esencial del pensamiento evoliano que es la de la preexistencia. Y bien, si vivíamos en un tiempo adámico de carácter
infinito, por una situación de tedio e insatisfacción en la que nosotros
caímos, en algunos casos caracterizada como el pecado original, pero que
consiste propiamente en una circunstancia de cansancio existencial por estar en
una situación de incesante e ilimitado devenir reiterativo; es que, para salir
del mismo y alcanzar una dimensión superior, resolvimos encarnarnos, pegar un
salto desde la inmortalidad puramente temporal al mundo de la muerte, es decir,
de un tiempo infinito a uno finito. Esto debe comprenderse como una decisión trascendental por la cual, a
diferencia de lo que acontece en el ámbito crepuscular de la situación de postmodernidad
en la que nos encontramos y en la cual se pretende prolongar la vida hasta el
infinito, retornando así sin saberlo al estado de inmortalidad adámica, nuestra
decisión fue por el contrario salir de
ésta para conquistar otra esfera, la de la eternidad, es decir aquella en
la cual el presente siempre es y
nunca deja de ser, en donde no existen ni el no ser del pasado ni el no ser del
futuro.
Sabíamos, aun desde antes de asumir tal decisión, de los graves
peligros a los cuales nos sometíamos en tanto que el ingreso al mundo de la
muerte, en razón del contraste absoluto, implicaba una circunstancia de shock, de incurrir en un severo olvido
respecto de las razones y causas que nos condujeron a tomar nuestra decisión
trascendental. Al ingresar al mismo, a causa del severo contraste aquí mentado,
olvidaríamos también las razones respecto de por qué resolvimos estar así como
de que antes habíamos ya sido y correríamos el riesgo severo de extraviarnos y
por lo tanto de morir ingresando al mundo del no ser y de la muerte
irreversible y de este modo perdiendo así nuestra apuesta. Para evitar esta
grave situación -y principalmente generado ello por aquellos que sí lo habían
recordado-, la sociedad tradicional había gestado un tramado de pistas
existenciales, en modo tal que, al permitir poder reconocernos por lo que
éramos, pudiésemos también recordar las razones superiores que determinaron
nuestro ingreso a esta vida. Un conjunto de instituciones jerárquicas nos
otorgaba sostenes y puntos de apoyo esenciales para poder elevarnos. Tales eran
la familia, la escuela, las castas, los sexos propios, el Estado, la Iglesia , las que representaban
verdaderas y propias pistas para poder reconocerse y continuar nuestro camino hacia
lo que era más que lo que nos rodeaba habitualmente. Sin embargo, a medida que
la ‘vida’ se iba desplegando y que la supravida se debilitara por su presencia
en la esfera de la finitud a la que no pertenecía, cada vez más irían
desapareciendo tales sostenes y por lo tanto siempre más se favorecería en el
hombre su situación de olvido existencial. De a poco y casi sin darnos cuenta -y
motorizado todo ello por una serie de revoluciones cada vez más deletéreas- tales
instituciones y puntos de apoyo irán desapareciendo del todo: la familia terminará
siendo suplantada por la mera pareja, las castas por las clases sociales o por
el paria, las escuelas por los talleres comunitarios, el maestro por el
trabajador de la educación, los sexos
por la identidad de género, el Estado, comprendido tradicionalmente como realidad
superior a todas en tanto organismo rector de la existencia, como aquel ente
pontifical encargado de conducir al hombre desde esta vida hacia la otra, se
convertirá en un mero organismo administrativo cuya función esencial y última es
simplemente la de llenar el vientre de los ciudadanos. Ni qué decir de la Iglesia que, en vez de
conducir al hombre hacia el más allá impartiendo sus ritos sacros, se ha terminado
convirtiendo en cambio en un organismo socialista abocado en contra de su meta
verdadera a bregar por la paz y por la vida, por supuesto que, y en forma
solidaria, por la misma vida vacuna a la que se entregaba en forma excluyente
el ya destruido Estado. En tal aspecto, a medida que se desciende en el proceso
de desarrollo de la modernidad y por lo tanto se ‘progresa’, cada vez más se
disuelven las desigualdades jerárquicas y cada vez más se ingresa al reino de
la simple cantidad y de la ‘vida’, esto es del igualitarismo y la nivelación
existencial y vermicular, en modo tal que los tiempos últimos están
caracterizado por no brindar más al hombre la más mínima pista respecto de las
razones de su decisión trascendental permitiéndole así recordar y en cambio lo
inducen siempre más a sumergirse en modo más agudo y fatal en el olvido y el
nihilismo. Sin embargo, así como San Juan de la Cruz solía decirnos que aquellos seres que en su
labor ascética de purificación sufren los embates directos del demonio, si bien
son aquellos que con más posibilidad pueden sucumbir y precipitarse en la nada,
si son capaces en cambio de superar el obstáculo que se les ha puesto,
obtendrán premios superiores que no tendrán en cambio aquellos que han tenido
un camino más fácil y sencillo, viviendo en un orden en el cual, en razón de
las antes aludidas pistas y sostenes, toda acción efectuada significaba un rito
y toda realidad un símbolo de algo superior y trascendente. Si la decisión es
trascendental, si nosotros resolvimos descender a esta vida correspondiente al
mundo de la muerte, también lo hemos hecho con el tiempo histórico, con el
momento correspondiente a la medida que nos hemos querido dar y a la que nos
sentimos dispuestos, en modo tal que la circunstancia elegida ha tenido que ver
con el grado de valor que se tuvo al descender, porque indudablemente en la
esfera superior del ser, si bien es Uno, existen formas y grados diferentes de
vincularse con lo eterno: es aquello que las grandes religiones expresan al
hablar de cercanías y lejanías respecto de la divinidad. Era San Gregorio de
Nissa quien también dijera que los ángeles envidian en el hombre el hecho de
poder participar simultáneamente de dos naturalezas distintas, la de la
inmortalidad y la de la muerte, por lo tanto la de poder elegir entre dos
dimensiones opuestas, a diferencia de ellos y de las bestias que se encuentran
determinados a ser sólo de una cierta manera. Ellos son aquellos que, al no
haber tenido el coraje de descender, observan melancólicos y arrepentidos a los
que en cambio tuvieron la valentía de correr el gran riesgo que significa morir
y resisten hasta el final y más aun el caso de los que lo han hecho es la etapa
más sórdida de la era del hierro.
3) El tercer punto es el relativo a la Ascética.
Indudablemente si hemos resuelto darnos el ser, si la
existencia no es un hecho que nos fue impuesto, sino algo que hemos decidido
nosotros mismos, como consecuencia de ello, la creación no debe ser concebida
como una cosa finiquitada y concluida en el mero hecho de haber nacido, como en
cambio lo concibe el hombre moderno. Y ello puede percibirse entre otras cosas en
el sentido contrapuesto que hoy se otorga al fenómeno de la educación. El
moderno concibe la educación (de educare
= alimentar) como el simple despliegue y crecimiento de las facultades que se
han manifestado en el acto mismo del nacimiento y que simplemente se encuentran
en condiciones de ser desarrolladas. Es lo que vulgarmente se conoce como la
educación democrática o autoeducación en donde el maestro es casi como un
simple espectador encargado no de transformar, sino de proteger al educando a
fin de que no sea perturbado en su normal desarrollo, del mismo modo que un
psicoanalista destruye los tabúes que el orden externo ha inventado para
‘reprimirlo’ e impedirle ‘crecer’ y ‘realizarse’. El hombre tradicional en
cambio considera que la creación no se
encuentra concluida con el acto de nacer, sino que éste es apenas un
momento determinado de un proceso en el que ha resuelto intervenir. El mismo
debe ser dividido en las siguientes instancias. 1) Cuando se nace se produce el
surgimiento de un ser compuesto de dos dimensiones, el cuerpo y el alma, lo
físico y lo psíquico, el espacio y el tiempo, pero a estas dos cosas no se
reduce meramente el hombre. 2) Hay otra dimensión que está en estado de
latencia en todos nosotros desde el mismo nacimiento psico-físico y que espera
el momento de ser parida; se trata del espíritu,
que es aquello que nos vincula con la tercera dimensión correspondiente a la
eternidad, que es el presente verdadero en tanto siempre es. Esto era conocido en
la Antigüedad
y fue expuesto entre otros por Sócrates cuando hablaba de la mayéutica en donde se concebía la
función del maestro no como el mero instructor de conocimientos o el vigía que
impide que se perturbe la ‘vida’ de un ser, sino como la de partero del alma,
aquel que a partir de ésta, de la dimensión psico-física propia del hombre en
su primer nacimiento, hacía brotar la superior propia del espíritu, lo cual aun
está presente como un rastro de una cosa esencial y ya olvidada en la
diferencia que existe en el lenguaje cotidiano entre individuo y persona. Hoy
en día tales términos se han equiparado como si se tratase de una misma cosa,
de la misma manera que ello sucede entre alma y espíritu. Sin embargo desde la
óptica tradicional se considera que nacemos individuos, pero nos hacemos
personas, del mismo modo que el espíritu es una cosa que puede llegar a brotar
en nosotros. Individuo es la situación del ente humano que se encuentra
atrapado por la vida, es el hombre masa que se reduce a la condición de átomo
de un todo que lo trasciende y en cuyo seno debe comprenderse. Persona es en
cambio un ente libre, hacedor de su destino concibiéndose aquí a la libertad como
un bien infinito que se despliega cada vez más en el sujeto, habiendo de este
modo grados diferentes de ser persona y por lo tanto de ser libre en tanto más
se pueda. Al respecto si la libertad consiste en ser persona y la misma tiene
que ver con la condición de ser potencia infinita, es decir carente de límites
y en donde la libertad o potencia de otro hace imposible la de uno mismo, tal
como en cambio sostiene el liberalismo, Evola nos hacía notar que libre propiamente podía ser uno solo, el
individuo absoluto, aquel que todo lo puede, pues si a una libertad se le
impone un límite deja de ser propiamente tal para convertirse en necesidad e
impotencia. Extrapolada tal figura al orden social la misma se encuentra
expresada en el Emperador el cual,
por el ejercicio de su libertad plena y sin límites, a diferencia de nuestro
sistema liberal, democrático y republicano, en tanto es el que más puede, otorga
la libertad por participación de acuerdo a lo que cada uno es verdaderamente y
no de acuerdo a derechos universales abstractos e igualitarios como ahora, en
donde todos, desde un sabio hasta un idiota, en tanto tienen los mismos
derechos, valen por igual un voto, en donde se otorgan derechos a quienes no
sólo no los necesitan sino que tampoco nunca los han solicitado por sí mismos.
Desde tal punto de vista educar es pues personalizar y en tal labor consiste
propiamente el ascetismo. Vencer al individuo que hay en nosotros para que
seamos cada vez más personas, cada vez más libres y menos dependientes de lo
externo a nosotros, en ello consiste pues la tarea eminente de educar y formar
al hombre. La educación comienza pues con la vida y termina con la muerte: tal
es la tarea ascética de construirse y de doblegarse a sí mismo. De hacer
triunfar en sí al Yo superior, espiritual, sobre el yo inferior meramente
psíquico y temporal en el que nos encontramos al nacer.
4) El cuarto punto esencial del pensamiento evoliano es la doctrina de
la guerra santa o jihad, tal como la
concibe el islamismo tradicional y que tanto aterra sea a ex evolianos como
Milá como a pseudoevolianos, tal el caso de algunos españoles que se aferran
todavía a reputarse seguidores de la doctrina del Maestro a pesar de negar sus puntos
de vista esenciales. Esto tiene que ver, de acuerdo a tal concepción, a las dos
guerras que debe llevar a cabo el yo. La primera es la gran guerra santa, lo
que pertenece propiamente a la esfera del ascetismo antes mentado. Se trata de
la guerra en lo interior de sí. El yo doblega a las potencias inferiores que
vienen de uno mismo, se trata aquí del vencimiento del yo psíquico e inferior que
nos apega sea a las cosas externas como a sí mismo, haciendo brotar en cambio en
primacía al Yo espiritual y superior. Volviendo una vez más a San Juan de la Cruz , él nos hablaba de tres
grandes enemigos que tiene el alma humana (el yo) en su tarea de purificación o
guerra santa interior. Ellos eran el mundo, el demonio y uno mismo, pero que en
última instancia los tres podían reducirse a uno solo, es decir a este último
que es propiamente el yo inferior. Por mundo comprendemos el apego a las cosas
materiales, a los valores puramente efímeros de la dimensión del devenir, tal
como sucede en los tiempos actuales y terminales. Se trata aquí de un yo que se
ha enajenado y que se ha fugado de sí para recluirse en objetos externos a los
que se aferra como si se tratase de alucinógenos. El demonio es el enemigo
metafísico, aquel que se encuentra por detrás de todo lo que sucede
induciéndonos a desviarnos de nuestro yo superior y acosándonos incesantemente
con una serie de tentaciones. Evola formulaba tal accionar demoníaco en su
concepción conspirativa de la historia. En tanto los hechos no se sucedían
casualmente, se consideraba que una verdadera mano negra actuaba por detrás de
los bastidores y que la misma en el fondo no era meramente humana, sino que
obedecía a una inteligencia superior abocada a desviarnos de nuestra verdadera
elección trascendental, para obtener así nuestra muerte. Pero había un enemigo
aun más severo, aunque en inteligencia con los anteriores, que era uno mismo en
tanto sujeto que tiende a exaltarse y afincarse en la esfera inferior de sí, lo
que es propio de un ámbito puramente espacio temporal. Se manifiesta en el afán
por figurar, por ser el primero de todos, por mostrarse y exhibirse ante los
demás, por enajenarse una vez más a las vanidades del mundo. Este enemigo es el
más difícil de abatir, pues aun cuando hemos considerado haberlo vencido, aun cuando
amparados en un falso ascetismo nos hubiésemos alejado de lo meramente
exterior, el mismo termina apareciendo en una actitud de exaltación de sí. En
este caso la tentación mayor de todas consiste en el quedar recluido en la
propia interioridad y confundir la elevación hacia el Yo superior con un
desinterés respecto de la realidad que nos circunda incurriendo así en un
cierto fatalismo típico éste de
ciertos tradicionalistas de carácter guénoniano. Sin embargo desde una óptica
tradicional y metafísica no existe diferencia entre lo interno y lo externo,
entre el yo y el mundo, entre uno mismo y el otro. Tal como dijera San Juan de la Cruz , mundo y yo, lo externo
y lo interno interactúan entre sí, no se puede vencer a uno solo sin vencer a
otro. La gran guerra santa que desarrollo en contra de mis enemigos internos,
en donde tal como dijéramos el yo representa el principal y más duro enemigo,
se exterioriza hacia fuera en la pequeña guerra santa que es contra el enemigo
externo, contra aquel que en el plano de la exterioridad representa esa fuerza
del yo inferior que debo abatir también en mí. Más aun, no se puede doblegar al enemigo interno si no lo hacemos
simultáneamente con el externo en tanto que los dos enemigos se retroalimentan.
5) El quinto y último punto relacionado con el de la pequeña guerra
santa, es el que se refiere a otro aspecto esencial de la doctrina evoliana que
es la unidad trascendente de las grandes
religiones y tradiciones espirituales. El yo concebido como individuo
absoluto no tiene límites en su accionar, no queda recluido en lo interior de
sí, el enemigo a vencer es tanto el mundo como el yo psíquico e interior para
hacer primar sea en sí como afuera de sí el reino del espíritu. Desde tal
óptica la política tiene un sentido, pero comprendida únicamente como una rama
subordinada a la religión en su aspecto de ascetismo, esto es en un plano
superior y metafísico. La política tradicional no tiene nada que ver con la
caricatura moderna de ‘arte de lo posible’, un modo más y ‘vocacional’ de tener
éxito en la vida y adquirir, conjuntamente con el dinero necesario para
triunfar, también el poder, de lo cual nuestros políticos corruptos en
unanimidad moderna son ejemplos irrebatibles. Aquí la política es comprendida
en función de purificarse interiormente, tal como dice la tradición islámica cuando
afirma que la pequeña guerra santa está subordinada a la grande que se
desenvuelve en el seno de sí mismo. Así pues, de la misma manera que en la
labor purificativa del yo, éste acude a aquellos elementos que encuentra en su
seno, tales como pensamientos o imágenes, que lo ayuden a elevarse y a vencer a
su enemigo interno, de la misma manera el hombre tradicional desciende a la
palestra buscando a su alrededor a todos aquellos que en el lugar en que se
encuentren desplieguen una voluntad de lucha en función de hacer valer y
triunfar valores espirituales por sobre los meramente temporales y materiales.
En tal sentido adquiere aquí un valor especial la religión la cual es un
elemento solidario de la política en sentido tradicional. También la
religión (por supuesto que nos referimos aquí a las grandes religiones pero en
su sentido tradicional y no moderno) pone el acento en lo trascendente y
considera a la vida humana como un simple tránsito hacia algo superior, como
una instancia pasajera concebida en función de un fin que la trasciende. Sin
embargo el primer obstáculo en tal acción consiste en constatar que las
religiones son exclusivistas, que se consideran a sí mismas todas ellas como
las verdaderas y excluyentes de las demás. Este aspecto, si bien es aceptado
por Evola, debe ser perfeccionado y superado profundizando en la división
esencial que debe existir en el seno de toda gran religión entre esoterismo y exoterismo. En el primer
caso debe constatarse y consolidarse la idea de que por encima de todas las
diferentes religiones existe una sola
religión revelada y universal de la cual todas las demás en sus diferencias
dogmáticas son simplemente adaptaciones de acuerdo a las idiosincrasias de los
diferentes pueblos. Por ello la política tradicional evoliana es solidaria
con otro concepto también esencial que es la unidad trascendente de las grandes religiones y tradiciones
espirituales. Es un deber del hombre tradicional en su función política la
de buscar los puntos comunes que existen entre todas las grandes religiones
para llevar a cabo una gran guerra santa en contra de la modernidad. En tal
gran frente interreligioso los puntos programáticos que deben informar una
plataforma política tradicional quedan reducidos a estos dos principales:
1) Aceptación de Dios, comprendido como la eternidad o lo que es más
que simple vida, como el valor supremo para el hombre y concebir a esta
existencia como un tránsito hacia tal realidad.
2) Concebir que, así como el espíritu forma al alma y es la parte
superior de un ser humano, el Estado es una entidad metafísica y pontifical
encargado de conducir al hombre hacia el más allá y que por lo tanto su
soberanía no emana de lo bajo, el simple pueblo o nación, sino de lo alto. De
allí que encuentren un sentido solidario sea la figura del Imperio cristiano o
del Califato musulmán como dos figuras arquetípicas que deben ser sustentadas en
contraste y rechazo absoluto hacia el laicismo en sus dos formas modernas
esenciales que son el principio republicano y el democrático.
Dentro de la asunción de estos principios debe además acotarse el hecho
irrebatible de que en el momento en el cual nos encontramos hoy en día ha
quedado en claro que solamente en el
mundo islámico ha surgido una fuerza que ha levantado estas banderas no
modernas y por lo tanto no nacionalistas ni democráticas. Frente a ello
resulta indispensable que desde el lado cristiano, así como también budista o
brahamánico se sea capaz de suscitar fuerzas similares.
Éstos son pues los puntos esenciales del pensamiento evoliano que se
está desarrollando en casi exclusividad en el contintente americano y respecto
de lo cual estas Jornadas que efectuamos así como los diferentes
emprendimientos efectuados por el Centro Evoliano de América son claras
expresiones del mismo. Es de esperar que los mismos se multipliquen con el
tiempo.
Marcos Ghio
25/03/15
(Texto base de la conferencia dictada en la Jornada Evoliana de Marzo de 2015 realizada en Buenos Aires, Argentina)