lunes, 12 de octubre de 2015

GHIO: NIETZSCHE Y EL JUDAÍSMO

NIETZSCHE Y EL JUDAÍSMO


Uno de los grandes dislates cometidos al estudiar la figura de Nietzsche ha sido la de haber pasado en un primer momento de calificarlo como un autor exponente y precursor del nazismo a la postura inversa, la de alguien que podría ser concebido casi como un defensor y admirador del judaísmo. Y  para abonar tal idea se ha insistido en su rechazo hacia ciertos exponentes del antisemitismo de su tiempo con los cuales tomara en sucesivas oportunidades grandes distancias. Pero en esto hay que hacer notar que propiamente él no es que se opusiera al judío ni que no lo reputara como el origen de la decadencia del mundo, sino que simplemente contrastaba contra las corrientes antisemitas de su tiempo, sea las seculares o paganizantes, ya insinuadas con el primer Wagner, como las católicas integristas, con las cuales discrepaba esencialmente en tanto que las consideraba como verdaderas usinas colaboradoras inconscientes del mismo judaísmo.
Este trabajo será dividido en dos partes: en la primera indicaremos los puntos de vista de N. sobre el tema judío y en la segunda lo pondremos en relación con una figura que ya se insinuara en su tiempo y que expresara con gran lucidez y coherencia, pero en sentido contrario,  los mismos principios que N. combatiera. Se trata del fundador del movimiento sionista, Teodoro Herzl, respecto del cual demostraremos cómo esas dos formas de antisemitismo denunciadas por nuestro autor como favorecedoras indirectamente del judaísmo como fuerza subversiva eran reconocidas como tales por tal figura esencial.

A)  EL JUDAÍSMO COMO FENÓMENO RELIGIOSO DE DECADENCIA

Con respecto al problema religioso  debemos tener en claro primeramente que Nietzsche no rechaza  toda idea de Dios o de divinidad, sino a un cierto tipo. No el Dios judío absolutamente ajeno al hombre y ante el cual sólo cabe sumisión y esclavitud, sino el Dios que es al mismo tiempo hombre. Pero por supuesto que no se trata de este hombre que nos rodea, el último hombre, sino de un tipo superior, quien se encuentra más allá del bien y del mal: el superhombre. Por ello ni humanismo ni teísmo, las dos formas en que se divide la modernidad, pero que coinciden ambas por igual en recluir a lo humano en la dimensión de las apariencias, sino superhumanismo.
Teísmo y humanismo son las manifestaciones propias de la modernidad y representan un desvío respecto del impulso originario del hombre hacia la divinización de sí mismo, lo que representa la proyección última de la voluntad de poder.
¿Cuál es la causa de tales desvíos? Aquí es interesante hallar un comienzo de la decadencia que es cuando se pasa de una religión heroica en la cual lo divino estaba vinculado a la figura regia, a lo que denomina como el dominio de los sacerdotes. Con dicha perspectiva Nietzsche se asocia claramente a la tesis del gibelinismo y éste es quizás uno de los senderos que lo acercan al mundo de la tradición. Su análisis parte de la historia del judaísmo, pueblo al cual atribuye causas profundas de la decadencia del Occidente. Él llega a decir que una civilización nueva podrá constituirse únicamente defenestrando al judío del dominio que allí ejerce, dominio no meramente económico, sino principalmente espiritual. ¿Pero a qué judaísmo él se refiere? Justamente acotemos aquí que uno de los caballitos de batalla de las actuales interpretaciones postmodernas es el de haber querido disminuir el antijudaísmo de Nietzsche resaltando sus diferencias con los antisemitas de su tiempo con los cuales él tenía severos distanciamientos. Por lo tanto no sería cierta la afirmación de un Nietzsche cercano al nazismo. Pero debe destacarse aquí que éstas acontecían no porque él no fuera antijudío, sino por el carácter peculiar de su antijudaísmo, el cual no era biológico, ni confesional. El judío representa para él la fuerza originaria de la decadencia, la cual se ha expandido luego en el Occidente a través del cristianismo. El problema del judío no era el de que se tratase de una subraza biológicamente imperfecta, tesis marcionita hoy sustentada por Miguel Serrano y el nazismo biológico, ni por haberlo crucificado a Jesús, tesis católico integrista, sino por haber sido aquel pueblo que ha asumido el espíritu de la decadencia en manera más abismal esparciéndolo por el mundo luego a través del judeo-cristianismo. Sin embargo, la decadencia no comienza propiamente con el surgimiento del pueblo judío, sino en un momento preciso de su acontecer histórico, el que corresponde al dominio de los sacerdotes. Antes, cuando eran los reyes los que ejercían el poder simultánemente político y religioso, Jeovah, su dios, no era en modo alguno ese dios celoso al que todos debían someterse tal como ahora lo conocemos, sino que representaba, como en cualquier otra religión de las existentes, la sublimación de las fuerzas espirituales de un pueblo expresadas temporalmente a través de la figura de sus reyes. Los reyes, en todas las grandes tradiciones, eran la representación de Dios en la tierra y su poder no podía ser nunca defenestrado por el sacerdocio. (Tal era por otra parte la tesis gibelina combatida por la Iglesia.). Dios era invocado ante cada conquista obtenida por el pueblo, desde una buena cosecha hasta el triunfo sobre el enemigo. Y la existencia plena de un rey era como la confirmación de todas las dichas y el testimonio de que el mismo se había alineado en la buena senda. Lo divino era pues la representación de todo lo fausto que le acontecía a un determinado pueblo y la vigencia y el dominio pleno del Rey era un testimonio ostensible de todo ello. Dios y Rey, como su manifestación visible en la tierra, eran a su vez las señales del triunfo de su poder de voluntad. Pero, cuando éste era vencido, desaparecían simultáneamente con la obediencia y veneración al Rey también la creencia en el Dios, y ambos eran sustituidos ante la derrota. Se reconocía la superioridad del otro al cual se trataba de integrarse. Así es como ha acontecido en la historia en donde los pueblos triunfadores fueron absorbiendo a los vencidos en su civilización. Fue así como fueron desaparecido los Caldeos, los Hititas, los mismos Romanos, etc.
Pero no fue esto lo que sucedió con el judío, y aquí se encuentra su especificidad que lo diferencia de los demás. Éste ante la sucesión de fracasos políticos y militares, seguidos de sometimientos a pueblos vecinos, se encontrará ante el serio dilema de ser o no ser y entonces –y éste es el momento de inicio de la decadencia–  elige ser a cualquier precio. ¿Y qué significa ese cualquier precio? Justamente invertir totalmente la idea tradicional de Dios, e ingresar así al espíritu moderno de la decadencia, del cual el judío se convertirá en el pueblo arquetípico y motor esencial de tal tendencia. Ello sobreviene con el dominio del sacerdocio. Aquí esa acción de agradecimiento y de reconocimiento por lo cual lo divino era el testimonio de un éxito en el despliegue de la fuerza de la vida, es sustituida por un acto de sometimiento a la voluntad omnímoda del dios, representada por el sacerdote. No se acepta que el abandono de un dios significa el haber concluido un ciclo en la vida, y por lo tanto la sustitución de ese dios por otro, del pueblo que ha vencido que, en tanto triunfador, no es sino la manifestación perenne de un mismo principio y al que se trata de reconocerle entonces su superioridad, sino que lo divino desciende aquí a un dualismo ético entre culpa y castigo y obediencia y premio. El hombre deja de ser el colaborador o el compañero de Dios, aquel que testimonia en el mundo su obra sublime, sino una criatura dependiente y carente. Si haces todo lo que Dios dice y anulas tu libertad, entonces te salvarás, si no, te condenarás: es la máxima del dominio de los sacerdotes. Y tal accionar obediente es hacia lo que dice el sacerdote. El Dios se convierte en tiránico y exige un cumplimiento ilimitado de preceptos y leyes para asegurar su señorío. Repleta está la religión judía de leyes y reglamentaciones. Surge así simultánemente con el legalismo moralista, la idea de pecado por la cual el hombre es concebido como un ser ineficiente que todo debe esperarlo de afuera, de un Dios que premia y castiga según sus antojos y ante el cual sólo cabe la más absoluta obediencia y subordinación. Puesto que el hombre está repleto de carencias, necesita pues de un innúmero de leyes para que lo saneen.
Y este dominio del sacerdocio concuerda con la decadencia de los pueblos. Surge así una religiosidad de esclavos, de seres carentes y temerosos, de náufragos, a los cuales les es dable tan sólo obedecer. Y ante ellos el sacerdote aparece como la contraparte de esta situación. Hay una gran semejanza, secularizada por supuesto, con el político de los tiempos actuales. Éste también acude simultánemente al miedo y a la adulación de la masa. Todos son iguales ante dios, dirá el sacerdote, todos valemos por igual un voto, manifestará a su vez el político, significando ello la supresión de toda jerarquía, de cualquier diferencia superior, de cualquier aristocracia. Las almas son todas inmortales por igual. Y más aun, llega a igualarse también en cuanto a la inmortalidad a los salvados y rechazados. ¿Y cómo puede alcanzarse el bien, la salvación, el paraíso, el cielo? Pues bien, haciendo lo que nos dicen los sacerdotes, obedeciéndoles ciegamente, del mismo modo que con la democracia «se come y se educa», pero con la condición de que todos seamos democráticos, es decir, que nos convirtamos a tal religión.
Además nos resalta el carácter plebeyo que tiene el ideal paradisíaco del judeo-cristianismo. El paraíso es la tierra sin conflicto y sin sufrimientos, que se encuentra afuera de ésta, es el rechazo por el dolor como un mal, cuando los espíritus superiores saben en cambio ver en los mismos una fuente creadora de energías. La vida cómoda del plebeyo, que, acotemos, no tiene nada que ver tal categoría con tener dinero y riquezas («Plebeyos arriba y plebeyos abajo, tal es el drama de nuestra época»), el pacifismo,  se traslada y sublima en el ideal de paraíso cristiano, asociado a su vez a una actitud de revancha y de resentimiento. Recuerda al respecto a Dante el cual imaginaba un infierno repleto de sus enemigos y un cielo con una mirilla a través de la cual los «salvados» se solazaban a través de la contemplación de los sufrimientos de los condenados. Para tal religión de los sacerdotes, los fuertes de hoy serán los condenados de mañana y los débiles en vez serán los triunfadores para la eternidad. «Los últimos serán los primeros».
Es interesante aquí acotar la solución que Nietzsche propone al problema judío. Indudablemente, de la misma manera que su contemporáneo, el músico R. Wagner, él concuerda en que el judío es la fuerza disolutoria de la civilización y que éste logrará sanearse únicamente extirpando de su seno la influencia judía. Pero las soluciones son diferentes. Mientras que Wagner sostiene que la resolución pasa por la conversión del judío, lo mismo que sostiene el cristianismo, Nietzsche desdeña de tal posibilidad. Pero aun así se opone al antisemitismo de su tiempo en tanto considera un severo error evitar la integración del judío a la sociedad germánica. Dicha sociedad ya se encuentra plagada suficientemente de virus moderno gracias principalmente al cristianismo, el cual en Alemania, con Lutero ha tenido justamente la variante más judaica del mismo y aun el pretendido paganismo inspirado en Wagner retoza por doquier de cristianismo. Ser antisemita pues al modo germánico, oponerse al ingreso del judío para mantener indemne a la sociedad cristiana tradicional sería el más grave error en el que podría incurrirse. Al contrario, siendo el judío la única de las razas que se ha mantenido pura, lo que se logrará de tal manera por reacción contraria es que la misma se organice y revitalice. Tal antisemitismo cerril no es sino la fuerza secreta  que saca el judío para perpetuarse y no desaparecer, tal como magistralmente demostraá Teodoro Herzl desde el lado del mismo judío. ¿No es lo que ha sucedido acaso tras las persecuciones del régimen hitlerista en Alemania? ¿Habría durado tanto el régimen judío de Israel sin la existencia previa de los campos de concentración y del Holocausto (más allá de lo relativo a la veracidad de sus cifras), los cuales han representado un verdadero justificativo para todas sus tropelías?
En esta solución vemos justamente un mentís para aquellos que han querido asimilar a Nietzsche con el nazismo. Puesto que él no ve posibilidades a la restauración del Occidente, piensa que la integración del judío en su seno facilitará por el contrario su etapa destructiva, para dar lugar a una nueva humanidad y civilización, la del superhombre. Y en esto quizás pueda hallarse una cierta semejanza con la postura de Evola respecto del problema judío. Según Evola no hay que detener lo que está destinado a perecer. Y a su vez, en materia de antisemitismo, Evola tampoco consideraba al judío como una raza biológica, sino como una raza del espíritu, constituida justamente a través de la diáspora, es decir el período del dominio de los sacerdotes. Y de la misma manera que Nietzsche no creía en las posibilidades de restauración del Occidente que pasaran por un retorno a la tradición cristiana o pagana, sino por el contrario pensaba que la Edad del hierro en la cual nos encontramos sólo iba concluir a través de un colapso, sólo luego del cual era posible instaurar una nueva Edad Áurea.
Y es justamente dentro de dicha situación de decadencia, antes reducida a un pueblo en particular, aunque con otros antecedentes históricos acontecidos en el Oriente (por ej. Egipto) que puede comprenderse en su magnitud el carácter de verdadero virus destructivo que según Nietzsche asumirá con el cristianismo el espíritu judío que invade el Occidente. ¿Y qué es lo que representa el cristianismo?
En  su obra El Anticristo aparece condensada su crítica al cristianismo; el mismo representa:
1)  El espíritu decadente. 2) La rebelión de los parias. 3) El goce por el sufrimiento, la autoflagelación, comprendido como depreciación y odio por todo lo que sea sano y vital. Así como una actitud de resentimiento interminable que dura épocas y generaciones enteras.
Mientras que el judío representa el modelo arquetípico de un pueblo que se rebela contra la vida y penetra en la decadencia, el cristianismo es la manifestación y expansión plena hacia el Occidente y el resto del mundo de este odio instintivo hacia la realidad. Si bien Jesús representa un conato de rebelión contra los sacerdotes, la misma ha sido tan sólo contra sus exponentes, no contra el espíritu de esta religión. Al contrario la ha universalizado con dos principios:
a)  El concepto del amor como miedo hacia el dolor y el sufrimiento. De este modo ha ensalzado al plebeyo que es el que busca la felicidad y el goce. El último hombre del que hablaba Zaratustra que ha inventado la felicidad.
b)  El concepto de igualdad de todos ante Dios en tanto pecadores y poseedores por igual de un alma inmortal.
El pecado es la categoría propia del judaísmo y retomada por el cristianismo en tanto Iglesia. Es un singular medio de opresión ejercido por el sacerdocio y que después será retomado por lo que es la secularización de estas religiones desviadas. El sacerdote promete a los hombres el cielo a cambio de la sumisión de éstos a su gobierno y nos enseña que, si no le obedecemos, corremos todos el peligro de caer en el infierno y la perdición. Y en esto también se parece al político democrático de nuestros días quien razona en forma secularizada del mismo modo que el sacerdote. Ambos especulan con el miedo hacia lo desconocido o hacia lo que se le ha contado a la gente que es lo desconocido y que ellos en cambio conocen. La democracia representa la gran panacea (se come, se educa, se cura), aunque la misma se halle siempre en un más allá. La diferencia se encuentra en que el más allá que nos propone el sacerdote pertenece a otro mundo allende esta vida, en cambio el paraíso democrático pertenecería a otro tiempo futuro, a otras generaciones que habrían sido capaces de incrementar hasta límites absolutos (cosa que nunca sería suficiente) el modo de vida democrático, las cuales se van alejando siempre en el tiempo hasta no hallar límite alguno. Y además, del mismo modo que afuera del orden instituido por los sacerdotes se encuentra el mal y el infierno, afuera de la democracia se encontraría la nada y la perdición. Por lo que cuando algo no sucede bien no es por un mal intrínseco de la democracia misma, sino por una insuficiencia de ésta en su realización, la que se resolverá luego en generaciones futuras, más maduras y por lo tanto más democráticas.
Si Jesús representó un conato fallido por desplazar al sacerdote, tal actitud cambia con el cristianismo que ha sido usurpado por Pablo, el que ha representado la reacción sacerdotal. Es el judío dos y hasta tres veces. Es el odio por las distancias y la absurda afirmación de la igualdad de derechos. «El cristianismo es la mayor desgracia que se ha abatido jamás sobre la humanidad».
MARCOS GHIO




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