NIETZSCHE Y EL
JUDAÍSMO
Uno de los grandes
dislates cometidos al estudiar la figura de Nietzsche ha sido la de haber pasado
en un primer momento de calificarlo como un autor exponente y precursor del
nazismo a la postura inversa, la de alguien que podría ser concebido casi como
un defensor y admirador del judaísmo. Y para
abonar tal idea se ha insistido en su rechazo hacia ciertos exponentes del
antisemitismo de su tiempo con los cuales tomara en sucesivas oportunidades
grandes distancias. Pero en esto hay que hacer notar que propiamente él no es
que se opusiera al judío ni que no lo reputara como el origen de la decadencia
del mundo, sino que simplemente contrastaba contra las corrientes antisemitas
de su tiempo, sea las seculares o paganizantes, ya insinuadas con el primer
Wagner, como las católicas integristas, con las cuales discrepaba esencialmente
en tanto que las consideraba como verdaderas usinas colaboradoras inconscientes
del mismo judaísmo.
Este trabajo será dividido
en dos partes: en la primera indicaremos los puntos de vista de N. sobre el
tema judío y en la segunda lo pondremos en relación con una figura que ya se
insinuara en su tiempo y que expresara con gran lucidez y coherencia, pero en
sentido contrario, los mismos principios
que N. combatiera. Se trata del fundador del movimiento sionista, Teodoro
Herzl, respecto del cual demostraremos cómo esas dos formas de antisemitismo
denunciadas por nuestro autor como favorecedoras indirectamente del judaísmo
como fuerza subversiva eran reconocidas como tales por tal figura esencial.
A)
EL JUDAÍSMO COMO FENÓMENO RELIGIOSO DE DECADENCIA
Con respecto al problema religioso
debemos tener en claro primeramente que Nietzsche no rechaza toda idea de Dios o de divinidad, sino a un
cierto tipo. No el Dios judío absolutamente ajeno al hombre y ante el cual sólo
cabe sumisión y esclavitud, sino el Dios que es al mismo tiempo hombre.
Pero por supuesto que no se trata de este hombre que nos rodea, el último
hombre, sino de un tipo superior, quien se encuentra más allá del bien y
del mal: el superhombre. Por ello ni humanismo ni teísmo, las dos
formas en que se divide la modernidad, pero que coinciden ambas por igual en
recluir a lo humano en la dimensión de las apariencias, sino superhumanismo.
Teísmo y
humanismo son las manifestaciones propias de la modernidad y representan un
desvío respecto del impulso originario del hombre hacia la divinización de sí
mismo, lo que representa la proyección última de la voluntad de poder.
¿Cuál es la
causa de tales desvíos? Aquí es interesante hallar un comienzo de la decadencia
que es cuando se pasa de una religión heroica en la cual lo divino estaba
vinculado a la figura regia, a lo que denomina como el dominio de los
sacerdotes. Con dicha perspectiva Nietzsche se asocia claramente a la
tesis del gibelinismo y éste es quizás uno de los senderos que lo acercan al
mundo de la tradición. Su análisis parte de la historia del judaísmo, pueblo al
cual atribuye causas profundas de la decadencia del Occidente. Él llega
a decir que una civilización nueva podrá constituirse únicamente defenestrando
al judío del dominio que allí ejerce, dominio no meramente económico, sino principalmente espiritual. ¿Pero a
qué judaísmo él se refiere? Justamente acotemos aquí que uno de los caballitos
de batalla de las actuales interpretaciones postmodernas es el de haber querido
disminuir el antijudaísmo de Nietzsche resaltando sus diferencias con
los antisemitas de su tiempo con los cuales él tenía severos distanciamientos.
Por lo tanto no sería cierta la afirmación de un Nietzsche cercano al
nazismo. Pero debe destacarse aquí que éstas acontecían no porque él no fuera
antijudío, sino por el carácter peculiar de su antijudaísmo, el cual no era
biológico, ni confesional. El judío representa para él la fuerza originaria
de la decadencia, la cual se ha expandido luego en el Occidente a través del
cristianismo. El problema del judío no era el de que se tratase de una subraza
biológicamente imperfecta, tesis marcionita hoy sustentada por Miguel Serrano
y el nazismo biológico, ni por haberlo crucificado a Jesús, tesis católico
integrista, sino por haber sido aquel pueblo que ha asumido el espíritu de la
decadencia en manera más abismal esparciéndolo por el mundo luego a través del
judeo-cristianismo. Sin embargo, la decadencia no comienza propiamente con el
surgimiento del pueblo judío, sino en un momento preciso de su acontecer
histórico, el que corresponde al dominio de los sacerdotes. Antes,
cuando eran los reyes los que ejercían el poder simultánemente político y
religioso, Jeovah, su dios, no era en modo alguno ese dios celoso al que todos
debían someterse tal como ahora lo conocemos, sino que representaba, como en
cualquier otra religión de las existentes, la sublimación de las fuerzas
espirituales de un pueblo expresadas temporalmente a través de la figura de sus
reyes. Los reyes, en todas las grandes tradiciones, eran la representación de
Dios en la tierra y su poder no podía ser nunca defenestrado por el sacerdocio.
(Tal era por otra parte la tesis gibelina combatida por la Iglesia.). Dios era
invocado ante cada conquista obtenida por el pueblo, desde una buena cosecha
hasta el triunfo sobre el enemigo. Y la existencia plena de un rey era como la
confirmación de todas las dichas y el testimonio de que el mismo se había
alineado en la buena senda. Lo divino era pues la representación de todo lo
fausto que le acontecía a un determinado pueblo y la vigencia y el dominio
pleno del Rey era un testimonio ostensible de todo ello. Dios y Rey, como su
manifestación visible en la tierra, eran a su vez las señales del triunfo de su
poder de voluntad. Pero, cuando éste era vencido, desaparecían simultáneamente
con la obediencia y veneración al Rey también la creencia en el Dios, y ambos
eran sustituidos ante la derrota. Se reconocía la superioridad del otro al cual
se trataba de integrarse. Así es como ha acontecido en la historia en donde los
pueblos triunfadores fueron absorbiendo a los vencidos en su civilización. Fue
así como fueron desaparecido los Caldeos, los Hititas, los mismos Romanos, etc.
Pero no fue esto
lo que sucedió con el judío, y aquí se encuentra su especificidad que lo
diferencia de los demás. Éste ante la sucesión de fracasos políticos y
militares, seguidos de sometimientos a pueblos vecinos, se encontrará ante
el serio dilema de ser o no ser y entonces –y éste es el momento de inicio de
la decadencia– elige ser a cualquier
precio. ¿Y qué significa ese cualquier precio? Justamente invertir
totalmente la idea tradicional de Dios, e ingresar así al espíritu moderno de
la decadencia, del cual el judío se convertirá en el pueblo arquetípico y motor
esencial de tal tendencia. Ello sobreviene con el dominio del sacerdocio. Aquí
esa acción de agradecimiento y de reconocimiento por lo cual lo divino era el
testimonio de un éxito en el despliegue de la fuerza de la vida, es sustituida
por un acto de sometimiento a la voluntad omnímoda del dios, representada por
el sacerdote. No se acepta que el abandono de un dios significa el haber
concluido un ciclo en la vida, y por lo tanto la sustitución de ese dios por
otro, del pueblo que ha vencido que, en tanto triunfador, no es sino la
manifestación perenne de un mismo principio y al que se trata de reconocerle
entonces su superioridad, sino que lo divino desciende aquí a un dualismo ético
entre culpa y castigo y obediencia y premio. El hombre deja de ser el
colaborador o el compañero de Dios, aquel que testimonia en el mundo su obra
sublime, sino una criatura dependiente y carente. Si haces todo lo que Dios dice
y anulas tu libertad, entonces te salvarás, si no, te condenarás: es la máxima
del dominio de los sacerdotes. Y tal accionar obediente es hacia lo que dice el
sacerdote. El Dios se convierte en tiránico y exige un cumplimiento ilimitado
de preceptos y leyes para asegurar su señorío. Repleta está la religión judía
de leyes y reglamentaciones. Surge así simultánemente con el legalismo
moralista, la idea de pecado por la cual el hombre es concebido como un
ser ineficiente que todo debe esperarlo de afuera, de un Dios que premia y
castiga según sus antojos y ante el cual sólo cabe la más absoluta obediencia y
subordinación. Puesto que el hombre está repleto de carencias, necesita pues de
un innúmero de leyes para que lo saneen.
Y este dominio
del sacerdocio concuerda con la decadencia de los pueblos. Surge así una
religiosidad de esclavos, de seres carentes y temerosos, de náufragos, a los
cuales les es dable tan sólo obedecer. Y ante ellos el sacerdote aparece como
la contraparte de esta situación. Hay una gran semejanza, secularizada por
supuesto, con el político de los tiempos actuales. Éste también acude
simultánemente al miedo y a la adulación de la masa. Todos son iguales ante
dios, dirá el sacerdote, todos valemos por igual un voto, manifestará a su vez
el político, significando ello la supresión de toda jerarquía, de cualquier
diferencia superior, de cualquier aristocracia. Las almas son todas inmortales
por igual. Y más aun, llega a igualarse también en cuanto a la inmortalidad a
los salvados y rechazados. ¿Y cómo puede
alcanzarse el bien, la salvación, el paraíso, el cielo? Pues bien, haciendo lo
que nos dicen los sacerdotes, obedeciéndoles ciegamente, del mismo modo que con
la democracia «se come y se educa», pero con la condición de que todos seamos
democráticos, es decir, que nos convirtamos a tal religión.
Además nos
resalta el carácter plebeyo que tiene el ideal paradisíaco del
judeo-cristianismo. El paraíso es la tierra sin conflicto y sin sufrimientos,
que se encuentra afuera de ésta, es el rechazo por el dolor como un mal, cuando
los espíritus superiores saben en cambio ver en los mismos una fuente creadora
de energías. La vida cómoda del plebeyo, que, acotemos, no tiene nada que ver
tal categoría con tener dinero y riquezas («Plebeyos arriba y plebeyos
abajo, tal es el drama de nuestra época»), el pacifismo, se traslada y sublima en el ideal de paraíso
cristiano, asociado a su vez a una actitud de revancha y de resentimiento.
Recuerda al respecto a Dante el cual imaginaba un infierno repleto de
sus enemigos y un cielo con una mirilla a través de la cual los «salvados» se
solazaban a través de la contemplación de los sufrimientos de los condenados.
Para tal religión de los sacerdotes, los fuertes de hoy serán los condenados de
mañana y los débiles en vez serán los triunfadores para la eternidad. «Los
últimos serán los primeros».
Es interesante
aquí acotar la solución que Nietzsche propone al problema judío.
Indudablemente, de la misma manera que su contemporáneo, el músico R. Wagner,
él concuerda en que el judío es la fuerza disolutoria de la civilización y que
éste logrará sanearse únicamente extirpando de su seno la influencia judía.
Pero las soluciones son diferentes. Mientras que Wagner sostiene que la
resolución pasa por la conversión del judío, lo mismo que sostiene el
cristianismo, Nietzsche desdeña de tal posibilidad. Pero aun así se
opone al antisemitismo de su tiempo en tanto considera un severo error evitar
la integración del judío a la sociedad germánica. Dicha sociedad ya se
encuentra plagada suficientemente de virus moderno gracias principalmente al
cristianismo, el cual en Alemania, con Lutero ha tenido justamente la
variante más judaica del mismo y aun el pretendido paganismo inspirado en Wagner
retoza por doquier de cristianismo. Ser antisemita pues al modo germánico,
oponerse al ingreso del judío para mantener indemne a la sociedad cristiana
tradicional sería el más grave error en el que podría incurrirse. Al contrario,
siendo el judío la única de las razas que se ha mantenido pura, lo que se
logrará de tal manera por reacción contraria es que la misma se organice y
revitalice. Tal antisemitismo cerril no es sino la fuerza secreta que saca el judío para perpetuarse y no
desaparecer, tal como magistralmente demostraá Teodoro Herzl desde el lado del
mismo judío. ¿No es lo que ha sucedido acaso tras las persecuciones del régimen
hitlerista en Alemania? ¿Habría durado tanto el régimen judío de Israel sin la
existencia previa de los campos de concentración y del Holocausto (más allá de
lo relativo a la veracidad de sus cifras), los cuales han representado un
verdadero justificativo para todas sus tropelías?
En esta solución
vemos justamente un mentís para aquellos que han querido asimilar a Nietzsche
con el nazismo. Puesto que él no ve posibilidades a la restauración del
Occidente, piensa que la integración del judío en su seno facilitará por el
contrario su etapa destructiva, para dar lugar a una nueva humanidad y civilización,
la del superhombre. Y en esto quizás pueda hallarse una cierta semejanza con la
postura de Evola respecto del problema judío. Según Evola no hay
que detener lo que está destinado a perecer. Y a su vez, en materia de
antisemitismo, Evola tampoco consideraba al judío como una raza
biológica, sino como una raza del espíritu, constituida justamente a través de
la diáspora, es decir el período del dominio de los sacerdotes. Y de la misma
manera que Nietzsche no creía en las posibilidades de restauración del
Occidente que pasaran por un retorno a la tradición cristiana o pagana, sino
por el contrario pensaba que la Edad del hierro en la cual nos encontramos sólo
iba concluir a través de un colapso, sólo luego del cual era posible instaurar
una nueva Edad Áurea.
Y es justamente
dentro de dicha situación de decadencia, antes reducida a un pueblo en
particular, aunque con otros antecedentes históricos acontecidos en el Oriente
(por ej. Egipto) que puede comprenderse en su magnitud el carácter de verdadero
virus destructivo que según Nietzsche asumirá con el cristianismo el
espíritu judío que invade el Occidente. ¿Y qué es lo que representa el
cristianismo?
En su obra El Anticristo aparece
condensada su crítica al cristianismo; el mismo representa:
1) El espíritu decadente. 2) La rebelión de los
parias. 3) El goce por el sufrimiento, la autoflagelación, comprendido como
depreciación y odio por todo lo que sea sano y vital. Así como una actitud de
resentimiento interminable que dura épocas y generaciones enteras.
Mientras que el
judío representa el modelo arquetípico de un pueblo que se rebela contra la
vida y penetra en la decadencia, el cristianismo es la manifestación y
expansión plena hacia el Occidente y el resto del mundo de este odio instintivo
hacia la realidad. Si bien Jesús representa un conato de rebelión contra los
sacerdotes, la misma ha sido tan sólo contra sus exponentes, no contra el
espíritu de esta religión. Al contrario la ha universalizado con dos
principios:
a) El concepto del amor como miedo hacia el
dolor y el sufrimiento. De este modo ha ensalzado al plebeyo que es el que
busca la felicidad y el goce. El último hombre del que hablaba Zaratustra
que ha inventado la felicidad.
b) El concepto de igualdad de todos ante Dios en
tanto pecadores y poseedores por igual de un alma inmortal.
El pecado es la
categoría propia del judaísmo y retomada por el cristianismo en tanto Iglesia.
Es un singular medio de opresión ejercido por el sacerdocio y que después será
retomado por lo que es la secularización de estas religiones desviadas. El
sacerdote promete a los hombres el cielo a cambio de la sumisión de éstos a su
gobierno y nos enseña que, si no le obedecemos, corremos todos el peligro de
caer en el infierno y la perdición. Y en esto también se parece al político
democrático de nuestros días quien razona en forma secularizada del mismo modo
que el sacerdote. Ambos especulan con el miedo hacia lo desconocido o hacia lo
que se le ha contado a la gente que es lo desconocido y que ellos en cambio
conocen. La democracia representa la gran panacea (se come, se educa, se
cura), aunque la misma se halle siempre en un más allá. La
diferencia se encuentra en que el más allá que nos propone el sacerdote
pertenece a otro mundo allende esta vida, en cambio el paraíso democrático
pertenecería a otro tiempo futuro, a otras generaciones que habrían sido
capaces de incrementar hasta límites absolutos (cosa que nunca sería
suficiente) el modo de vida democrático, las cuales se van alejando siempre en
el tiempo hasta no hallar límite alguno. Y además, del mismo modo que afuera
del orden instituido por los sacerdotes se encuentra el mal y el infierno,
afuera de la democracia se encontraría la nada y la perdición. Por lo que
cuando algo no sucede bien no es por un mal intrínseco de la democracia misma,
sino por una insuficiencia de ésta en su realización, la que se resolverá luego
en generaciones futuras, más maduras y por lo tanto más democráticas.
Si Jesús
representó un conato fallido por desplazar al sacerdote, tal actitud cambia con
el cristianismo que ha sido usurpado por Pablo, el que ha representado
la reacción sacerdotal. Es el judío dos y hasta tres veces. Es el odio por las
distancias y la absurda afirmación de la igualdad de derechos. «El
cristianismo es la mayor desgracia que se ha abatido jamás sobre la humanidad».
MARCOS
GHIO
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