LA MÁQUINA Y LA MUERTE DEL ALMA
El
maquinismo es aquí objeto esencial de consideración. Se diría que los dioses
nos estén incitando a la decisión y que dentro de poco ello será demasiado
tarde. Posiblemente ellos tengan aun la balanza suspendida dando el tiempo
necesario para que los hombres vean con claridad. Pero lamentablemente pareciera
que ya la suerte ha sido echada…
Sucede
que hasta hace poco solamente la máquina se encontraba al margen de nuestra
vida. Es cierto estaban los ferrocarriles, las oficinas, algún que otro
automóvil: pero después de la guerra (la
primera guerra mundial) henos aquí que ha conquistado la totalidad del
planeta, ha invadido ya todos los campos ha penetrado hasta en lo más íntimo de
nuestra vida privada. Se habla ya de someterlo todo a la máquina, de organizar
todo a la manera de la máquina. Es tan sólo ahora que por doquier nosotros
vayamos que nos encontramos cara a cara
con este enigma hecho de metal que contiene la totalidad de nuestros
destinos.
¿Qué es
para nosotros la máquina? ¿Una amiga? ¿Una enemiga? Hace apenas unos quince
años cuando nos encontrábamos con ella, con sus mecanismos de muerte, ella nos
producía escozor, pero luego de la guerra se piensa que los delitos de la
máquina se terminen sólo allí. Luego ha habido muchos que se han reconciliado
con ella. Aunque algunos la reputen como la causa de las catástrofes económicas
o aun del monstruoso derroche de las energías naturales que la misma exige. Es
cierto se trata de elementos visibles y negativos, pero que sin embargo no son
los que tenemos que temer más.
Es tan sólo cuando la máquina parece que
está trabajando para nuestro bien que se vuelve sobre todo peligrosa. Puesto que entonces sus males permanecen escondidos,
salvo que un análisis atento no los ponga al descubierto. Todos los servicios
que nos presta tienen esto en común: son especiales. Los logros tecnológicos en
apariencias más felices, nos resultan finalmente funestos en un cierto sentido.
Ellos no son sino atentados de una variedad infinita en contra de nuestro
cuerpo: nos dispensan de todo servicio físico, envenenan el aire de las
ciudades, sobreexcitan nuestro sistema nervioso, adulteran las alimentaciones,
entristecen a las personas de la ciudad que por otro lado la máquina recluta
entre los hombres del campo.
¿Este
bienestar falaz tiene por lo menos la ventaja de favorecer la cultura íntima,
el progreso moral, el despliegue de la personalidad humana? De ninguna manera:
el mismo es artificial y material. Por sí solo no sabría orientarnos hacia
preocupaciones de un orden diferente.
Por el
contrario, y es aquí en donde ella perjudica de la manera más insidiosa, la
máquina está en contra del espíritu.
No existe un punto intermedio: hay que optar, y el espíritu no tiene un enemigo
mayor que esta criatura suya, respecto de la cual él se muestra orgulloso. La
máquina ha nacido del espíritu, pero no es sino una caricatura, un residuo del
espíritu. Ella es para el mismo tan deletérea como por ejemplo el ácido úrico
lo es para los nervios que sin embargo han tenido una parte capital en la producción
del mismo.
Yo no
pretendo defender los intereses de la clase ‘intelectual’ y ni siquiera al
espíritu en cuanto monopolio de ésta… quiero hablar del espíritu en general, en
la forma común a todos.
Empecemos
primero con el señor de la máquina: el ‘técnico’. ¡Qué ameno ‘señor’! ¿Qué es
lo que hace con su cerebro? Es verdad que en un cierto sentido la misma le
reserva a la inteligencia el mejor lugar. Pero tan sólo a aquella inteligencia
que, con su forma, es compatible con la máquina misma y que consiente de
trabajar a su manera. Ella mecaniza las
inteligencias que se le entregan, las obliga a no ejercitarse más que sobre
cantidades o sobre cualidades que son ellas mismas cantidades. O bien, si
se lo prefiere, ella no se sirve sino de inteligencias mecanizadas. Y puesto
que por su naturaleza la máquina tiende a ser todo, de esta manera nosotros
corremos hacia una época en la cual el espíritu será condenado a no ser más
nada si no acepta ser todo entero para la máquina.
El
obrero, ya sabemos demasiado bien a lo que se encuentra reducido. Que no se nos
diga que la misma tiene siempre necesidad de obreros calificados, más
instruidos, quizás, que los antiguos artesanos. ¡Qué maravilloso sofisma!
¿Cuántos son estos especialistas? Antes quien trabajaba con las propias manos
beneficiaba a aquella especie de cultura que por sí misma era un oficio. Ahora una horda de parias asiste
estúpidamente a mecanismos de los cuales uno solo –aquel que los repara –
conoce sus secretos. En el simple operario la inteligencia, en razón de una
inversión vindicativa de la materia a la que se creía que se sujetaba, ha
decaído al rango de un esclavo de la máquina. Es entonces cómo, incluso en lo
relativo al operario calificado, la especialización a ultranza la que restringe
el campo del espíritu y limita las cosas en las cuales él se interesa. Técnica es hoy en día lo opuesto de cultura. La especialización cierra el
acceso a lo universal, a lo humano. El que se convierte en técnico hoy en día
deja de ser hombre.
En lo
relativo a todos los demás que sin crear ni servir a la máquina se sirven tan
sólo de ella, digamos que ésta convierte
en inútiles vastos estudios. ¿Con cuál fin hay que aprender a escribir, a
calcular, a pintar, a cantar, a tocar el violín? Muy pronto la radiofonía, con
su diario hablado y sus conferencias, nos dispensará quizás de saber leer…
mejor que nosotros, he aquí una insidia fatal para el espíritu. Desde el punto
de vista externo todo está a favor del técnico y es necesario tener la idea y
el coraje de ir hasta el fondo de las cosas para desengañarse. Ahora bien, son
muy pocos y cada vez menos, los que entienden las virtudes fecundadoras del
esfuerzo, aun si infructífero… La
máquina sólo invita a tener en cuenta los resultados.
Cada
día que pasa el espíritu humano abdica a favor de las cosas una de sus propias
atribuciones; cada nuevo día mecaniza uno de sus actos específicos. Es así como
dulcemente entra en un estado de inercia, llevado por el exceso de sus
empresas. Algún especialista bastará para edificar auxiliares de pensamiento
que pensarán en lugar de nosotros y el resto de la masa volverá a descender hacia la abyección primitiva.
Perfección de las máquinas es sinónimo de inercia de los cerebros: los dos
términos se equilibran.
Además,
se desconoce que la perfección técnica expulsa al divino impulso de la mano
dirigida por el espíritu y a toda la parte humana que en una obra representa el
arte. Pero el técnico se preocupa muy poco de lo bello. Él lo ignora, y por lo
tanto lo mata no sólo en su corazón, sino también –dado que él posee la
potencia para ello– en las mismas cosas. La fábrica es fea y lo embrutece todo
a su alrededor. En aquello que ella produce el factor estético es lo último en
lo que se piensa. Y el ingeniero no hesita nunca en destruir, saquear, anegar
un paisaje, un resto del pasado, un poco de verdor, para instalar fábricas,
canteras, ferrocarriles, diques. Su producción estéril y enloquecida no tiene
otro fin que ella misma: ésta no sabe contribuir al verdadero bienestar del
hombre, el que no sabría existir sin la alegría de las cosas del arte y de la
naturaleza.
La
máquina todo lo que toca lo desmoraliza. Aun el más simple y vulgar automóvil
hace de quien lo conduce otro hombre. A éste, le bastan unos buenos movimientos
reflejos, y sus actos precisos no se acompañan para nada con ningún movimiento
del corazón. Él no se siente más como perteneciente a la misma raza de quien va
a pie. El motor y su dueño constituyen una asociación, una simbiosis ebria de
velocidad, celosa del espacio.
El
técnico no tiene alma. Para él cuenta sólo aquello que puede ser contado. En
primer lugar el dinero, factor esencial en sus cálculos. El dinero y por lo
tanto la fuerza. Su inmoralismo lo convierte en cómplice de las cajas fuertes.
El es su furriel. Su sueño se traduce siempre en última instancia en términos
de lucro y de dominio.
Y la
máquina afecta también a nuestra personalidad, a nuestra autonomía. Más ella
satisface nuestras necesidades, más éstas se desarrollan en número y en intensidad.
Cada nuevo invento, luego de la gratificación, que dura poco, no nos deja sino
la incapacidad de hacer a menos de la misma. Nuestra vida se encuentra
empantanada en los escombros de la tecnicidad malsana y tiránica. La máquina,
al servirnos, nos hace a su vez siervos. Ella aturde nuestro querer, nuestra
agilidad de decisión, nuestra desenvoltura ante lo imprevisto. Brindándonos un
exceso de productos sin duración que debemos renovar continuamente, ella nos
arrastra hacia la disipación y la inestabilidad mental, y nos hace perder aquel
respeto hacia las cosas que no se encuentra alejado del respeto por los seres.
Para
decirlo de manera sintética: la máquina
mata en nosotros aquello que es propiamente el hombre. De una manera doble:
con los servicios que ella reclama y con los que la misma otorga, ella con una
acción constante e insensible nos modela a su imagen. Ella crea a imagen suya a
su creador: un autómata sin corazón, sin individualidad, sin vida interior. Con
ella, todo acontece como si nosotros no tuviésemos para nada un alma: ¿este
atributo no concluirá quizás con la desaparición del mismo modo que de todo órgano
que ya no sirve más?
Yo escucho
que se me pregunta: “Y entonces ¿qué solución propone?”. Es un problema pueril.
Es como si se le dijese a un predicador de la concordia ante dos naciones que
se encuentran en lucha: “¿Qué espera Ud. para separarlas?”.
‘Solución’:
la cosa es demasiado absoluta, demasiado radical, para un hecho tan formidable,
complejo y confuso como es ahora el maquinismo. ¿Cambiar el estado social, la
estructura económica? ¿Hacer saltar por el aire las fábricas y los
ferrocarriles? Una ‘solución’ en el sentido propio del término sólo podría acontecer
con una revolución. ¿Quién querrá emprender tal aventura? ¿Y hacia dónde nos
conduciría? Ningún acto de fuerza y también ningún texto de ley podría
constituir el remedio.
Desde
cualquier punto que se lo mire el
problema es moral: la solución no puede ser sino moral. ¿Qué es aquello que
determinó la suerte del maquinismo? No es una fatalidad incluida en la materia
o caída de los cielos. Nosotros mismos, nuestra pereza (pereza en quien sirve a
la máquina así como en aquel que de ella se sirve), nuestro deseo de goce, son
la causa. No se busque pues la defensa por afuera de nosotros mismos.
¿Es
cosa de la máquina ser desmoralizadora y embrutecedora? Por cierto no. Esta
masa de metal penetra en nosotros sólo porque nuestra personalidad no es
suficientemente compacta. Nada le impediría a un hombre usarla con moderación
para la satisfacción de las verdaderas necesidades.
Es
necesaria mucha sabiduría y una disciplina personal. Dominar la técnica no
aceptarla sino despreciándola. De tiempo en tiempo probar una vida desnuda y vaciada lo más posible para garantizarse que
las complicaciones materiales no nos han tomado bajo su sujeción. Poner en
su lugar a este brujo nouveau style,
y mirar sus manejos con suma desconfianza como con curiosidad. Rechazar las
anteojeras del especialismo y dirigir la mirada sobre todas las cosas humanas.
Cultivar lo imponderable que la máquina nos puede dar. En suma, afirmarse ante
ésta.
¿Quién
sabe? Esta resistencia individual ante la opresión, esta acción de la
personalidad en contra de la máquina arribaría quizás a limitar el mal. Pero
antes habría que mostrarle al mundo lo
opuesto de la máquina. ¿Pero el mundo lo querrá ver? Aquella otra cara está
oscura, resulta difícil de descifrar, es huidiza. Y el ambiente moderno es
demasiado iluminado, sonriente, demasiado fácil porque se consienta en separar
del mismo las miradas. Y no hablo luego de todos aquellos que por interés
inmediato o por segundo fin político nunca aceptarían invertir el orden de las
cosas…
Lucien Duplessy
(La Torre, Nº 6, 15 de abril de 1930)
No hay comentarios:
Publicar un comentario