En la nota antes mencionada el aludido nazi bolchevique nos espeta lo siguiente: "Evola es anti-nacionalista. Pero ningún pretendido fascista puede ser antinacionalista sin incurrir en el ridículo."
Dejemos pues al respecto que sea el mismo Evola quien le contesta en qué sentidos se puede ser nacionalista. Un nacionalismo plebeyo, tal como el del aludido bolche, o uno aristocrático tal el sustentado por Evola y Mussolini en su gobierno.
EL DOBLE ROSTRO DEL NACIONALISMO
Ya hemos hecho mención a que uno de los deberes principales que se le imponen a las nuevas fuerzas de reconstrucción es el de una adecuada discriminación y precisión de las ideas básicas que debe asumir un movimiento fascista. Entre las mismas se encuentra con seguridad el de Nación y de Corporación. Queremos ocuparnos brevemente de la primera.
El punto de partida es aquí la distinción entre nación y nacionalismo. Mientras que la nación es un dato natural siempre susceptible de operar como fundamento para un sano organismo político-social, el nacionalismo es en cambio un mito, algo construido y en el fondo, reciente, que puede tener dos significados opuestos, negativo uno y positivo el otro.
Es verdad que remitiéndonos a los procesos que han dado lugar a la formación del mundo moderno, el nacionalismo se nos presenta como un fenómeno regresivo. Los Estados nacionales surgieron en el ocaso de la Edad Media, en función antiaristocrática, niveladora y cismática, surgieron en el fondo cuando el sentimiento natural de la nación se debilitó y los Reyes, en tanto se separaron del vínculo constituido por la autoridad supranacional del Sacro Imperio y por la unidad ecuménica europea, se entregaron a una obra de centralización que finalmente debía terminar cavándoles a ellos mismos la propia fosa. De este modo se ha con justicia señalado que por una lógica precisa Francia, que fue la primera, partiendo de Felipe el Hermoso, en seguir esta dirección, fue también la primera en conocer la revolución que abatió a los Reyes. Los poderes públicos que la tarea absolutista y centralizadora de los monarcas había preparado, debían convertirse en el instrumento y el órgano en las manos de la “nación” concebida como Tercer estado y luego como masa.
Es justamente en este momento que se asiste al nacimiento del nacionalismo como fenómeno demagógico, de la idea de nación como unidad colectivista, en la cual un dato meramente natural, como la pertenencia a una determinada estirpe, se transforma en algo místico que se eleva a la condición de valor supremo, solicitando al sujeto individual, el citoyen y el enfant de la patrie, una subordinación y un reconocimiento incondicionados.
A tal respecto, teniendo en perspectiva los valores superiores de la personalidad, la tradición y la calidad, decimos que el nacionalismo, separado del valor sano y normal de la nación es un fenómeno regresivo. Es notoria al respecto la función revolucionaria que, en estrecha conexión con el liberalismo y las distintas democracias, el mito nacional tuvo en los distintos movimientos subversivos que se verificaron en Europa como consecuencia de la Revolución Francesa.
En relación con esto, no resulta irrelevante el hecho de que hoy el leninismo interpretado por Stalin, mientras que por un lado condena al nacionalismo como fenómeno ‘antirevolucionario’ en el área bolchevique, tiene por principio favorecer y ayudar al nacionalismo por afuera de su propia esfera, aun cuando se presente como anticomunista. La justificación táctica de esto es la disolución del denominado por ellos ‘imperialismo capitalista’. Pero hay también una aun más profunda y es que se percibe que el nacionalismo plebeyo y demagógico representa ya un grado de aquel proceso de colectivización, respecto del cual el bolchevismo constituye la última etapa.
Sin embargo, a pesar de todo esto, puede haber un significado de la nación que resulte positivo, anticolectivista, en modo tal de operar como premisa para un movimiento de reconstrucción. Allí donde los procesos de disgregación individualista, de internacionalismo, de estandarización, de proletarización tiendan a conducir hacia el reino de la pura cantidad, resulta evidente que reafirmar la idea de nación significa poner una barrera, un saludable límite; no obstante ello es necesario que dentro de este límite se produzca una obra ulterior de diferenciación cualitativa, con la reafirmación de las diferencias, de dignidades precisas, de relaciones, de jerarquía. Sólo así es como se puede volver a despertar un orden normal.
Mientras que en el primer caso la dirección del nacionalismo es la de un estado de masas, en donde a un determinado demos divinificado justamente como ‘nación’ le es dada una primacía incondicionada y se busca afanosamente cualquier procedimiento emotivo y pasional para reforzar este vínculo colectivo, en el segundo caso el ser de una determinada nación se convierte en la cualidad elemental que debe articularse en función de valores espirituales, éticos y políticos, así como también y en forma eminente en función de los valores de la personalidad dominadora. Puesto que si la nación vive en todos los pertenecientes a una determinada comunidad étnica, la misma no vive sin embargo en cada uno en el mismo grado y manera, es más, se actualiza en verdad solamente en muy pocos; y estos pocos, en los cuales la ‘nación’ vive real y eminentemente, son los Jefes. Es en éstos, hacia el vértice de la pirámide y no hacia lo bajo, en el ‘pueblo’ como unidad promiscua, que debe ser buscada la nación. Éste es el presupuesto para una idea sana, antidemagógica y constructiva del nacionalismo, de la nación comprendida como mito cualitativo y antidemocrático. Ahora bien esta dirección ya correspondió en su momento a un aspecto preciso de la doctrina fascista. El fascismo concibió en efecto a la ‘nación política’, es decir a la nación que es inconcebible por afuera del Estado, representando ella en el Estado a la simple materia, siendo aquí el Estado representado en vez como la fuerza unificadora, formativa y dadora de sentido al puro demos. Pero a su vez el Estado no puede ser concebido en modo abstracto e impersonal. El mismo se hace concreto en una élite, en un grupo de Jefes capaces de encarnar y de afirmar, según una precisa conciencia y en los modos de una acción eficaz, aquello que en los estratos inferiores, en el ‘pueblo’, vive sólo como potencialidad confusa y que no posee el crisma conferido por una cierta altura ética y espiritual.
No consideramos que poner bien en claro esta doble posibilidad del nacionalismo sea una cosa tan sólo teórica y peregrina. Hoy en día resulta una cosa de suma importancia práctica, si es que no se quieren descuidar las lecciones de un pasado reciente y funesto. Hacer uso hoy en día a los fines de una acción política del simple mito de la nación puede ser algo útil y necesario, dado el estado de postración y la disolución en que se encuentra la conciencia de los italianos. Pero al mismo tiempo sería necesario crear límites y marcos bien precisos. El hecho de que un cobarde o un traidor sea de nuestra misma nación no puede en efecto convertírnoslo en más cercano y hacerlo sentir a nosotros como perteneciente a nuestro mismo frente. En modo más preciso, si hoy se asoman exigencias varias de ‘reconciliación’ nacional, superar un inútil sectarismo no debe ser equivalente a promiscuidad: no es posible considerar a una sustancia como azufre, cuando la misma en una determinada prueba de reacción ha demostrado por ejemplo las cualidades del mercurio.
Bien sabemos en qué terminaron las frenéticas concentraciones de la ‘nación’ ante el Palacio Venecia. Bien sabemos que ‘nuestra estirpe’ es también aquella que se ha manifestado en los que traicionaron al Duce el 25 de julio y en el frenesí irracional de los crímenes y el sadismo de 1945. Todo esto no puede ser olvidado en nombre de un mito promiscuo de ‘nación’. En todo pueblo siempre habrá un subsuelo, consistente en fuerzas listas para desencadenarse cuando la pirámide se quiebra y el poder formativo y refrenador viene a menos. Esto la experiencia de ayer nos lo debe hacer recordar, tanto a nivel de doctrina como de praxis, a los fines de una dirección antidemagógica por la reconstrucción nacional.
Es hacia lo alto que debe mirarse, con firmeza y, digámoslo también, en manera inexorable. Una nación no resurge sino cuando la misma se despierta en la superior conciencia y en el poder de un grupo de hombres, en función más que de un Partido, de una Orden: hombres en los cuales, tal como dijéramos, la cualidad nacional se debe integrar con una determinada estatura interior sobre un plano ético y espiritual. Tan sólo en tal caso la base será firme, allí sólo el elemento ‘subterráneo’, irracional y no confiable del elemento masa y demos, fémina por excelencia, será contenido y ordenado y la función formativa y viril del verdadero Estado se podrá también manifestar.
El Meridiano de Italia, 13/11/1949
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