Monolito Maradona
Daniel Pem (México)Es un tanto simpática toda la efervescencia que se ha ido generando en torno a personajes tan espectaculares y míticos como es el caso de Diego Armando Maradona, una vida aturdida como lo que de ella hay en la velocidad de una carrera deportiva así sea en su relación con la fama, se expone de modo condensado en tres relatos centrales: su carrera excepcional como futbolista, el triunfo apoteósico que consigue brindarle al pueblo argentino a través de una copa mundial que termina arrebatándole a Alemania llevándose de paso a Inglaterra en los cuartos de final, y finalmente su decadencia simplificada en la particular afición por la cocaína.
Poco más o menos se sabe, más allá de quienes son hinchas y se encuentran realmente extasiados por su no muy compleja personalidad. Y ahora que él ha muerto, vuelve a renacer de manera paródica sobre aquella figura arquetípica de la monarquía –el rey ha muerto, viva el rey–, en la que la muerte simbólicamente le vino muy bien pues varios fanáticos pueden revivir el glorioso recuerdo de su triunfo por encima de los continuos escándalos a los que se expuso en sus últimos años.
Su muerte trajo en muchas personas esta radicalización de relatos, tanto de aquellos que lo ven como un dios cuya mano extendida pareciera acariciar en el cielo a su padre, como quienes no dejaron de señalar de forma socarrona su afición por las drogas y demás excesos. Un tercer grupo, desprendido temporalmente de este personaje, realmente no tendría mucho que decir al respecto ni tampoco interés en darse por enterado en lo relativo a la aciaga noticia que embargó a las generaciones precedentes, cuya relación monolítica con el espectáculo, es decir, vinculada totalmente con aquellos contenidos que expresaba incuestionablemente el televisor, afianzó este condicionamiento emocional. En tiempos de politeísmo simbólico manifiesto en una pantagruélica oferta de contenidos mediatizados, que no solamente han propiciado las viejas rupturas generacionales sino inclusive intergeneracionales, la muerte de un futbolista resuena con la muerte del televisor, ocaso del que algunos ni siquiera se han percatado, dejando con ello un distingo muy evidente entre dos paradigmas de comunicación masiva.
Maradona, como símbolo, posee la belleza de volverse cualquier cosa, posee la cualidad de engendrar un sentido de heroicidad en una Hispanoamérica derrotada, e incluso su propia vida puede utilizarse para mostrar dos espectros de un yo escindido, aquel que se encuentra magnificado a través de imágenes espectaculares, y ese otro yo, más extraviado, cuya degradación irónicamente se potencializa al dejarse arrobar por esa ilusión icónica presentada frente a sí mismo. Ese otro yo puede encarnarse en Alberto Fernández, el actual presidente de Argentina, cuya dignidad sirve para poco más que su ineficaz y pintoresca manera de conducirse ante sus conciudadanos, cuando les solicitó, con megáfono en mano, que debieran calmarse para acceder de modo ordenado al velorio del personaje que nos ocupa.
A modo de conclusión, no deja de ser sintomático que este gran ídolo haya triunfado en un deporte creado por los ingleses. De algo nos servirá el Diez, en calidad de consuelo, ante un hecho que puede condensar la suerte general de los hispanos: Argentina ganó la copa aunque haya perdido las Malvinas. Podemos seguir celebrando, que la sonrisa del desmoralizado no nos la quita nadie, sobre todo aquellos que nos enseñaron a seguirles el juego.
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