Los Dióscuros
LAS DOS RAZAS
I
Desde el momento en el cual el Hombre ha aparecido sobre la tierra
en su forma actual se han manifestado en él dos instintos profundos,
dos almas, dos razas permanentemente en lucha entre sí en una guerra
única cuyos opuestos objetivos tienen por nombre Espíritu y Materia,
Integración y Disolución.
Dos instintos profundos, pero significando en realidad, una clara y
luminosa vocación espiritual contrapuesta a un oscuro perderse de la
forma y de las sensaciones; dos almas, pero una de ellas de origen divino
y la otra tendiente a convertirse en subhumana; dos razas, pero una
es la raza por excelencia puesto que en ella el Espíritu tiende a unirse
a la Materia en una armonía perfecta y la otra, la raza de la horda y del
caos que brama ansiosamente perderse en las dimensiones ilusorias del
tiempo y del espacio.
¿Qué es pues el hombre? ¿Un animal que tiene por derecho propio
una jerarquía zoológica, o bien una “cosa” plena de “dignidad” y de
“sociabilidad”, que a partir de un oscuro pasado marcha hacia un “luminoso
porvenir”? ¿O quizás un prototipo ante litteram sobremanera
rudimentaria de los futuros Cyborg? En realidad y por suerte el hombre
no es nada de aquello que los conatos desesperados y corticales de seres
apagados y decaídos intentan imponer a masas siempre más hipnotizadas.
En toda aquella época y lugar en que existió una civilización normal el
hombre fue considerado no una realidad ontológica que posee valor
en sí mismo, sino un “estado”, un pasaje, un puente, un dramático
campo de batalla. Por encima de él, a lo largo de una dirección vertical,
se hallaban los héroes, los ángeles, los dioses y finalmente el Dios sin
nombre: por debajo se encontraban los quebrados y vencidos, los poseídos,
la animalidad, la disolución. Fue así y no de otra manera cómo
fue percibida y vivida la condición humana en toda Vía Espiritual, en
toda auténtica civilización, en toda religión y en cualquier otra manifes314
tación de la sabiduría tradicional. La acción humana tuvo siempre una
sola finalidad: la superación de un modo de ser que implica vínculo,
prisión, demonismo y muerte.
Nacer hombre era considerado como un privilegio, el más precioso
de todos lo dones: allí en donde cualquier criatura, desde la piedra hasta
el dios, poseía un destino ya prefijado, rígido e inderogable, hasta el
límite que a los mismos dioses les era necesario renacer como hombres
para poder ir más allá de su propia naturaleza inmortal, pero sin embargo
siempre condicionada, al hombre le era dada en vez una libertad única:
la de ser dios o convertirse en bruto. Sólo un límite se le había impuesto:
el de permanecer hombre, el de fijar y congelar la condición humana y
ello justamente porque el ser hombres no significaba ser reales, estables,
permanentes: detenerse significaba retroceder, el permanecer reducido
al propio estado era sinónimo de caída, amodorrarse como hombre implicaba
volver a despertarse degradados y a un nivel puramente telúrico.
Y más todavía, olvidar la propia condición totalmente particular en el
ámbito de lo manifestado, presumir de poder vivir como si no se estuviese
en el centro de una batalla, malgastar vanamente percepciones, sensaciones,
facultades intelectivas y todo aquello que forma el patrimonio
recibido en el momento del nacimiento, el cual no es fin en sí mismo, sino
medio de elevación y mutación, significaba inexorablemente aceptar la
“vía ancha”, el descenso, el fin del hombre comprendido como potencialidad
espiritual.
Este es el significado más profundo de las decadencias, de los ocasos
de las antiguas civilizaciones: en ellas un impulso hacia lo alto vino a
menos, una posibilidad fue abandonada. Cerrada la puerta de la superación,
no quedó sino el camino sin retorno, hacia abajo hacia un embrutecimiento
que se habría manifestado más tarde, por lo demás, incluso
en el cuerpo, dando lugar así a formas subhumanas.
Recordemos de este modo a la civilización egipcia: la misma tuvo
una duración milenaria y ha dejado vestigios insuperables, los cuales
sin embargo pueden compararse a una crisálida que se convierte en una
cáscara vacía cuando el insecto toma vuelo; a las civilizaciones precolombinas,
cuyo derrumbe puede ser comparado al de un mueble devorado
internamente por termitas al cual un ligero roce de la mano hace caer en
polvo: a Roma, la que se descompone lentamente como un gran cuerpo
privado de alma y finalmente a aquel Sacro Romano Imperio que cede
justamente en el momento en el cual habría podido convertirse en una
de las más grandes civilizaciones que la tierra haya conocido jamás.
En los individuos, en la elites, en los pueblos y en las razas, el origen
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de toda decadencia es debido al oscurecimiento progresivo del Principio
Superior, al venir a menos en la lucha, a la incapacidad de resistencia
ante una tensión que compromete totalmente.
Esto es para los que sucumben: para los otros, para los que van más
allá, no puede existir historia escrita o testimonios “científicamente” aceptables,
el campo de batalla se desplaza sobre un plano cualitativamente
diferente y permanecerá desconocido, no pudiendo quien permanece
en lo bajo comprender aquello que le es superior, por ley inexorable de
naturaleza.
II
Al ser el hombre un “estado”, el único fin que posee en el breve arco
de su vida es el de buscar adentro de sí aquel Grano de Oro, aquel principio
de conocimiento y de potencia que le dará la posibilidad de superar
la condición humana, liberándola de cualquier limitación, partiéndole
la capa de plomo que lo envuelve y que le impide llevar la mirada más
allá de su estrecho horizonte físico.
Todo lo que existe tiene sólo razón de ser como medio para esta tarea,
se trate de un Iniciado, de un guerrero, de un sacerdote, un artesano o
un mercader, el hombre debe dirigir todo átomo de sí mismo hacia esta
búsqueda y debe seguirla de acuerdo a los medios a su disposición, es
decir de acuerdo a su propia naturaleza. Una comunidad de hombres
diferenciados de acuerdo a una jerarquía orgánica y que tienen en común
exclusivamente este objetivo espiritual forma una civilización tradicional.
Cuando no sea cumplida tal búsqueda, cuando la dirección, la única que
cuente, sea perdida, el ser hombres no querrá decir más ser los últimos
en una jerarquía divina, sino convertirse en los primeros dentro de un
orden zoológico, primeros en cuanto a la inteligencia, en grado de cumplir
con cualquier prodigio físico, libres de agitarse por doquier, pero
inexorablemente arrastrados y atraídos hacia lo bajo, hasta hormiguear
dentro de miles de formas de vida inferior: no más creador de Dioses
sino progenitor de criaturas demoníacas, sin siquiera la conciencia del
propio y gradual embrutecimiento, sino con una especie de desesperado
y exaltado orgullo, que le dará a su vez la férrea seguridad de que el
camino que se recorre es el de un perfeccionamiento y de un progreso.
Se trata por lo tanto de dos razas: una en ascenso hacia los cielos y
la otra deseosa de disolución de sí misma y de los otros.
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Reveamos los mitos, las leyendas, las fábulas, estudiemos esta perspectiva
de la historia humana, hallaremos en lucha perenne a dos razas, a
terribles y grandiosas potencias de luz y de tinieblas, que quieren imponer
en modo total cada una de ellas la propia concepción del mundo. Allí
donde es la primera la que domina se encuentra el Imperio, el Orden, la
Jerarquía, la Virtud, el Rito, la guerra santa, el ascetismo, la fe. Luego
cuando por el cumplimiento de la propia misión, en razón del destino
del ciclo, o bien por renuncia y decaimiento, ésta viene a menos, he aquí
avanzar entonces desde lo bajo a la otra que frenéticamente quiere imponer
sus “valores”: la Horda, el Caos, la Nivelación, el embrutecimiento,
la gris escualidez, la disgregación del todo.
Pero puesto que todo inicio posee en sí el germen del final y toda
muerte presupone un nuevo nacimiento (no perteneciendo a esta tierra
la “perennidad”), así pues en toda concepción del mundo se encuentra
presente, en lenta e inadvertible coagulación, la concepción del mundo
contrapuesta. La Hélade de la Edad de los Héroes de Hesíodo posee en
sí el germen de la Grecia filosofante y profana de la decadencia, entre
las ruinas de una remota civilización megalítica y en medio de aquellos
etruscos que vivían tan sólo para prepararse para la muerte, como si
fuesen concientes de ser simplemente “mortales”, es trazado el mágico
y viviente cuadrado de Roma. Pulsaciones, ritmos, ciclos. La verdadera
y profunda historia del hombre no es por cierto una simplificadora línea
en regular ascenso, ni por suerte los acontecimientos se desarrrollan de
acuerto a los infantiles dogmas de la “cultura” oficial.
El que pertenece a la raza que tiende hacia lo alto siente, antes aun
de aprender, cómo acontece el transcurrir de los tiempos; es decir siente
que, cuan falange de valerosos que en forma repetida apuntan hacia la
conquista de una ciudadela, los hombres han intentado desde siempre
escalar los cielos.
La reconquista del reino perdido, el reencuentro de la sede central, la
reunión con los “Salvados de las Aguas”, el retorno a la Tierra Verde, el
reino que no es de esta tierra, la búsqueda del Grial desde siempre, desde
que existe la historia, desde que el hombre se ha encontrado aprisionado
en los cepos sofocantes de un cuerpo reducido a prisión, una raza, la
raza de los hombres, ha querido que se encontrara más allá y por encima
de sí, algo que tuviese un poder transfigurante, que hiciese volver a los
hombres a ser aquello que en realidad son: Señores de los Tres reinos.
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III
Al hablar de dos razas, raza del espíritu y raza de las tinieblas, sería un
deber definir qué se entiende por la una y por la otra, no sólo a través de
imágenes y alusiones, sino con rigor y precisión. Sin embargo ello escapa
al fin de este escrito. Dos autores, Evola y Guénon, han sabido tratar el
tema de la Tradición en modo tan claro y completo como quizás desde
siglos nadie lo había hecho: en particular el concepto de raza entendida
no como hecho exclusivamente biológico, sino sobre todo como raza del
alma y del espíritu, ha sido tratado por el primero con una rara eficacia.
Remitimos pues a Evola a todos aquellos lectores que, sensibles a una
realidad tan en las antípodas de aquella impuesta artificiosamente en la
actualidad, tengan necesidad de desarrollar un estudio vasto y profundizado.
Aquí daremos sólo algunas precisiones para consolidar los puntos
elementales ya afirmados.
La ciencia oficial, siguiendo el mismo esquema que utiliza para los
animales, subdivide a los hombres en razas, variedades y cruzas, reuniendo
el todo en la especie humana, la cual, a su vez, a través de una
serie de pasajes, nunca esclarecidos sino tan sólo formulados hipotéticamente,
derivaría del mundo animal. Esta, que al inicio era tan sólo una
hipótesis de trabajo, fue generalizada y codificada en el siglo pasado y
luego impuesta a todos, en particular en los últimos decenios, como un
hecho obvio y descontado.
Como ejemplos más aptos para hacer comprender el tipo de lógica
que utiliza la denominada oficialidad académica, tomaremos al Moisés
de Miguel Angel y la pirámide de Keops. Tras pormenorizados estudios
sobre la forma, análisis de microscopio de minúsculos fragmentos,
observaciones sobre las vetas y estudios sobre las leves modificaciones
aportadas por el tiempo y excluyendo cualquier factor que no sea
“concreto” y “objetivo”, tendría perentoriamente que afirmarse que la
estatua del Moisés “deriva” del mármol de Carrara, a partir del cual ella
ha evolucionado hasta adquirir la forma actual. Con respecto en vez a la
pirámide de Keops es suficiente con observar su forma y sus dimensiones
para entender enseguida que su origen se debe a una excepcional,
improvisa caída de piedras del cielo (a través de un huracán de singular
potencia o por una lluvia de meteoritos) por la que se han dispuesto en
esa manera y no de otra tan sólo por casualidad.
Quien razonara así sería considerado loco o por lo menos extravagante,
mientras que la descendencia del hombre del mono, demostrada en
318
manera análoga, es presentada como un parto de la más alta inteligencia
creativa.
La igualdad sustancial de las razas humanas es un corolario de la ley
sobre el origen de la especie. Las ramas de los Neanderthal, Cro-magnon
y similares, al separarse del tronco central de los primates y “convertidas”
en más inteligentes, se han difundido por toda la tierra, adaptándose a
todos los ambientes y generando así variedades que han dado lugar a
las diferentes razas.
Obviamente no queda excluída, entre las diferentes hipótesis de trabajo,
aquella según la cual, tras un congruente número de generaciones,
un esquimal transplantado al Africa adquiere caracteres negroides y
viceversa.
Las diferenciaciones raciales estarían dadas por lo tanto por factores
ambientales, climáticos, socio-evolutivos, por lo cual a condiciones similares
corresponderían los mismos hombres, prescindiendo de “obviables”
diversidades de piel y de carácter que tuviesen que subsistir.
Al no estar este breve ensayo dirigido a convencer a quien sienta
muy profundamente su origen animal, dejaremos a un lado al respecto
cualquier comentario. Agregaremos tan sólo que, en las sociedades tradicionales,
sin excepciones, mientras que no estaba en auge el concepto
de raza, la animalidad era sentida como una “caída” desde estadios superiores
y el cuerpo humano era considerado como la “vestimenta” de
un principio intelectivo espiritual, prisión oscura o templo de acuerdo
al estado en el cual cada uno llegaba a encontrarse.
El concepto de raza va por lo tanto tomado a préstamo de la ciencia
moderna, del mundo cultural y profano y del lenguaje común para enunciar
luego más eficazmente nuestros principios.
Para nosotros ontológicamente no existen razas sino sólo hombres
cercanos o alejados con respecto al centro espiritual, única y efectiva
Realidad viviente. Toda concepción racista que partiese del cuerpo o que
tuviese como soporte tan sólo el aspecto biológico del hombre no podría
sino ser antitradicional y por lo tanto absurda.
Resultará por ende claro que, entendiendo por dos razas a dos direcciones
opuestas, no hacemos coincidir el concepto de raza con la raza
ariana, la raza blanca, la negra y así sucesivamente. Más bien allí donde
un hombre se reencuentre a sí mismo o se dirija hacia la justa dirección
es en donde aparece la “raza” superior y, al contrario, cuando un hombre
se deja abandonar a los instintos más bajos o se aisle del cosmos real
para encerrarse en un mundo artificial y cerebral, como es el del “hombre
moderno”, entonces allí aparece la subraza.
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Entre los escandinavos, que se presentan físicamente como una raza
excelente, los que llegan a degradarse en un pansexualismo grotesco y al
mismo tiempo árido y cerebral, que se convierten en esclavos del alcohol
y de la droga, que en el límite, tienen como único medio para salir de la
jaula dorada del bienestar artificioso un oscuro suicidio, pierden su dignidad
de seres humanos, descienden por debajo de los mismos animales,
y ni siquiera son seres, sino que se convierten en “cosas” vendibles a un
hipotético mercado de esclavos, si es que fuese posible hallar a alguien
que adquiera tal mercadería.
Tribus de pieles rojas las cuales, rechazando la civilización moderna
como alienante, antihumana y contraria a la naturaleza, permanezcan
fieles a la propia tradición y a la propia sangre, al patrimonio ritual
heredado de los ancestros y defiendan tenaz como silenciosamente un
cosmos para ellos todavía viviente y vibrante de fuerzas y potencias, son
y permanecen en cambio como “raza” verdadera.
Afirmar que un blanco, por el mero hecho de ser blanco, será superior
a un bantú significaría absolutizar la forma externa y por lo tanto ser
superficiales: un blanco que, por ejemplo, se haya reducido al estado de
ser alcoholizado e invertido, no podría más desarrollar funciones de guía,
como en vez un hotentote o un bosquimano quienes, aun en el límite
más bajo tras milenios de crepúsculo y de degradación, defienden con
los propios ritos la “presencia” humana en sí, tendrán un mayor derecho
a llamarse hombres. Allí donde el señor desciende en degradación por
debajo de los siervos, queriendo al mismo tiempo mantener privilegios
meramente mercantiles, los siervos tienen el derecho de insurgir. Por
cierto, permanecerán siervos, habitarán un mundo hecho a su medida y
anhelarán, si bien sólo oscuramente, el retorno de “aquellos que saben”.
IV
También, y sobre todo en los últimos tiempos, vale la ley despiadada
pero justa de no defender a cualquier precio aquello que está perdido y a
quien se ha perdido, sino al contrario es necesario cerrar las filas de
aquellos para los cuales las pruebas de la edad última no son causa
de ruina y de muerte espiritual sino una ocasión para el redespertar.
El antiguo dicho: “aquello que no me destruye me hace más fuerte”
muestra su evidencia más dramática, en especial en los tiempos actuales,
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tiempos de disolución que preludian el inicio de un nuevo “saeculum”.
Vivimos en efecto en la última recta de la edad de hierro. Observad con
cuál velocidad las drogas se están difundiendo en todo el mundo, cómo
la presión demográfica se convierte en espasmódica e inversamente
proporcional a la cualidad considerada bajo todos los aspectos, cómo
las masas se encuentran siempre más estupidizadas y cómo en ellas se
anula a la persona: notad cómo una sexualidad, privada por lo demás
de cualquier intensidad, tiende a explotar en las formas más aberrantes;
cómo se desintegra la familia; cómo decaen y desaparecen, arrastrados
y fríamente destruídos, los Centros Tradicionales sobrevivientes; cómo
se amplían a desmesura las destrucciones de la naturaleza, cómo el decaimiento
intelectual, hasta el nivel de la subnormalidad, es aceptado y
querido; cómo las religiones se han reducido a parodias de lo sagrado,
con cuál frenesí histérico se vulgariza y se ensucia todo aquello que
pueda hacerse eco de valores superiores.
Un coro universal se escucha: cupio dissolvi!
No más ilusos, sino pobres tontos serían quienes pensasen que algo
pueda resistir y que el proceso de caída pueda ser amortizado. ¿Y por
qué? ¿por qué el estado de desorden tiene que durar más de lo que es
natural que dure? En este punto no pueden más admitirse hesitaciones:
es necesario que cada uno, sobre su plano según la función que le es
propia, acepte el rol de combatiente para la inminente confrontación
final. El resultado es cierto: el “Orden” y la “Virtus” volverán a reinar
sobre la tierra: para los otros, residuos del viejo ciclo, quedará la vida
larval, allá abajo en donde braman dirigirse, en la negrura, entre los
humanoides; consistiendo la verdadera libertad en dejar en efecto libre
a cada uno de seguir el destino que se ha elegido y de recoger los frutos
de la propia acción a la luz de la Verdad tradicional.
No apuntalar a cualquier precio construcciones en un tiempo magníficas,
pero hoy decadentes, no llorar por aquello que fue y que no podrá
más ser, no intentar penosas y artificiosas restauraciones, no perseguir
fantasmas de mundos de los cuales quedan sólo restos calcinados, sino
atenerse exclusivamente al propio instinto más profundo.
Allá, en el centro del propio ser, hay un punto firme, perenne, privado
de dimensiones que, individualizado y conquistado, permitirá la construcción
del Hombre de la Edad Aurea, del Hombre Nuevo que plasmará a
su imagen una tierra regenerada (véase Apocalipsis, 21-1: “Luego vi un
nuevo Cielo y una nueva Tierra porque el primer cielo y la primera tierra
habían ya pasado...”) y convertirá en viviente en sus símbolos y en sus
fuerzas aquella naturaleza que hoy aparece como tan inerte y sin alma.
321
Ahora, aquel Centro, en la raza “que va hacia lo alto” es sólo oscura
intuición, percepción vaga, instinto e inquietud por algo que parece no
estar más, una quimera que se persigue vanamente en el mundo externo,
una rabiosa agitación.
Calma, frialdad, desapego en la acción, serenidad olímpica (y por lo
tanto romana) clarificación intelectual, presencia a sí mismos, coherencia
hasta en las mas pequeñas acciones cotidianas, éstos pueden ser los
primeros pasos en la justa dirección hacia la conquista conciente de tal
Centro espiritual.
Estratificaciones de costumbres parasitarias, escorias anímicas,
estados de pesadumbre y de inercia esconden y sofocan aquello que
de más precioso se encuentra en nosotros; es pues un trabajo de severa
purificación el que debe ser cumplido aquí y por todos, sabiendo bien
distinguir, para decirlo con Evola, lo contingente de lo esencial.
La lucha contra el sistema es un “slogan” convertido actualmente
en un banal lugar común; ni hay que maravillarse por ello: todo esto
se hará “de moda”, siendo la horda siempre deseosa por copiarse y por
poseer, aun en forma arlequinesca como superficial. Esta “lucha contra
el sistema” debemos en vez conducirla de manera seria y radical, hasta
las extremas consecuencias, hasta poner al desnudo el mundo moderno
en todos sus aspectos, no excluyendo ninguno. Seamos capaces de ver
cuánto este “sistema” se encuentra compenetrado en nosotros mismos,
cuánto nos influye, cuánto nos esclaviza, hasta qué límite nos encontramos
narcotizados. No basta retener en manera sólo mental de pertenecer
a la “raza superior”, para que tal pertenencia sea efectiva.
Se debe llegar más bien al choque con el propio impulso interior,
ponerse a prueba, para ver si se es realmente capaces de despegarse
de una visión del mundo artificiosa y mentirosa, para ser y para
actuar verdaderamente como Hombres. Una vez acertada una vocación,
aun si inicialmente lábil, por una dirección vertical y que se haya
decidido recorrer la más difícil, es necesario iniciar una severa ascesis
intelectual para liberarse de toda superestructura mental. Si este trabajo
será conducido con el debido rigor (y para ello no es necesario leer una
enorme cantidad de libros sino meditar bien unos pocos, especialmente
elegidos), a poco a poco nos liberaremos de la pesada manta de percepciones
y pensamientos totalmente inútiles y dañinos, el mundo externo
se nos revelará en lo que realmente es: una babel para la vista y una
cacofonía auditiva, privada de significado, de realidad, de vida y se
llegará a adquirir un primer desapego efectivo de la realidad que
nos rodea.
322
En tanto tal clarificación intelectual es siempre más profundizada, se
comience por observar las propias acciones, el desarrollo de la propia
vida en todos sus aspectos, de los más elevados o reputados como tales
a los más modestos y banales y se note la “acción” del mundo sobre
nosotros, cómo se padecen pasivamente los mil estímulos impuestos
desde lo exterior y se comience a ejercer concretamente un desapego,
que deberá convertirse en espontáneo y natural.
Todo ello debe proceder sin mutaciones exteriores, la routine cotidiana
procederá como ayer, pero hoy será diferente la cualidad del
propio accionar.
La raza de los antiguos Arya se distinguía de los residuos de las
precedentes civilizaciones, que hallaba durante sus migraciones hacia
el sur, por una cualidad innata ya llamada solaridad olímpica, que no
significa otra cosa que toma de posesión conciente de sí y de la realidad
circundante. Allí donde eran padecidos pasivamente los espejismos de
la vida, de la naturaleza y de los instintos, en donde un panteísmo pasivamente
místico enturbiaba las mentes y cultos maternos y femeninos
representaban la máxima expresión espiritual, Hombres, para los cuales
el Centro y el Eje no estaban aun perdidos, supieron transmutar todo
aquello en cualidad viril, dominando un mundo que parecía no esperar
otra cosa que renacer a nueva Vida. La misma decadencia se encuentra
en el mundo actual, los nombres y las formas del derrumbe son tan sólo
diferentes, pero la sustancia es idéntica, como idéntica es también la espera
inconciente y angustiosa de la liberación del estado de petrificación
al que ha llegado el Hombre tras largos siglos de decadencia y de caídas.
Pero no será por cierto rectificado y reconducido al Eje que no vacila
por hombres que se limiten a un mero intelectualismo de salón, o que
manifiesten confusas instancias sociales (y por ende místico-femeninas),
o bien se agiten en la búsqueda de fantasmales espacios políticos o preparando
revolucioncitas quijotescas.
Vanos activismos, descompuestas emotividades, romanticismos
decadentes, reacciones descomedidas, se deje todo esto a quien lo ha
inventado justamente para perder al Hombre, para reducirlo a paria:
volverse a levantar, resurgir interiormente, darse una forma, crear en
sí mismos un orden y una rectitud, he aquí lo que en vez se impone.
Se lo repite todavía para que no haya excusas en quien lee: es necesario
empezar un radical proceso de transformación interior, la acción
de pasiva como es se volverá ahora en activa, será conciente y meditada,
una mirada calma y severa nos acompañará a lo largo del arco de la
jornada y será la de un yo renovado sobre el cual la sugestión hipnótica
323
del mundo vendrá gradualmente a menos. Apuro y agitación deberán
ser abandonados, completa soltura en lugar de rigidez que muchas veces
suplanta como coartada una interna debilidad, ni se llegue a un compromiso
consigo mismos fingiendo encerrarse en una torre de marfil en la
cual se espera el último derrumbe, el dicho justo sea en vez: “si cae el
mundo, un Nuevo Orden ya está listo”.
V
Habiéndose asegurado que la propia actitud es genuina, y habiendo
percibido que en la propia sangre y en cada fibra del propio ser se vibra
en la manera justa y que no podrá más ser de otra manera, tras haber
cumplido el proceso de clarificación intelectual del cual se ha hablado,
y haber realizado un desapego preliminar de aquello que nos atrapa
exteriormente, se comenzará a mirarse alrededor en la búsqueda de los
propios semejantes para luego unirse a ellos; no para “agitarse”, sino para
estudiar y practicar una severa ascesis de la acción por la cual se deberá
evitar cualquier plebeyo e histriónico exhibicionismo.
Cuando hombres preparados para cambiar su vida, de cualquier parte
ellos provengan, cualquier experiencia hayan tenido, comenzarán a unirse
y a concentrarse hacia un solo objetivo, entonces comenzará a delinearse
una Orden, una Orden de Hombres que, en silencio, se expandirá inexorablemente,
preparando contemporáneamente en su interior una élite en
mayor medida diferenciada y articulada, espartana en la vida a llevar,
privada de necesidades superfluas, impersonal en la acciones a cumplir.
Es luego necesario que quienes sienten tal vocación para la lucha
por el nacimiento de la Orden se liberen de toda tendencia hacia el
aislamiento individual y hacia el encierro en pequeños grupos.
El aislamiento individual conduce, muchas más veces de lo que se
crea, a una aridez interior, a una abstracción de la realidad por la cual
la íntima esencia de la Tradición no es más sentida como una fuerza
viva, vibrante en lo profundo del propio ser e independiente de aquellas
formas contingentes con las cuales se ha revestido, de vez en vez, en el
curso de los siglos. Fatalmente tales formas contingentes, actuales o
remotas, tienden a ser llenadas de sustancia ilusoria de parte de los
que están aislados, hasta ser confundidas por la Tradición misma;
de lo cual no puede emanar sino una adhesión a instituciones que
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no conservan de tradicional nada más que vestigios.
Entonces comienza una lenta caída, un ofuscamiento de la visión
intelectual, un apagarse del fuego interior, a lo que le seguirá fatalmente
una pasiva adhesión a chatas ideologías del momento, la apertura siempre
más condicionada hacia el mundo moderno y finalmente la muerte
espiritual o, ateniéndonos a la figuración preestablecida, la degradación
en la raza inferior.
A la misma triste conclusión serán conducidos aquellos seres aislados
que quisiesen renunciar a comprometerse en la Revolución Tradicional,
contando sólo sobre una presencia en sí mismos cual don inalienable.
Ellos deben tener bien presentes las características propias de las últimas
fases de la Edad de la disolución, durante las cuales, a través del
venir a menos de la misma, ya de por sí relativa, estabilidad del componente
psico-físico del hombre, se va realizando, de acuerdo a ritmos
siempre mas rápidos, una manifestación propia y verdadera, aun en el
plano externo, de las “fuerzas de lo bajo”, de modo tal que el estado
de masificación total, que ya posee dimensiones planetarias, puede ser
asimilado a un verdadero y propio estado de obsesión y posesión. En el
tiempo en el cual los demonios de la mente se funden en una legión
única con los demonios del mundo, también la Pequeña (exterior)
y la Grande (interior) Guerra Santa tienden a coincidir; de aquí la
extrema problematicidad, en la actual situación existencial colectiva y
singular, de la acción aislada. “Existe quien no tiene armas, pero el que
las tiene que combata. No hay un Dios que combata por aquellos que
no están en armas” Tal es la invitación a la lucha dirigida por el maestro
pagano Plotino.
Por lo que además respecta a la clausura en pequeños grupos, sospechosos
o inclusive hostiles el uno respecto del otro, bastará observar los
tristes resultados a los que han arribado los que se han formado hasta
hoy: disoluciones, esclerosis, infección ideológica; lo mismo acontecería
también en el futuro no siendo posible ninguna resistencia cuando llega
a faltar vinculación y armonización en una superior unidad. Lógicamente,
no conociendo, es más, repugnándonos, cualquier aglomeración
colectivista, la Orden que debería nacer en el frente de la Tradición, no
podría nunca conducir a una nivelación planificada: desde los comienzos
se debería tener cuidado en dejar la máxima libertad de expresión a
las cualidades de cada uno, de acuerdo a la propia aptitud fundamental,
para que cada uno ocupe el lugar y la función que siente como propia.
En esta unión efectiva, en donde el impulso central será exclusivamente
espiritual, en donde la tarea primera de todo militante será el
325
mejoramiento de sí mismo, en donde finalmente la actividad inmediata
y urgente será la recuperación de los elementos más calificados, no
podrá existir el peligro del endurecimiento y la fascinación siniestra por
la organización sin alma. Así también toda programación burocrática
será vana e inútil; cuando un número suficiente de hombres estará listo,
la Orden se consolidará espontáneamente. Es superfluo, si no dañoso,
pensar ahora en formas y modalidades de acción, tratándose de cuestiones
contingentes que apartan de lo esencial; es fundamental ahora
preparar a los hombres, seleccionando y poniendo en contacto entre
sí a aquellos que pertenecen a la misma raza del espíritu.
Ni tampoco es todavía el momento para una competencia con las
fuerzas dominantes, para reconducir hacia la justa dirección a aquellas
turbas que parecen ya privadas de instancias supramateriales: esto será
hecho en el momento oportuno. Puesto que una llama enciende a otra
llama debemos en vez dirigirnos por ahora a los mejores, suscitar
en ellos entusiasmo, activar su voluntad, volver a darles confianza,
barrer con superestructuras de falsos mitos, resistencias, personalismos,
coartadas, hesitaciones y recuperar a quien por error busca la
Vida en las modernas tumbas, indicándoles en la formación de una
Orden la vía de la verdadera salvación.
Arribando luego a otras consideraciones, debemos recordar que, mientras
el hombre que no se ha aun iluminado a sí mismo, se distingue por la
facilidad con la que cae en los engaños que la subversión le tiende bajo la
forma de cientificismo, evolucionismo, psicoanálisis, progresismo, etc.,
y todo aquello que día tras día es horneado por las centrales pseudoculturales
modernas, el Hombre que por naturaleza o tras una larga lucha,
se ha orientado hacia el centro de su verdadero Ser, reaccionase en vez
intuitivamente, en la manera justa, “sabe” antes todavía de aprender
aquello que es recto y lo que es desviado, aquello que lo puede elevar
y lo que lo puede embrutecer.
Ello sin embargo no lo dispensa de un trabajo de profundización
cultural de los valores tradicionales que, además de tener un valor en sí
mismos, es indispensable para aquella obra de transmisión de la verdad
a quienes la buscan, aun si sólo sobre el plano de una vocación más
espontánea que conciente.
Otra coartada de la subversión es aquella de que “antes” se tiene
que pensar en satisfacer las necesidades materiales, proveyendo a dar
lo necesario a todos (y también lo superfluo), “antes” hay que hacer
progresar la investigación científica, “antes” se tienen que resolver todos
los problemas que se presentan o se presentarán al hombre relativos a la
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existencia física, al mundo y al futuro: y después, pero mucho después,
se podrá pensar en los problemas del Espíritu. Se trata de una excusa
tan vulgar que puede ser sólo aceptada por espíritus desprovistos e ingenuos,
o bien por quien tiene necesidad de una justificación semejante
para poder continuar a vivir en la orgía de los sentidos y de la materia,
en la medida que se siente incapaz de otra cosa.
El “antes y después” no es en vez ni siquiera discutible, en cuanto
el primer deber de cada hombre verdadero es de apuntar a salvarse a sí
mismo, a sanearse a sí mismo, a dirigirse a sí mismo hacia el Espíritu.
Sólo cuando habrá hecho esto podrá ser de verdadera utilidad para el
prójimo en cuanto la acción, para ser verdaderamente eficaz, debe emanar
de una reconquistada fuente espiritual y no de condicionamientos emotivos,
de complacencias exhibicionistas, o de algún otro tipo de veleidad
simplemente humana y por ende profana.
Debe agregarse que habitualmente aquellos problemas que hoy son
considerados fundamentales y de importancia absoluta, revisten para
nosotros un carácter insignificante o de simple consecuencia: esto debe
ser subrayado puesto que el antes y el después no es una cuestión
secundaria, sino algo que escarba un abismo inagotable entre dos
grupos de hombre.
Queda por hacer una última observación sobre la postura a tomar,
en el momento actual, en lo relativo a la política activa. De lo que hasta
ahora se ha escrito tendría que resultar evidente que nuestra lucha, al ser
una lucha espiritual, comprende en sí todos los planos y no puede por
lo tanto identificarse o limitarse al solo plano político, que permanece
y permanecerá sólo como un instrumento para la creación de aquel
ambiente apto para que fuerzas de lo alto se manifiesten hallando
Hombres en los cuales no han prevalecido las tinieblas.
Es bueno por lo tanto precisar también que el peligro no consiste en la
acción política en sí misma, que, es más, es uno de los modos normales
de exteriorización de la Acción tradicional, el peligro reside en vez en
conducir una acción política tal como hoy es habitualmente comprendida,
es decir una actividad que se encuentra privada de cualquier influencia
formativa desde lo alto y que es por ende incapaz de convertir en operante
un mundo de valores superiores.
Lo que importa es que Hombres llamados a la acción política puedan
siempre referirse a tales valores metapolíticos, que pueden ellos solos
iluminar siempre y en todas partes cualquier actividad concreta.
Cuando esto sea lúcidamente comprendido, resulta bien claro lo que
debe ser hecho y se revela como sea necesario, también bajo tal aspecto,
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un Centro de cultura metapolítica y tradicional que recoja a su alrededor
a los elementos más calificados, que deben operar ante todo en aquellos
ambientes con mayor posibilidad de redespertarse al llamado de lo que
supera a los pequeños ideales en los que se han apoltronado hasta hoy
aun varios elementos de un indubitable valor.
Una acción de guía en lo que se refiere a tales ambientes es no sólo
oportuna, sino incluso necesaria, en cuanto el primer objetivo a alcanzar
es la toma de conciencia de aquellos Valores espirituales que deben ser
atribución de una verdadera Derecha, de modo tal de conducir a aquellos
que se han hasta ahora batido sólo “en contra de algo” (las tropas de la
subversión) a batirse “por algo”, y por lo tanto por la creación de una
verdadera Civilización en grado de rescatar al hombre del demonismo
de lo colectivo, reconduciéndolo hacia la justa dirección, que es la espiritual
por excelencia.
Es por lo tanto evidente, también por todas las consideraciones
hasta ahora desarrolladas, cómo pueda ser estéril la actitud de quienes
consideraran degradante salir de cerrados encuadramientos sin futuro,
casi como guerreros que rechazaran salir de la fortaleza para combatir
al enemigo a campo abierto.
Hay en vez un desafío a recoger, digno de quienes se llaman Hombres:
es el de reclamar en el mundo, haciéndose sus portadores, aquellas
fuerzas espirituales, sin las cuales cualquier intento de reconstrucción
sería puramente ilusorio o incluso, al faltar la justa orientación, podría
ir a favorecer a la misma subversión, aquella subversión que querría
ver a estas Ideas-fuerza congeladas y embalsamadas, un pasto privado
y restringido de áridos y cerebralizados eruditos.
Una lucha política así comprendida que no prevarique de estos límites,
podrá convertirse en seria y constructiva para aquellas individualidades
que, apartándose en primera línea deberán para su acción basarse en
aquello que posee el hombre de más precioso: la lucidez de la vista y de
la mente y la integridad del corazón y de la actitud interior.
VI
Con lo que hemos escrito hasta ahora hemos querido en forma sintética
delinear un cuadro de la situación general, proponer una línea de
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conducta para considerar aquellos elementales puntos firmes que cada
uno debe poseer para llamarse verdaderamente Hombre y actuar como tal
y, en fin, hacer mención a algunas modalidades para la formación de una
Orden. En especial para este último punto ha sido necesario ser genéricos
para evitar fáciles ilusiones, peligrosos entusiasmos o la reafirmación,
también en esta circunstancia, de una manía activista.
La creación de una Orden, que debería ser el presupuesto fundamental
para la preparación de un renacimiento espiritual, presenta tales
caracteres de problematicidad, como para hacerla aparecer como una
tarea extremadamente ardua y a ser desarrollada en un arco de tiempo no
breve. Los hombres que se empeñarán en tal empresa deberán siempre
tener presente que la acción exterior, por más importante que la misma
parezca, no sólo está subordinada a la búsqueda interior del “Eje que no
vacila”, sino que es también y en primer lugar un instrumento de esta
última y que deberá permanecer así en cualquier circunstancia de la vida
para que siempre se esté del lado de la Verdad. El principio a adoptar
siempre, toda vez que estímulos urgentes y acuciantes nos vengan desde
afuera, no podrá pues ser sino: “apurarse con calma”.
Como conclusión debemos reafirmar que la Edad del hierro en la cual
vivimos no es una mordida paralizadora y un final de todo y de todos
como muchos de nosotros reputan: es por el contrario la hora antelucana,
aquella hora en la cual los espíritus débiles vienen a menos no
resistiendo a las sugestiones nocturnas o reputando a la noche como
perenne y en la cual en vez los espíritus fuertes se preparan para
la Aurora que ya sienten cercana por miles de señales desconocidas
para los demás.
La edad del hierro es también la edad de los héroes, de quienes hasta
ahora se han mantenido firmes a pesar de todo y sin compromisos, que
han sabido resistir a las sugestiones y no han confundido fuegos fatuos
con luz solar, que han permanecido de pie ante todas las pruebas. Sólo
que ahora no es más suficiente con mantenerse de pié y esperar, pues de
tal manera el acto, de heroico, se convertiría en místico y pasivo.
Se trata de tomar conciencia del Lugar y de la Hora, de volver a
tomar las armas, no ya para una simple resistencia, sino para la batalla
del mañana para la cual es necesario prepararse con absoluta seriedad.
Sólo del hombre y exclusivamente de él dependerán las elecciones
futuras: un nuevo ciclo no comenzará en efecto fatalmente como una
nueva mañana porque si no hubiese más individualidades dignas de
recibir el Espíritu en el momento de su nueva manifestación, entonces
sobrevendría la noche perenne.
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Pero si todavía quedan Hombres y éstos se redespiertan y se dirigen
a sí mismos hacia la búsqueda de la fuerza transmutante del Espíritu,
entonces esta Edad oscura, perdiendo el carácter exclusivamente disolutivo,
se convertirá sobre todo en la Edad de los Héroes, en preludio de
un posible renacimiento de la Edad de Oro en la Tierra.
Al ser nuestro deber altísimo y el único en ser intentado, al haber
venido a menos toda otra posibilidad de restauración o corrección de lo
que ya se está muriendo, deberemos medir nuestras fuerzas y certificar
cuan profunda sea nuestra voluntad para una transformación existencial.
A través de la actitud de quien sabe haber cortado los puentes detrás
suyo y clausurada por lo tanto cualquier posibilidad de un retorno a la
normalidad, halláis en vosotros mismos las cualidades del hombre de
raza que son: coraje, rectitud, fe, virilidad, compuesta dignidad; con el
control de la mente, de los instintos, de la acción, Hombres reintegrados
en la Tradición estarán listos.
Entonces nacerá la Orden, la Orden para una Edad de los Héroes.
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