LA SUPERSTICIÓN DEMOCRÁTICA
Con seguridad a las generaciones futuras, cuando juzguen a nuestra
época, les costará muchísimo no reírse a carcajadas de aquellas supersticiones
en las cuales hoy en día se cree de manera dogmática y fervorosa aceptándose
como verdades irrebatibles lo que no son sino cosas absurdas y fácilmente
refutables por parte del sentido común más elemental.
Les sucederá a ellos algo parecido a la gracia que nos causan aquellas
tribus primitivas que, haciendo tronar el tambor, están convencidas de que
hacen llover a raudales agua de los cielos.
Hoy en día rige la religión democrática la cual, a diferencia de otras
que creen en entidades trascendentes, tiene una fe ciega y fanática en cosas de
carácter inmanente aunque no por ello menos abstractas como ser la famosa
‘voluntad del pueblo soberano’. El demócrata está convencido -y en función de
ello dispuesto a perseguir con duras inquisiciones a quien cree en lo
contrario- que en el fondo los seres humanos son iguales y que las que aparecen
en cambio como desigualdades son el producto de circunstancias de hecho y de
‘injusticias’ violatorias de un derecho sacro que se encuentra inscripto en la
naturaleza de cada uno en razón de una milagrosa y sabia ley preexistente. Y
que el mejor modo de hacer brotar tal igualdad esencial postergada y
‘reprimida’ es a través de un rito colectivo propiciatorio que es el voto
universal en donde, debido al carácter sagrado del mismo, esto es una cierta
armonía preestablecida que lo rige, de la misma manera que un dios que gobierna
sabiamente el universo resolviendo en forma positiva sus contradicciones más
agudas, se hace en modo tal que la ignorancia y el desconocimiento de la partes sobre temas
esenciales relativos a las grandes cuestiones del Estado se conviertan en
cambio en sabias y atinadas decisiones, del mismo modo que dejando actuar al
mercado ‘libremente’ los egoísmos singulares se convierten sin más en acciones
de bonanza y bienestar universal.
Los distintos sacerdotes y teólogos democráticos difunden con fanático
fervor su fe por diferentes medios. Están convencidos de manera incontestable
de que, en razón de tal milagrosa ley, cuanta más democracia e igualdad haya,
mayor será el beneficio y progreso de la humanidad en su conjunto. Y en tanto
creen que lo superior brota de lo inferior están dispuestos siempre a otorgar a
esto último los mayores de los privilegios generando de este modo y sin darse
cuenta una más odiosa desigualdad de la que existía antes. Esto lo hemos visto
días pasados con la ley que otorga el voto a los niños de 16 años que fuera
aprobada entusiastamente por la casi totalidad de los políticos. Es de destacar
que los que se opusieron lo hicieron con el argumento de que ello se hacía
porque los mismos son más manipulables que los mayores de 18 años, lo cual es
tan relativo como aquel otro argumento que afirma que la madurez es simplemente
una cuestión de edades. Pero lo interesante del caso es aquí que, en razón de
este culto que se hace hoy en día de lo que es inferior en lo cual se
encontraría depositada secretamente la verdad y solución de males y problemas,
resulta ser que dicha ley otorga a tales niños privilegios que en cambio no
poseen los adultos. Por ejemplo según la misma un niño de esa edad estaría en
condiciones de resolver si vale la pena participar o no de un acto electoral,
privilegio del que en cambio no gozaríamos los mayores que, en razón de nuestra
fascista condición de no haber sido capaces de percibir tal verdad revelada, se
nos debe obligar a votar en tanto no podríamos como los niños, no contaminados
por el error, discernir cuándo se lo debe o no hacer.
Una situación similar se la había vivido tiempo atrás con la ley del
cupo femenino. Resulta ser que una vez más, como la sociedad habría sido
desigualitaria en cuanto a los sexos y ‘machista’, se habría visto postergada
la situación de la mujer excluyéndola de las funciones políticas de
representación y parlamentarias, por lo cual se estableció un cupo obligatorio
de mujeres entre los candidatos sin importar, de la misma manera que en el voto
universal, si las mismas están o no capacitadas para el ejercicio de tal
función. Pero justamente en razón de este culto de lo que es inferior, una vez
más por ley se estableció una nueva desigualdad. Resulta ser que el cupo fue
puesto únicamente para las mujeres pero no así para los hombres en modo tal que
en un mañana no sería ilegal un parlamento compuesto solamente por mujeres,
cosa que en cambio estaría prohibido si se diese lo contrario. Efebocracia y
ginecocracia es pues aquello a lo que conduce necesariamente la sociedad
democrática en tanto sus sacerdotes creen fervorosamente en el carácter creador
del caos.
Sin duda alguna que nuestros descendientes se reirán a carcajadas o se
sorprenderán de que tales cosas puedan haber sucedido, nosotros por el
contrario las tenemos que padecer.
Marcos Ghio
19/11/12
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