CABALGANDO EL TIGRE EN 2014
EN VÍSPERAS DE LOS 40 AÑOS DE LA MUERTE
DE JULIUS EVOLA
“No he logrado cambiar al mundo, pero lo que he podido hacer es que
el mundo no me cambie.” De este modo podía haberse despedido de esta vida
Julius Evola hace 40 años. Sus palabras finales también podrían haber sido las
que siguen.
“El ‘mundo’ me ha querido convencer en todos estos años de que formaba
parte del mismo, de que era uno de sus tantos átomos intercambiables, que debía
asimilarme a él convirtiéndome en producto socializado, quizás en un profesor
universitario o en un buen burgués, pudiendo finalmente percibir las virtudes
de vivir en democracia, es decir, en el menos malo y por lo tanto más mundano
de los sistemas posibles. Pero no lo ha podido hacer en mi caso a pesar de
todos los esfuerzos empleados por convencerme de lo contrario.
Ello ha sido porque he tenido siempre la certeza de que la existencia en
la que nos encontramos sumergidos, que para el ‘mundo’ es una circunstancia
fatal y cuyo sentido no va más allá de ella misma, aun para los que hablan de
una futura y paradisíaca, en mi caso en cambio se trataba de una prueba, de un
combate duro y acérrimo que se debía sobrellevar desde el mismo momento en que
se alcanzase la convicción respecto de que no había sido un hecho casual el
encontrarnos aquí, en este cuerpo, en esta patria, en esta circunstancia y
lugar; cuando se hubiese arribado a saber de que sólo se podía ser
verdaderamente libre siendo ‘uno mismo’, sin estar sometido a bozales, esto es,
a justificaciones respecto de nuestros limites y cobardías, a ‘explicaciones’, a
veces de lo más rebuscadas y estentóreas, respecto del por qué precisamos
puntos de apoyo que eviten el derrumbe de nuestro ser.
En cambio yo estaba convencido de que, así como no tenía la necesidad
de ser explicado, nadie tampoco nos había entregado la existencia, de que yo no
era el producto azaroso de un abrazo nocturno por el cual, de repente y sin que
se me hubiese consultado nunca, se me hubiese lanzado repentinamente a esta vida;
que habíamos sido en cambio nosotros mismos quienes habíamos elegido hacerlo,
en un tiempo que está más allá de este tiempo, en una tierra que se encuentra
en moradas lejanas que no alcanzan a ser percibidas por el ojo común. A
diferencia de otros, cuando tomamos tal decisión, fue porque estábamos cansados
y saturados de la situación de ser inmortales, es decir, de vivir en un tiempo
que no tiene fin y que se repite ilimitada y repetitivamente sin alcanzar a
concluir nunca. No queríamos estar en una dimensión en la que al día le
sobreviene necesariamente una noche y a un invierno el calor de un verano, en
el que nuestros cuerpos se regeneran siempre en distintas partes, las que que
se suplantaban como dientes de leche. Nos sentíamos cansados como Adán de tal interminable
transcurrir. Sabíamos a lo que nos arriesgábamos. Había que tener el coraje
suficiente como para cruzar un gran mar por nuestros solos medios, a sabiendas
de que en la travesía, es decir en el momento en que resolvimos encarnarnos, se
nos iba a producir también el olvido de tal decisión trascendental y entonces
podíamos llegar a extraviarnos y simplemente morir sin poder resucitar. En
algunos casos se nos informaba, por parte de quienes habían debido regresar
derrotados, que había tiempos en los cuales las pistas existenciales, a través
de mitos, símbolos y ritos, nos iban a señalar un camino a seguir
permitiéndonos así ‘recordar’ el por qué nos encontrábamos allí y nos
permitirían evadirnos de todos los cantos de sirena de las diferentes
ideologías exaltadoras de la ‘vida’ y de las virtudes de la especie en cuyo
pellejo nos habíamos encadenado por decisión propia y en función de un fin
superior, pero era también posible que los frutos alcanzados no hubiesen sido
los verdaderos y que se hubiese producido en cambio un simple retorno al punto
de partida generando ello una situación de desgaste irreversible. Y eso era lo
que nos decían quienes habían podido regresar sin morir pero sin tampoco haber
alcanzado la eternidad, lo cual era aun más grave pues había generado un estado
de desidia. Porque ser inmortales no es lo mismo que ser eternos. La eternidad
es el ser, en cambio se puede ser inmortal en un mundo que deviene
ilimitadamente y sin final alguno a su alcance como aquél en el que nos encontrábamos
y del que nos queríamos ir.
Pero se decía también que, así como en una tormenta, la ola más alta es
aquella que puede tanto hundir un navío como conducirlo en cambio con más
rapidez hacia la otra orilla, aquellos que hubiésemos resuelto existir en la
edad mas sórdida de todas, en razón de su contraste absoluto con el mundo del
ser, podíamos ser capaces de alcanzar sea los mejores frutos como así también
la posibilidad de hundirnos del todo y morir sin poder resucitar.
Desde que tomé tal decisión de estar en la Edad del lobo y del hierro en
sus etapas más sombrías y desde que fui capaz de cabalgar el tigre y de no ser arrollado
en la tormenta por la ola más alta, pude percibir a mis espaldas cómo los
ángeles envidiaron que hubiese sido capaz de tomar la decisión de participar
simultáneamente de dos naturalezas: la mortal y la inmortal, a diferencia de
ellos que tenían en cambio una sola, sin llegar a perder ninguna y poniéndolas
en el orden adecuado. Algunos de éstos, más osados y ofuscados, utilizaron sus
poderes sutiles paralizando mi cuerpo desde la cintura para abajo, pero mi
espíritu no se quebró, por el contrario pudo descubrirse y conocerse así mejor,
tal como lo escribiera en mis principales obras creadas todas ellas a partir de
un cuerpo inválido.
Quise decir siempre lo mismo desde tradiciones varias. Tal como
manifestara mi predecesor del siglo pasado, (ahora lo estoy haciendo desde el
siglo XX), ‘el hombre es algo que debe
ser superado’, he hecho hasta lo imposible por superar y vencer a la democracia,
es decir el fruto que mejor expresa el carácter del hombre moderno, esa
verdadera caricatura de ser, aquel que mi maestro calificara con razón como el ‘último
hombre’, la especie inexterminable del pulgón. Es el sistema que sustenta tal
espécimen en su propia condición, es el que venera a lo meramente humano
exaltando su dimensión caduca, el que promueve la paz vacuna y promiscua del
bienestar, el que iguala y masifica. Mi vida entera ha sido una guerra acérrima
por derrotar a ese yo inferior y democrático que como todos he tenido adentro
de mi mismo al encarnarme a fin de que se enseñoree en cambio el superior, a
fin de que el espíritu doblegue y gobierne a la materia.
Que se vuelva pues a despertar en todo el sentido de la aristocracia, de
mandar y de obedecer. Que exista pues un orgullo en las dos cosas. Sólo quien
es capaz de gobernarse puede gobernar al resto. Este orden se refiere a las dos
grandes guerras que debemos sobrellevar por adentro y por afuera de nosotros
mismos. En Italia luché para que la raza aria y romana del hombre fascista
doblegue a la mediterránea y democrática. Y especifiqué también que ser ario no
significa ser un hombre blanco, como manifestaran distorsionadores modernos de
tal concepto, sino un renacido, es decir un sujeto que ha logrado vencerse a sí
mismo a través de un segundo nacimiento de carácter espiritual, aquello que
Sócrates nos recordaba a través de la mayéutica. En cada lugar en donde se está
existe esta disyuntiva a llevar a cabo. Que el hombre tradicional doblegue al
hombre moderno en una verdadera guerra interior y exterior. Adentro de sí mismo
ello se llama ascética, y por afuera es la guerra de civilizaciones….”
En fin, estas y otras cosas más podría haber dicho Evola en el momento
de morir. A los que estén interesados en seguir escuchando estas indicaciones
invitamos a la reunión evocativa que se realizará en Buenos Aires el próximo 11
de junio, día de la muerte del Maestro en lugar y horario que se informará. A
aquellos que por razones de distancia no puedan concurrir se les harán llegar
los conceptos vertidos.
Marcos Ghio
18/05/14
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