viernes, 12 de diciembre de 2014

DE PLATÓN A EVOLA:
CABALGANDO EL TIGRE



En estos días habrá de producirse el relanzamiento a nuestra lengua de una de las obras esenciales de Julius Evola que es Cabalgar el tigre, texto que tradujéramos hace 15 años y que fuera publicado por Ediciones Heracles en una edición más limitada y para un público especializado. En tanto que junto a Metafísica del sexo se trata de la obra más compleja de nuestro autor y que puede dar lugar a algunas imprecisiones respecto de su sentido último, hemos querido aquí señalar algunos conceptos esenciales a fin de que la misma, al tratar de lanzarse hacia un público más vasto, no dé lugar a confusiones. Así como Metafísica del sexo no debe ser comprendida como una manera de hallar un justificativo para incurrir en el demonismo por tal actividad  propio de la modernidad en sus momentos terminales, pero dándole a ello un pretendido barniz tradicional, pasa exactamente lo mismo  en un plano superior de la acción con Cabalgar el tigre. Algunos han querido ver en la misma un justificativo para la propia inercia y resignación ante un mundo moderno tan vertiginoso y poderoso frente al cual no habría forma de contrarrestarlo, sino simplemente lograr en un plano interior que ‘aquello contra lo cual nada puedo no pudiese nada en nuestra contra’. Lejos de significar simplemente tal cosa y si bien es cierto que Evola se mostrara pesimista en su momento respecto de posibilidades inmediatas de rectificación de los acontecimientos, no debe en modo alguno esta obra caracterizarse  por la formulación de una especie de escapismo respecto de las posibilidades de la acción y un mero justificativo para sumergirse en el fatalismo respecto de la irreversibilidad del final del mundo moderno al cual se lo termina finalmente aceptando. Para evitar tal mala interpretación y teniendo en cuenta que esta obra fue escrita especialmente para élites de hombres que, aun participando de este mundo, en lo interior no se sienten como formando parte del mismo, sino en cambio como gestores de su proceso de disolución, hemos querido dar las precisiones que señalamos a continuación.

                                                           I

Existe una línea de pensamiento que parte desde Platón y que ha formulado filosóficamente el siguiente aserto: el hombre es su alma y ésta, desde el momento en que decidiera encarnarse, ha padecido el olvido de tal situación, sucediendo que, por haberse tratado de realidades opuestas y contrastantes, hubiese acontecido algo así como si, tras recibir un impacto tremendo, se le hubiese generado un estado de extrañamiento y olvido absoluto respecto de las razones por las cuales resolviera encontrarse aquí. La existencia consiste pues para el filósofo griego en un incesante preguntarse y en un tratar de resolver respecto del sentido que ha tenido esta decisión trascendental de haber resuelto estar en este cuerpo, en este lugar, en este tiempo, es decir en un esfuerzo por poder recordar, que es la tarea propia y esencial de la filosofía. Aunque la mayor parte de los hombres y de los filósofos nunca llegan a formularse esta pregunta esencial y, luego de escasas indecisiones y dudas, terminan resignándose con prontitud a su situación aceptando la condición en la que se encuentran como una fatalidad irreversible de la que no sólo es imposible escapar mientras se permanezca vivo, sino tampoco dudar.
Esta actitud en la que ha caído la mayoría ha consistido en atribuir esta decisión de encarnarse a una potencia ajena a nosotros mismos, tal como puede ser la misma Vida, por lo que, a veces con cierta dosis de resignación, deciden dejarse llevar por ésta para poder ser ‘felices’ y a su vez ésta, en tanto su ser consiste en regenerarse ilimitadamente, sería aquella que nos habría lanzado aquí con la finalidad de perpetuarse utilizándonos como simples medios para tal fin. Pero también los hay aquellos que dando un paso más en tal cavilación y pretendiendo diferenciarse de los hombres vulgares, aunque sin salirse de tal situación de resignados, consideran que ésta no es la única entidad posible, sino que existen otras ‘superiores’, de carácter ‘metafísico’, es decir que trascenderían lo que es meramente visible. Los mismos se han dividido a su vez en dos bandos diferentes: por un lado están los que atribuyen tal cosa a un Ente supremo de carácter personal al que denominan Dios, el cual habría resuelto crearnos junto a la vida misma, la que ha puesto a nuestra disposición por un acto de voluntad propia, pero en cuya decisión, de la misma manera que en el caso anterior, nosotros nunca habríamos intervenido ni tampoco habríamos sido consultados, encontrándonos así de golpe y ‘desde la misma nada’ ante esta realidad existencial. Y por otro están también aquellos que atribuyen tal decisión superior a otras entidades pero esta vez impersonales, sino entes universales, tales como la Historia, la Sociedad, la Raza, la Geopolítica, el Sexo, etc., todas las cuales, también para llevar a cabo sus fines, nos habrían utilizado como sus mediaciones propias, en donde una vez más nuestra voluntad última resultaría subordinada o inexistente corriendo el riesgo, en caso de querer evadirnos de tal situación, de ingresar al reino de la nada o de la infelicidad.
Todas estas posturas, a pesar de sus diferentes contrastes, representan modos diferentes de señalar una misma situación: que el sujeto no es libre sino que sólo lo sería limitadamente dentro de los marcos de un ente que se le sobrepone y que condiciona y determina en su existencia, la cual termina simplemente siendo un producto de una causa superior, llámese ésta Dios, o aun la Vida misma, o cualquier otro ente impersonal. Esta situación que es contraria a lo formulado por Platón y que fuera graficada magistralmente en forma crítica en La República al narrarnos el debate por el cual los prisioneros encadenados de la caverna cavilaban respecto de la dimensión y sentido diferente que tenían las sombras que se les presentaban proyectadas en la pared de la prisión y a las que ellos se veían reducidos, no cuestionándose respecto del por qué y de la razón por la cual se encontraban encadenados y del lugar hacia donde se deberían dirigir, terminó coronándose en la formulación contundente de un filósofo que representa la cúspide y culminación de tal condición moderna (una forma de pensar en la cual diferentes modalidades del ser que no somos nosotros determinan a nuestro yo). ‘Todo lo real, es decir lo que existe, es racional y todo lo racional es real’, o también que ‘todo lo que es ha debido ser así forzosamente’.  Dios y la Vida no son pues cosas contrastantes, sino que todo estaría regido por una sabia inteligencia que haría en modo tal que necesariamente nos condujésemos por el buen camino, significando ello que si el sujeto quería ser explicado y pretendiera hallar el fin hacia el cual dirigirse debía hacerlo reconociendo el devenir dialéctico y contradictorio de la historia que se desenvolvía fatalmente, en medio de tropiezos y conflictos, hacia un fin último necesario y del cual nunca podríamos evadirnos: el triunfo del bien sobre el mal, de la razón sobre la sin razón, de la civilización sobre la barbarie. Aquel que quisiese salir del proceso y que se irguiese ante el mismo en rebeldía sería reputado sin más como una conciencia infeliz, ahistórica y generaría las mismas carcajadas que suscitaran a los prisioneros encadenados aquellos que le hicieran ver que tal condición no significa libertad, sino esclavitud e impotencia.
Algunos pensadores intentaron reaccionar en contra de tal optimismo propio de presos encadenados. Este mundo en el que vivimos no necesariamente es el mejor de todos los posibles, no nos dirigimos obligatoriamente hacia un fin superior que plenifique y gratifique a nuestro ser, no existe un Dios que se ocupe especialmente de nuestro bien luchando en lugar de nosotros para salvarnos y hacernos felices. Tales fueron los casos arquetípicos de Schopenauer y de Nietzsche a fines del siglo XIX quienes cuestionaron este optimismo por la Idea formulado en la culminación de la filosofía moderna por Hegel. Pero Nietzsche erradamente atribuyó a Platón la causa de tal desvío así como también al cristianismo, al que calificó despectivamente como platonismo del pueblo, al haber sido el generador de alucinógenos consistentes en duplicaciones inútiles y esquizofrénicas de lo real que funcionaban como evasivos respecto de nuestro ser, de la misma manera que todos los demás fetiches modernos. Esta misma temática fue recogida por el existencialismo y por su consecuencia última que es la postmodernidad, filosofía propia de los tiempos últimos y terminales, pretendidamente opuesta a la modernidad, pero, tal como veremos, su consecuencia última. Para éstos, siguiendo tal orientación, desde Platón hasta Hegel, pasando por todos los movimientos que transcurrieron en el proceso de la historia universal, el sujeto habría sido anulado en su libertad y esclavizado a entes superiores a él que lo mediatizaron. Pero estos movimientos ignoraron la gran diferencia que existiera entre la metafísica de Platón y las desviaciones modernas. En Platón el yo en cuanto alma, lejos de armonizar con lo existente, pretendiendo explicarse, se yergue frente al mundo y a la vida a los que no acepta como fatalidad, sino en cambio como su propia creación, como el lugar que ha sido elegido especialmente para poder trascenderse, reconociendo un fin ulterior al mismo que ha sido puesto por nosotros. En cambio los movimientos postmodernos, inspirados principalmente en pensadores existencialistas como Heidegger y Sartre, consideran a la existencia como un dato fatal e independiente de nuestra voluntad, concordando en esto con los movimientos modernos posteriores por ellos criticados. Esto lo ha hecho notar un pensador olvidado del siglo XX que es Julius Evola en su obra magistral Cabalgar el tigre, que en estos mismos días se reedita en nuestra lengua. De acuerdo a tal óptica Postmodernidad (en este caso a través de la expresión del existencialismo) y Modernidad no discreparían en lo esencial. En ambos el yo es un simple objeto que se encuentra en este mundo sin haber sido consultado y habiendo sido lanzado allí como el producto de una fatalidad. Podrá el ‘existencialista’ discrepar con el moderno al considerar que esta situación no se resuelve en ‘relatos’ que lo expliquen y trasciendan haciéndole olvidar tal situación de mortalidad en la que se encuentra lanzado, pero el hecho indubitable es que sea el moderno como el postmoderno concuerdan en la circunstancia de que en ningún momento hemos resuelto estar aquí, sino que existir ha sido un acto ajeno a nuestra voluntad como el producto azaroso de un abrazo nocturno en donde nosotros nunca resolvimos, habiéndosenos así lanzado aun a pesar nuestro. La diferencia estriba en que mientras que el moderno, en tanto no se ha cuestionado por tal situación, no ha renunciado plenamente a la metafísica, es decir a la formulación de una instancia superior a la mera existencia, el postmoderno en cambio considera que en esta misma, en su situación limitada y mortal, debe encontrarse el sentido propio, el cual debe ser asumido y vivido como si se tratase de un verdadero y propio absoluto. De allí pues la exaltación del presente, del carpe diem, que como bien sabemos resulta ser una realidad efímera e irreal, pues al decir de San Agustín, es tan sólo una línea ideal trazada entre lo que ya fue y lo que aun no es, ya que en el mismo momento en que estamos diciendo la palabra presente ya nos encontramos en el pasado.
Frente al moderno y su consecuencia, el postmoderno, se yergue aquí como alternativa el hombre tradicional, el platónico propiamente dicho. Para éste la vida no nos ha sido impuesta ni como un don ni como un castigo, sino que nosotros la hemos elegido y la existencia consiste en hallar las razones últimas de tal elección trascendental efectuada antes de la existencia misma. Así pues si la metafísica propia de la modernidad lo ha reducido todo a esta existencia o en todo caso a una postexistencia, el platonismo propio de la Tradición pone en cambio el eje en una preexistencia, en un antes en donde, si bien intuido por el existencialismo cuando se cuestiona respecto de quién nos preguntó si queríamos vivir (Sartre), la diferencia estriba en que tal decisión fue nuestra y no una cosa impuesta. Nuestra alma era inmortal en tanto que no conocía el mundo de la muerte consistiendo su condición propia en un tiempo infinito e ilimitado que nunca tenía fin. Para salir de tal condición y alcanzar un plano superior, el de la eternidad, en donde no existe ni el devenir ni la sucesión temporal, ella debía hacerse efectuando un acto de conquista, pasar pues por el mundo de la muerte, o por aquello que conocemos como esta vida, lo que podría significar tanto una mera conclusión (el ser para la muerte propio del existencialismo), como también una purificación y un cambio de estado. Allí debíamos sobrellevar un gran combate y un desafío en el cual podían existir dos resoluciones posibles: o ser arrastrados por la vida y ésta es la condición moderna, en cualquiera de sus variantes posibles, o trascenderla, venciendo las limitaciones materiales y temporales impuestas a nuestra especie y en esto último es que consiste la vía de la Tradición.

                                                       II

Si la vida es concebida como un combate y no como la situación estable y fatal a la que nos debemos resignar, se trata pues de formular el modo en que éste debe llevarse a cabo. El hombre de la tradición se yergue frente al mundo a la manera de un estratega, como un general que debe conquistar una fortaleza enemiga. En primer lugar de lo que se trata es de abatir el estado moderno de extrañamiento que se nos ha impuesto y penetrado como un lastre desde el mismo momento en que hemos resuelto encarnarnos  cayendo así en el olvido. Doblegar aquellas limitaciones temporales y materiales propias de nuestra especie consiste pues en ello la gran tarea ascética de cabalgar el tigre. El tigre es la representación simbólica del mundo moderno y el acto de cabalgarlo indica la tarea de dominarlo sin que éste nos arrastre en su vorágine. Pero sería absurdo si tal lucha se formulara tan sólo en nuestra propia interioridad pues en el estado de eternidad al que se aspira no existen los límites entre lo interno y lo externo, entre lo objetivo y lo subjetivo, entre el pasado y el futuro. La gran guerra interior debe ser solidaria con la gran guerra externa. Se trata pues de llevar a cabo un gran combate para doblegar al tigre representado por mundo moderno sea en lo interno como en lo externo de nosotros mismos.
Aquí es donde Evola encuentra cómo esa línea platónica de pensamiento ha estado presente en las grandes religiones, en especial en su núcleo esotérico fundamental. No rechaza pues como Nietzsche a los ‘platonismos del pueblo’, en tanto concibe a la religión como un gran movimiento social compuesto por diferentes jerarquías de seres, tal como formulara Platón nuevamente en La República. Se encontraban en su cúspide aquellos que saben y por debajo de éstos aquellos que simplemente creen sin poder ver ni comprender las verdaderas razones, pero en el fondo todos los seres que la componen se dirigen hacia el mismo fin consistente en el triunfo de la trascendencia, de lo sacro sobre lo profano, de Dios sobre lo simplemente humano y efímero. La religión es pues el camino hacia lo trascendente que es la dimensión negada por  el mundo moderno. Los hombres que saben y que alcanzan a conocer la propia alma comprenden que esta vida no es todo, sino simplemente un tránsito que ha sido elegido en función de elevarse y trascender y que el mismo es vivido por cada uno en manera diferente. Están los que comprenden la totalidad y el porqué y los otros que solamente lo intuyen a través de la fe, pero en los dos casos el camino es el mismo. Sin embargo una de las características esenciales de los tiempos últimos y terminales es que, en razón del impulso universal asumido por el movimiento moderno, en la religión la elite de los que saben ha sido suplantada por una simple burocracia sin metas superiores y afincada en el fondo en valores puramente mundanos, tal como sucede en nuestros días con las diferentes manifestaciones modernistas, en especial la católica. Entonces lo que acontece es que las mismas han perdido totalmente su sentido superior y sería incluso preferible que no existiesen para nada. Por ello ante esta situación de hecho en la cual las grandes religiones han perdido a través de sus élites dirigentes su rol de ser el lugar que agrupa a los hombres de la tradición es cuanto más debe establecerse un diálogo y acuerdo interreligioso entre los exponentes metafísicos de las mismas a través de lo que nuestro autor recomienda adhiriendo a la consigna de unidad trascendente de todas las grandes religiones y tradiciones espirituales. Ante el gran frente moderno establecido en organismos internacionales como la ONU o los grandes encuentros ecuménicos interreligiosos, pero comprendidos en un plano mundano y secular, debe establecerse un gran acuerdo entre todas aquellas élites de las más diferentes extracciones espirituales en donde el valor suprema sea lo que es más que vida por sobre la simple vida, la búsqueda de la eternidad por encima de los valores temporales. Ser capaces de obtener tal meta esencial que es también de carácter ecuménico y universal pero en un sentido metafísico, es la otra manera de poder cabalgar el tigre.

Marcos Ghio


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