En tiempo cercano se reeditará en nuestra lengua la fundamental obra de René Guénon, Crisis del mundo moderno. Esta vez la misma contará con la introducción de Julius Evola que saliera en su versión italiana por el mismo traducida. Es interesante destacar aquí cómo en esta introducción Evola, a diferencia de Guénon, se manifiesta pesimista con respecto de la superioridad que podría denotar el Oriente en materia de civilización tradicional respecto del Occidente. Y en todo caso si de lo que se trata es de asumir una concepción crudamente cíclica habría que decir que Oriente está hoy ingresando con más impulsos que el mismo Occidente degradado en aquello que hace a la más sórdida decadencia de la modernidad, cosa por la que este último ha transitado desde hace más tiempo y por lo tanto se encontraría más cerca del final que el Oriente tan mistificado por Guénon. Está pues clara aquí la idea de que en el mundo oriental, especialmente por lo que acontece en países como la India y en China (y agregaríamos también el Japón) es decir el universo del budismo y el brahamanismo la tradición se ha perdido al menos en la superficie, quedando quizás recluida en pequeños círculos carentes de cualquier influencia en el devenir histórico y social. Sin embargo tal cosa no habría acontecido totalmente en el mundo árabe musulmán, el cual solamente se encontraría, en el momento en que Evola escribío este texto, en estado de desorden el cual podría llegar a revertirse, tal como a nuestro entender acontece en nuestros días con fenómenos tales como el fundamentalismo.
INTRODUCCIÓN A 'CRISIS DEL MUNDO MODERNO' DE RENÉ GUÉNON
En la plenitud de su sentido la
palabra ‘revolución’ comprende dos ideas: en primer lugar el de una rebelión en
contra de una determinada situación; pero en otro sentido se trata de una idea
de retorno, de conversión, por lo cual en el antiguo lenguaje astronómico la
revolución de un astro significaba su retorno al punto de partida y su
movimiento ordenado alrededor de un centro. Y bien, tomando el término
‘revolución’ en este sentido, puede decirse que en el mundo actual son pocos
los libros que sean de manera tan resuelta ‘revolucionarios’ como los de René
Guénon. En efecto, en ningún otro autor es tan decidida e inatenuada como en él
la rebelión en contra de la moderna civilización moderna de carácter materialista,
cientificista, democrática, profana e individualista. Pero, al mismo tiempo, en
ningún otro autor de nuestros tiempos es tan precisa y consciente la exigencia
de un retorno integral a aquellos principios que, por encontrase por encima del
tiempo, no son ni de ayer ni de hoy, sino que presentan una perenne actualidad
y un valor perenne de carácter normativo, constituyendo los presupuestos
inmutables para toda grandeza humana y para todo tipo superior de civilización.
Este segundo punto diferencia netamente a Guénon de todos aquellos que, desde
hace un cierto tiempo, se han entregado a denunciar el ‘ocaso del Occidente’,
la ‘crisis de la cultura moderna’ y así sucesivamente, temas éstos que, luego del derrumbe
acontecido con la segunda guerra mundial, se vuelven a presentar con renovada
fuerza. En efecto todos ellos, sean Spengler, Massis, Keyserling. Benda, Ropps,
Ortega y Gasset o Huizinga, vanamente se podría hallar un sistema de puntos de referencia
que justifique y convierta en integral su crítica; las suyas no son sino reacciones
confusas y parciales: a pesar de su carácter reaccionario y anacrónico. Y no
hablemos luego del nivel sobre el cual se encuentran las denominadas tendencias
‘contestatarias’ contemporáneas con sus diferentes corifeos, partiendo de
Marcuse y de Horkheimer. De todo esto no es el caso en Guénon. Es por tener una
conciencia de lo que es positivo, pero en un sentido superior y normal que él
ataca las diferentes formas del espíritu moderno. Y en él no se trata de
‘filosofía’ y de posturas en mayor o menor medida personales, sino de
concepciones que se remiten a una tradición en el sentido más alto y universal
del término. Se trata de todo un mundo que él vuelve a evocar como medida,
mundo del cual el Occidente ya desde hace tiempo ha olvidado no solamente la
dignidad, sino casi la misma posibilidad de existencia. Así en Guénon hay una
acusación y al mismo tiempo un testimonio. Y en cuanto al estilo de él emanan
totalmente todos aquellos elementos que permiten aparecer como ‘brillante’ e
‘interesante’, como para poder conquistarse al público corriente compuesto de
literatos y de ‘intelectuales’. El punto de vista que él pretende defender no
es el de la ‘novedad’ y de la ‘originalidad’, sino el de la verdad pura e
inatenuada; y ésta es la razón no última por la cual, a pesar del nivel
infinitamente diferente, Guénon, aun teniendo entre nosotros un número no
irrelevante de lectores, no es conocido y leído como los autores antes
mentados. Aquello que él dice de válido, es bueno repetirlo, no es un producto
del pensamiento, sino que corresponde a lo que habría podido decir un hombre de
los tiempos denominados por Vico como ‘heroicos’, un representante de una
‘conciencia de lo alto’: respecto de la cual no hay nada que discutir, sino que
se trata de reconocer o rechazar, de decir que sí o que no.
La obra desarrollada por Guénon
en una serie de libros es vasta y orgánica, y aquí no es el caso de asumir sus
temas principales. Procediendo de un constante punto de vista, que es el
‘metafísico’ propio del ‘tradicionalismo integral’, la misma re refiere a los
dominios más variados: símbolos, mitos, tradiciones primordiales,
interpretación de la historia, morfología y crítica de las civilizaciones,
iniciación, fenómenos religiosos y pseudoreligiosos, esoterismo, ciencia tradicional
del ser humano, doctrina de la autoridad espiritual, etc. Todo esto que se
encuentra en la obra que Guénon ha desarrollado con una preparación sin igual y
con un método nuevo en tanto que es decididamente antimoderno, por tener como
constante objeto la ‘tercera dimensión’ de una realidad que el lector percibirá
que no ha conocido anteriormente, sino tan sólo de manera superficial. La
presente obra es quizás aquella que a la mayoría puede servir como introducción
al estudio de los otros libros de Guénon, en modo tal de conducir gradualmente
a aquel que se siente con vocación para tener contactos directos con el mismo
‘espíritu tradicional’. Un cuidado especial por parte del autor ha sido el de
no descuidar nada de lo que en lo relativo a sus principales ideas pudiese
hacer surgir malentendidos. Sin embargo es posible que por la naturaleza misma
de sus concepciones y por la necesidad de usar palabras lamentablemente
influidas por un uso corriente diferente, en una lectura no atenta algún punto
de este texto se preste a equívocos, los que es buenos que sean prevenidos
aquí. En segundo lugar, aparte de los principios generales, hay formulaciones
que convierten en oportunas algunas reservas, no siendo las únicas posibles partiendo
de los mismos puntos de referencia, es decir de los de la Tradición. Para el
primer punto, no será inútil subrayar que si Guénon declara que su punto de
vista es ‘metafísico’, al término ‘metafísica’ no debe dársele el significado
corriente otorgado por la filosofía moderna. Guénon usa al mismo tiempo en
forma recurrente los términos ‘intelectualidad’ ‘élite intelectual’, ‘intuición
intelectual’: esto tampoco nos tiene que llevar al equívoco, del mismo modo que
no debe hacerlo cuando habla de ‘principios’ en un sentido que muchas veces
podría hacernos pensar en el racionalismo. La elección no siempre muy feliz de
tales términos no debe desviarnos de lo esencial. La referencia debe en
realidad hacerse respecto de un orden esencialmente supraracional. El hablar de
‘intelectualidad’ puede justificarse tan sólo para hacer alusión con una
analogía a una forma de participación, de realización y de contacto con
contenidos superiores que posean caracteres de lucidez, de claridad, de
‘conocimiento’ en oposición a todo lo que es irracionalismo, confuso
misticismo, intuicionismo instintivo y vitalista. En el sentido guénoniano, el
orden ‘metafísico trasciende toda facultad simplemente humana: pero es real y
nos podemos integrar al mismo cuando se sigan aquellas vías de superación de la
condición humana en general que toda gran tradición ha siempre conocido y que
nada tienen que ver con las especulaciones filosóficas y las divagaciones
‘espiritualistas’. Aquello que Guénon denomina ‘intelectualidad pura’ es una
facultad a la cual le es dado, entre otras cosas, captar en una evidencia
directa la unidad fundamental y trascendente de las enseñanzas, de los símbolos
y de los principios que en las diferentes tradiciones históricas y en los
diferentes pueblos han revestido formas variadas y a veces en apariencias
incluso contrastantes. El tradicionalismo de Guénon es pues diferente de aquello que comúnmente se entiende por
tradición: se encuentra respecto de la misma en las mismas relaciones en las
cuales lo universal se encuentra respecto de lo particular, lo idéntico y
esencial respecto de las variedades contingentes de la una y la otra expresión.
Al punto de vista de Guénon le es propia la valorización de una tradición que
aun si fuese augusta, no por ello la misma tiene importancia por lo que tiene
de cerrado y de particularista, sino por aquello que en la misma remite a un
contenido metafísico presente también, en otras formas, en una mayor o menos
integralidad, a toda otra tradición digna de tal nombre. Se trata de un
tradicionalismo ‘esotérico’ y no empírico.
Un punto que en Guénon reclama
sea clarificaciones como reservas se refiere al problema de las relaciones
entre la contemplación y la acción. También el término contemplación puede
generar un equívoco; dado su sentido corriente, a pocos puede sugerir aquello
de lo cual se trata, es decir la positiva vía de retraimiento en la realidad
metafísica, a la cual se ha hecho mención. Se pensará en vez en formas
religiosas, alienadas respecto del mundo y la oposición declarada por Guénon
entre contemplación y acción quizás reforzará el equívoco. La afirmación de la
primacía del ‘conocimiento’, de la ‘contemplación’ y de la ‘intelectualidad’
por sobre la acción es en Guénon explícita. ¿Puede la misma valer sin reservas?
De acuerdo a nosotros, tan sólo en la medida en que lo que es inferior y que debe
ser subordinado sea la acción desconsagrada y materializada, aquella que puede
definirse más bien como agitación y fiebre que como acción verdadera en cuanto
a su ser privado de cualquier luz, de cualquier sentido verdadero, de cualquier
principio: en suma, se trata aquí de la acción tal como ha sido concebida por
el Occidente moderno. Pero desde el punto de vista de los principios la
cuestión es más compleja y las posturas sostenidas por Guénon, sea en éste como
en otros libros, se resienten más de su ‘ecuación personal’ que de deducciones
unívocas recabadas de la doctrina tradicional integral. Para esclarecer este
punto, que resulta esencial también para las relaciones entre el Oriente y el
Occidente, hay que recordar que los dos símbolos de la contemplación y de la
acción han estado siempre en relación, en forma respectiva, con el elemento
sacerdotal y con el guerrero o regio. Ahora bien, es doctrina tradicional,
admitida por el mismo Guénon, que en su origen los dos poderes, el sacerdotal y
la realeza guerrera, eran una misma cosa. Tan sólo en forma sucesiva se arribó
a un separación e incluso a una oposición. Pero si ello es así, sea el uno como
el otro término, sea al sacerdocio como a la simple realeza, sea al ‘brahman’
como al ‘kshatram’, por lo tanto también sea a la contemplación como a la
acción, debe reconocérseles un mismo carácter subordinado; ambos se encuentran
a igual distancia del punto originario y en consecuencia, a nivel de los
principios ninguno de los dos puede reivindicar una absoluta supremacía
respecto del otro, y el uno como el otro puede ser susceptible de servir de
base para una obra eventual de reintegración, de superación de la antítesis, de
reconstrucción de la unidad originaria que es al mismo tiempo conocimiento y
acción, sacralidad y virilidad guerrera. Ahora bien, la forma mentis que era propia de Guénon cual individuo le impidió
reconocer en estos términos las consecuencias de una doctrina que él también
admitía. De allí el carácter para él indiscutible de la tesis por él defendida
respecto de la incondicionada primacía de la intelectualidad y de la
contemplación; de allí también el desconocimiento de las posibilidades que también el mundo de la acción
(comprendido sin embargo en sentido tradicional y no en el moderno) contiene
para una posible reintegración. Esta limitación incide, y de manera no
irrelevante, sobre todo aquello que Guénon dice respecto de los presupuestos de
una posible reconstrucción del Occidente. La tradición única, aun siendo una en
su esencia, admite formas variadas de expresión y de realización en
correspondencia con las disposiciones específicas de los pueblos para los
cuales ella debe valer. Ahora bien Guénon reconoce que en los pueblos de
Occidente predomina la tendencia hacia la acción. Si ello es así, no se ve cómo
él pueda afirmar que la única forma de tradición que se hizo posible para el
Occidente sea la de tipo religioso (entre otras cosas, ello puede valer sólo
para una época relativamente reciente y prescindiendo del carácter complejo, no
simplemente ‘religioso’, gibelino, del Medioevo occidental, y sin hablar de la
romanidad antigua); en segundo lugar, aparece como problemático que, nuevamente,
una tradición de tipo religioso y, en forma más general, una tradición a la
cual le sea propia la afirmación de la primacía del conocimiento sobre la
acción unilateralmente considerada sea la única base concebible en la
eventualidad de una reconstrucción del Occidente. Es evidente que, en esta
eventualidad, una tradición que, aun teniendo carácter metafísico, se vinculase
a símbolos de la acción sería aquella que, por ser congenial con la
calificación predominante en Occidente, podría actuar en forma eficaz y
orgánicamente. Aunque sobrevendría el inconveniente de que se plantearía el
problema de las formas tradicionales no extinguidas que por una obra de tal tipo podrían ser utilizadas. Tal
dificultad parecería menor en la otra alternativa, gracias a la subsistencia
del catolicismo. Pero los condicionamientos que el mismo Guénon ha tenido que
indicar para que el catolicismo pueda abocarse a tal tarea y propiciar una
reconstrucción tradicional del Occidente son suficientes como para convencerse
del carácter utópico de tal planteo. Por lo demás Guénon tuvo ocasión de
confesarnos que la alusión al catolicismo él se había sentido obligado a
hacerla, sin por ello ilusionarse demasiado respecto de las reacciones que
podrían acontecer en los ambientes católicos. Las cuales efectivamente han sido
totalmente negativas, debido a la dirección que ha predominado en Occidente y
que hoy luego, en el contexto del clima del ‘aggiornamento modernista’, lo son más que nunca. Esto conduce a
precisar también el concepto de la élite que podría actuar como centro para una
eventual reconstrucción del Occidente. El término usado por Guénon es ‘élite
intelectual’. Aun estableciendo las anteriores precisiones respecto del sentido
especial dado por Guénon a la intelectualidad, aun considerando sus menciones a
formas indirectas, invisibles e imponderables de acción de las que puede
disponer una élite de tal tipo (como ha acontecido con ciertas sociedades
secretas), no se puede evitar la impresión de algo abstracto o casi restringido
a estudios y a teorías. Y donde se acepte aquello que se ha dicho respecto de
la oportunidad de hacer valer para el Occidente, sobre todo una tradición que tuviese como punto de partida a los
símbolos de la acción, creemos que un concepto sumamente más apropiado sería el
de Orden, tomando como ejemplo a las Órdenes que existieran sea en el Medioevo
europeo, como en otras civilizaciones. En la Orden puede vivir una tradición
incluso iniciática, aunque conjuntamente con una formación de carácter viril,
que se expresa en un preciso estilo de vida y en un contacto más real con el
mundo de la acción y de la historia. Es extraño que en las referencias
múltiples que Guénon hace a civilizaciones tradicionales, en éste como en otros
libros, el Japón sea totalmente descuidado. Esto una vez más debe explicarse
con la idiosincrasia personal de Guénon, que en todo aquello que es tradición
ha sido llevado a dar la preeminencia a un ideal de tipo brahamánico y de puro
conocimiento. Ahora bien, hasta el día de ayer el Japón presentaba un modelo
interesantísimo. El mismo se había modernizado en lo externo, para fines
defensivos y de ataque, conservando sin embargo en lo interno una tradición
milenaria; esta tradición, afín bajo múltiples aspectos con la del Sacro Romano
Imperio, se centraba más en los símbolos de la acción, de la casta guerrera y
de la realeza que en los sacerdotales, y justamente el concepto de Orden, como
una aristocracia guerrera integrada por elementos sacrales y en algunos casos
incluso iniciáticos (el Zen, además del Sintoísmo), tenía allí un papel
importante, en especial en la casta de los Samurái que constituía la espina
dorsal de aquella tradición.
Por último vale la pena mencionar
el significado que hoy en día el Oriente puede tener para el Occidente. Tal
como se verá, Guénon sustituye la antítesis Oriente-Occidente por la de mundo
tradicional y mundo moderno. Las formas del mundo tradicional en efecto no
difieren demasiado en Oriente y en Occidente, permaneciendo todas en igual
medida opuestas a las propias de la civilización moderna. Guénon reputa que por
un conjunto de circunstancias tales formas se han aun conservado en Oriente,
mientras que en Occidente se han perdido; de allí su idea de que un contacto
con el Oriente, en donde el espíritu tradicional se mantendría aun vivo, pueda
servir al Occidente no para desnaturalizarse, sino para volver a encontrarse a
sí mismo, para buscar de reconstruirse en una forma tradicional. Ahora bien,
habría que preguntarse en qué lugar del Oriente la tradición se encuentra aun
viva: China se ha perdido, la India se está nacionalizando y europeizando con
un ritmo cada vez más creciente, los países árabes se encuentran en estado de
desorden *. Consideramos que en lo relativo a la herencia tradicional no
debemos remitirnos a epígonos o a grupos que no controlan más la vida histórica
de las diferentes civilizaciones y que estarán destinados a convertirse cada
vez más encerrados a los profanos y desapegados de lo que acontece en sus
mismas naciones: esto sea dicho en lo relativo a lo que se refiere al problema
de los contactos y de las influencias reales y no al simple conocimiento
teórico de las doctrinas sapienciales antiguas, respecto de las cuales existe
ya en Occidente una literatura sumamente vasta y accesible a todos con
traducciones de todo tipo.
Por lo demás, justamente sobre la
base de las ‘leyes cíclicas’ recordadas por Guénon, habría que preguntarse si
el mismo Oriente no esté destinado a recorrer el mismo via crucis que del Occidente aun tradicional (hablamos de nuestro
Medioevo) ha conducido a las formas de la civilización moderna y más aun a
recorrer quizás todo ello con un ritmo sumamente más veloz (véase por ejemplo
el caso de China). Entonces habría que preguntarse si Occidente, justamente por
hallarse ‘más adelante’, en el arco del descenso del ciclo, que civilizaciones
como las orientales, las cuales tan sólo ahora comienzan a entrar en la crisis
verdadera y propia y que sólo por esto conservan aun mayores restos del
espíritu tradicional y metafísico, se encuentre más cerca del final así como
también y por ello mismo del nuevo principio. No se trata por supuesto de dar
cabida a ningún optimismo: pero en la medida que un grupo de fuerzas pudiese
llevarse más allá de la crisis de nuestro mundo, justamente el Occidente se
encontraría manteniendo una posición de vanguardia cuando el Oriente en cambio
se encontrará en el punto correspondiente a nuestra crisis actual, justamente
el que nosotros habríamos dejado atrás. El gran problema, que en tales términos
parece pues tener un significado universal, es por lo tanto el de las fuerzas de las cuales se podría
disponer como base para una nueva conciencia tradicional del Occidente,
eventualmente con la expresión concreta constituida por una élite en forma de
Orden, y con todo lo que es requerido para aquella revulsión y para aquel
‘enderezamiento’ general en el campo de la concepción del mundo, de los valores
y métodos de conocimiento respecto de todo aquello que dice Guénon mantienen
una validez irrebatible ni se podría encontrar en lo manifestado por ningún
otro escritor de nuestros tiempos.
Estas breves precisiones
nuestras, procedentes de ideas que en otras partes hemos ya tenido ocasión de
exponer extensamente (Sobre todo en la obra nuestra Rebelión contra el mundo moderno, Ediciones Heracles, 1995),
querrían contribuir a dar una mayor eficiencia a las tesis guénonianas y a su
defensa del espíritu tradicional en relación a ambientes que ante uno u otro de
los puntos indicados podrían probar una cierta perplejidad. Con respecto a la
edición original francesa, esta edición italiana contiene algunas
modificaciones. En esto no quiera verse un arbitrio del traductor. Con Guénon
hemos estado en cordiales relaciones epistolares hasta casi la vigilia de su
muerte. En aquel tiempo le propusimos algunas modificaciones en el texto
explicándole las razones de carácter puramente pragmático que así lo
aconsejaban. Nosotros no hemos aportado sino aquellas (por lo demás de muy
escaso relieve) con las cuales él se había manifestado de acuerdo.
Julius Evola
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