lunes, 9 de noviembre de 2015

EVOLA: DEFENSA DE LA MUJER ISLÁMICA

DEFENSA DE LA MUJER ISLÁMICA



“¿Qué es lo que distingue a una mujer europea de una turca? En que las primeras tienen amantes y los maridos no lo ignoran y cierran los ojos, buscándose a su vez a otra. Las mujeres a su vez se exhiben medio desnudas. Una turca en cambio pertenece solamente a su marido y no le muestra su rostro a otro. Yo que conozco los dos tipos de vida, prefiero la turca”.
Estas palabras encierran la tesis que Claude Anet ha desarrollado en su libro La ribera del Asia, una obra interesante que, si bien tan sólo parcialmente, penetra en la esencia verdadera de la vida turca que la protagonista prefiere a la europea. En el mismo esta mujer es llevada a  habitar con el hombre que ama en el Asia, a un antiguo harem con las puertas de hierro y las ventanas enrejadas. Poco a poco la llama profunda de la espiritualidad asiática penetra en ella, y su amor se libera de los vínculos occidentales de los celos y del egoísmo. Que el hombre sea fiel esto a ella no le interesa más; ella, la mujer, debe ser igualmente fiel, en el modo más absoluto como la monja enclaustrada que se ha ofrendado a su dios. Nadie debe ver su rostro que pertenece, como también su alma y su cuerpo, a aquel solo hombre. Ella da sin solicitar nada en cambio, sabiendo de poder dar en forma inagotable. Muy pronto no le importará más si él la ame o no, ella lo ama, y su llama no precisa de alimento exterior, arde y resplandece de su propia vida.
En este punto Anet ha por cierto comprendido el significado profundo y hasta diría sacro, que ha animado a la institución islámica del harem. Hay un sentido de ascesis y un sentido de grandeza llevado hasta la misma vida de los sentidos y de los sentimientos, que me hace sonreír si pienso en todo lo que los civilizadísimos europeos han dicho respecto de esta institución tan bárbara, reputada como cosa del pasado.
¡Cuánta libertad hay sin embargo en esta aparente esclavitud! ¡Cuánto dominio de sí en esta entrega! ¡Cuál superación en este sacrificio, en este aparente convertirse en una ‘cosa’ que nada solicita y que en cambio todo lo da, de manera simple, luminosa, desde el momento en que se ha despertado a la vida de mujer hasta su muerte!
Entre nosotros el hecho de que una mujer pueda entregar toda su vida a Dios, renunciando por Dios a la vida exterior, constituye absolutamente una excepción. En la concepción islámica esto es en cambio algo natural y tan sólo un hombre era suficiente para animarla a tal sacrificio, un hombre al cual no se le solicitaba ni siquiera el amor, que se amaba en modo tan vasto, de ser capaz de admitir que también otras pudiesen participar del mismo sentimiento y que le estuviesen unidas en el mismo vínculo y en el mismo sacrificio.
Es natural pues que se presente la comparación entre el Oriente y el Occidente, no sólo en los términos de la frase citada al comienzo. El amor que el Occidente ha elegido hasta ayer es aquel que no tolera al amado de no amar, que no tolera que aquel al cual una mujer se le ha entregado a su vez no se le entregue y no le pertenezca. Esta idea en la mujer occidental se ha convertido en algo así como un instinto. Quien ha sentido de manera más profunda la mordedura del celo también puede comprender que sólo una fuerza casi más que la de un ser humano sería capaz de superarla con la vastedad de un sentimiento y de una oferta que sin embargo se mantiene y hasta se exalta en la renuncia. No discuto la concepción europea del amor: sin duda ésta es más humana, más terrenal, más dulce, más orgullosa. Pero en el Islam la referencia se desplaza y lleva a las mujeres, de acuerdo a las posibilidades de su naturaleza, al mismo plano al que arribaba el asceta, del mismo modo que la regla del harem imita la de los conventos. La entrega integral de la antigua mujer turca expresa la más elevada posibilidad espiritual de la mujer. El amor se le convierte en el altar en el cual ella arde y se libera a sí misma.
En Occidente, quizás hasta ayer mismo había aun un residuo de esta posibilidad en el concepto tradicional de la familia a la cual se entregaba la joven luego de una vida de ensueños, de soledad y de espera. Pero la vida de hoy en día, puramente exterior, febril, caótica, disgregadora, que no permite ni siquiera un minuto de soledad, junto a los otros ideales ha hecho derrumbar también esto, y no ha venido en verdad nada a sustituirlo. No se habla más de amar sin condiciones, en modo tal de elevarse así por encima del hombre común; sino que la misma capacidad de consagrarse a un solo ser, y de amar propiamente está desapareciendo.
 Es necesario ya tener el coraje de mirar de frente a la realidad y de ser capaces de sentir hacia dónde estamos yendo.
Las mujeres hoy son inquietas, carentes de dirección, enfermas de una sensibilidad epiléptica y puramente cerebral, estandarizadas en los pensamientos, en las almas, en las palabras. La vida moderna está haciendo de ellas una cosa híbrida, asexual, algo que en casi todos los campos cada día se empobrece en su valor, en su significado y en su fascinación. Y esto porque, deseosas de ser libres y de recuperarse de siglos enteros de esclavitud, tienen necesidad de mostrar que también ellas son capaces de ganar dinero, de divertirse, etc., deseosas en suma de tener una ‘personalidad’, han creído de poder lograrlo imitando la de los hombres.
El error se encuentra aquí en forma plena. No es descendiendo en los mismos terrenos del varón, tales como el deporte, el despliegue físico, fumando, trabajando, que la mujer puede crearse una personalidad, y ni siquiera tomándose amantes por gusto o pasatiempo o para demostrase a sí mismas de haberse liberado de antiguos prejuicios. Sólo centralizándose en un único sentimiento la mujer puede dar un significado a la propia vida. (...)
Hoy por primera vez nos encontramos ante un tipo de mujer que se apropia de las virtudes y de los defectos de los hombres, es decir nos hallamos  ante esta nuestra mujer disoluta que tiene amantes sin dar demasiada importancia, por necesidad fisiológica, y en la cual todo lo que ella tenía de típicamente femenino desaparece. Así aquel espíritu de sacrificio, de verdadera entrega, y aquel vasto y profundo sentido de maternidad que podría transformar al amante desaparece totalmente. ¿Qué es lo que nos presenta la mujer moderna? Un mero maquillaje filosófico y literario, un cuerpo masculinizado, un alma ambigua, pequeña, pasiva, imitativa, privada sea de carnalidad como de espiritualidad.
“Y bien, nos dicen ellas, ¿qué nos importa la femineidad y otras cosas similares? Nosotras somos egoístas y queremos vivir para nosotras mismas y sobre todo vivir intensamente”. Está bien: pero vivir para sí mismas significa hacerlo de acuerdo a la propia naturaleza y vivir intensamente significa exaltar las propias fuerzas y no deformarlas. Y las mujeres modernas que no creen más en nada, ni siquiera en el amor, que conceden su cuerpo más fácilmente de lo que hace veinte años concedían un beso o hace cuarenta una sonrisa, ebrias de movimiento, mentirosas sin genialidad, bien vestidas pero sin elegancia, coquetas pero sin finura, las mujeres modernas no sólo destruyen aquello que de más personal, de exquisito, aun de pérfido y de peligroso, tenía en sí la femineidad, sino que ni siquiera llegan a vivir intensamente.
Podrá objetarse que todo esto ha surgido sólo después de la guerra, o bajo el peso de las necesidades exteriores sociales. Pero la guerra a nuestro juicio, no ha hecho otra cosa que acelerar y agudizar un fenómeno que desde hace tiempo maduraba en la sombra, y las verdaderas causas son interiores. De cualquier manera, las consecuencias ya son aceptadas con ligereza, Y los sexos se nivelan, las relaciones, degradadas, cuando no tienen por mira la exasperación artificial, más que de amantes, de compañeros casi castos, asociados a los mismos embrutecimientos de la vida del trabajo y de oficina, casi como si se tratase de un deporte, pero absolutamente privados de cualquier característica individual y de la grandeza arrolladora de aquellos sentimientos que hacen de toda una vida un solo sacrificio, que destruyen un alma y la transportan hacia más allá de ella misma.
Me parece que al tener presente un punto de referencia tan absoluto, como el del amor en el Islam, resulta bien notoria la causa profunda de tanta perversión. La mujer ha perdido totalmente el sentido de su vía, la cual no es aquella a través de la cual el hombre puede realizarse. La mujer se realiza a sí misma no viviendo para sí misma, sino en el querer ser toda para otro. Bajo este punto de vista la mujer es superior al hombre vulgar y, tal como he dicho, se acerca al místico y al asceta. El Oriente que comprendió esto de manera perfecta, además de la sólida base de una institución social, creó el tipo de una mujer verdaderamente mujer, desarrollada en todas las posibilidades de luz y de ardor de su naturaleza. El principio del mal aparece ya en la idea europea del amor que no es suficientemente fuerte si no tiene la necesidad de un exclusivismo. No es una paradoja que cuando la mujer ha pretendido a un hombre que con el alma y con el cuerpo fuese solamente suyo, ha degradado su grandeza y la pureza de su entrega, ha comenzado así a traicionar la esencia pura de la femineidad para tomar en préstamo un modo de ser propio de la naturaleza masculina. Luego vino lo demás y la imitación ha sido consciente, metódica y razonada. La mujer que quiere poseer a un hombre es natural que pretenda poseer más de un uno; y en un momento sucesivo, en razón de un aumento de egoísmo, ni siquiera serán más los hombres a interesarla, sino tan sólo aquello que éstos le podrán dar para su placer, y al final cuando ella ha tenido bastante con tal juego -y Norteamérica –ya lo hemos dicho- es un ejemplo palpable de ello-, ya ni siquiera el mismo placer llega a interesarla cuanto el hacerse saludable y bella para sí misma, el mostrase con vestidos o con la menor cantidad posible de vestidos, el practicar deporte, el bailar por el bailar, el tener dinero y así sucesivamente.
Un camino similar lo puede recorrer también el hombre, puesto que no creo que el centro del hombre caiga en el amor y en la entrega. Pero la mujer recorriéndolo, se ha desnaturalizado a sí misma. Ha querido su autonomía, y los hombres se lo permitieron y ella lo ha logrado. Convertida en libre de disponer de sí por haberse construido una ‘personalidad’ y un derecho a imitación del hombre, ha sido justamente ella, la mujer europea y no la turca, la que se ha convertido en una ‘cosa’. Deseaban tener una personalidad y llegaron justamente a lo opuesto a estar privadas de toda personalidad verdadera y de cualquier expresión superior.

Julius Evola (La Torre, Nº 8, 15 de mayo de 1930, escrito con la firma de Marcella D’Arle, una escritora de origen europeo que resolviera convertirse al Islam tradicional y pasar el resto de sus días en un harem),


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