lunes, 21 de marzo de 2016

EVOLA: EL FASCISMO EN LA ERA “DEMOCRÁTICA”

EL FASCISMO EN LA ERA “DEMOCRÁTICA”




Presentamos a continuación partes del capítulo XIII de la obra Más allá del Fascismo, pgs.112-120 con algunos comentarios añadidos con la finalidad de adecuarla a los tiempos actuales.


Casi como una conclusión del mismo podemos indicar, resumiendo, cuáles son los rasgos más esenciales del tipo de Estado y de régimen que podría definirse partiendo de un movimiento de carácter “fascista” el cual superase en un sentido decididamente de Derecha las diferentes oscilaciones y confusiones presentes en las anteriores corrientes reconstructivas. Como punto de referencia debería por lo tanto ser considerado no aquello que el fascismo italiano y movimientos similares fueron en su realidad de hecho, en su simple “historicidad” no repetible. Aquello que sobrevive del “fascismo” y puede mantener un valor y una actualidad son sus potencialidades. Tal como alguien ha dicho con justeza, es aquello que “el mismo podía y debía ser” si ciertas condiciones se hubiesen realizado.
La precisa toma de postura en contra de toda democracia y de todo socialismo es la primera característica del Estado del cual hablamos. El mismo pondrá fin a la estúpida infatuación, a la vileza y a la hipocresía de todos aquellos que hoy se llenan la boca con la palabra “democracia”, que proclaman la democracia, que exaltan la democracia. La democracia no es sino un fenómeno regresivo y crepuscular.
El fascismo nunca fue un movimiento democrático. No llegó al poder a través de elecciones, sino a través de una revolución conservadora. La democracia sigue siendo en todo momento un límite al accionar de cualquier movimiento que reivindique del fascismo su mejor tradición.

El verdadero Estado será luego orientado sea contra el capitalismo como contra el comunismo. En el centro del mismo se hallarán un principio de autoridad y un símbolo trascendente de soberanía. La encarnación más natural de tal símbolo es la monarquía. La exigencia de conferir un crisma a tal trascendencia es de un valor fundamental.
Justamente en tanto no es democrático, la soberanía no emana del pueblo sino de lo alto. Se trata de un principio trascendente y su mejor forma de expresión es la monarquía siendo el paso previo de la institución de la misma un tipo de gobierno que le confiera un prestigio necesario que le permita ser reconocido y respetado por la comunidad entera.

La monarquía no es incompatible con una “dictadura legal”, casi como según el antiguo derecho romano. El soberano puede conferir poderes excepcionales unitarios a una persona de una particular estatura y calificación, siempre sobre la base lealista, cuando deban ser superadas situaciones especiales o emprenderse tareas excepcionales.
La fórmula del “constitucionalismo autoritario” puede ser aceptada. La misma implica la superación del fetichismo y de la mitología del denominado “Estado de derecho”. El derecho no nace de la nada hecho y derecho y con caracteres de eterna e inmutable validez. En el origen de todo derecho se encuentra una relación de fuerzas. Aquel poder que está en el origen de todo derecho puede intervenir suspendiendo y modificando las estructuras vigentes allí donde la situación lo reclame, atestiguando con ello que en el organismo político existen siempre una voluntad y una soberanía que el mismo no se ha reducido a algo de abstracto, mecánico y sin alma.
Ante la carencia de una monarquía, tal como acontece en nuestro medio, es necesaria una ‘dictadura legal’ que instaure tal principio educando a la comunidad respecto del valor del mismo.

El Estado es el elemento primario ante la nación, el pueblo y la “sociedad”. El mismo –y con ello todo lo que es propiamente orden político y realidad política– se define esencialmente sobre la base de una idea y no de factores naturalistas y contractualistas.
No el contractualismo, sino las relaciones de fidelidad, de obediencia, de libre subordinación y de honor son las bases del verdadero Estado. El mismo no conoce la demagogia y el populismo.
El Estado en tanto principio trascendente no queda subordinado a la sociedad a través de un contrato efectuado por partes iguales, postura ésta sostenida en simultaneidad por todas las ideologías modernas desde el suarismo güelfo jesuítico hasta el liberalismo y el marxismo, sino que es el elemento formativo de la misma siendo su función la de elevarla desde su condición individual y gregaria a la de persona, es decir un ente libre y espiritual.

El Estado es orgánico y uno, sin ser “totalitario”. Las relaciones aquí mencionadas son la premisa para la posibilidad de un vasto margen de descentralización. La libertad y las autonomías parciales se encuentran por lo tanto en relación con la fidelidad y la responsabilidad, de acuerdo a una precisa reciprocidad. Cuando aquellas relaciones son infringidas, el poder recogido en el centro, manifestando la propia naturaleza, intervendrá pues con una severidad y dureza tanto mayores cuanto más grande era la libertad concedida.
Se trata de lo opuesto exacto del Estado moderno que, a pesar de pregonar la libertad de las partes, se ha convertido en un órgano elefantiásico receptor de todas las diferentes clientelas electorales y por tal motivo subordinado al poder de las finanzas y al que se obliga sucesivamente a endeudarse en función de poder mantenerlo. El Estado tradicional es físicamente pequeño pero metafísicamente omnicomprensivo en tanto penetra con su espíritu hasta la más mínima actividad de los ciudadanos.

El verdadero Estado no conoce el sistema de la democracia parlamentaria y la partidocracia. El mismo puede admitir tan sólo representaciones corporativas diferenciadas y articuladas por una Cámara Baja o Cámara Corporativa. Por encima de ésta, como instancia superior que garantice la preeminencia del principio político y de fines superiores, no tan sólo materiales e  inmediatos, se encontrará una Cámara Alta.
La Cámara Alta o senado (antiguamente el consejo de ancianos) estaba compuesto por los sabios de la comunidad que lo integraban con carácter vitalicio. En cambio en la actualidad, en donde las jerarquías han desaparecido y la cantidad numérica es lo que prima, se ha convertido en un organismo parecido a un mercado de prebendas. Quienes lo integran, los representantes de las provincias, en la Argentina, lejos de ser personas calificadas son simples mercaderes que comercian con el poder central el reparto de los bienes económicos (generalmente dinero) de los que se dispone y que son distribuidos por banqueros habitualmente foráneos. En función de tal reparto y no de principios es que se votan todas las leyes en este sistema inmoral que se nos ha impuesto.

Con una resuelta reacción se deberá tomar por lo tanto posición en contra del aberrante sistema del sufragio universal indiscriminado y parificado, que ya incluye al mismo sexo femenino. La fórmula “politizar a las masas” debe ser sin más rechazada. La mayor parte de una nación sana y ordenada no se debe ocupar de política. El trinomio fascista “autoridad, orden y justicia” mantiene para el Estado verdadero una validez inmarcesible.
La política debe volver a ser una disciplina a ser ejercida por aquellos que saben y que constituyen una clase especializada y no un atributo perteneciente a todos por igual y determinado por el número. El voto debe ser calificado de acuerdo a la función. El pueblo no debe ocuparse de política del mismo modo que no debe hacerlo de medicina o de arquitectura. Debe volver a aceptar la existencia de personas calificadas para tal función y no dejarse arrastrar por los cantos de sirena de los demagogos.

El partido político, órgano necesario de un movimiento en un período de transición y de lucha para la conquista del poder y para la estabilización acontecidas no debe dar lugar a un “partido único”. La meta será la de constituir en vez algo similar a una Orden que participa con dignidad y autoridad y que asume ciertas funciones que en los anteriores regímenes tradicionales tuvo la nobleza cual clase política en los puestos clave del Estado: ejército, diplomacia, para lo cual actuaba de premisa una ética más severa y un particular estilo de vida. Este núcleo actuará también como custodio y guardián de la idea del Estado y prevendrá el aislamiento “cesarista” de aquel que reviste la suprema autoridad.
La esfera política y del poder debe ser, por su misma naturaleza y función, libre de condicionamientos por parte de grupos y de intereses económicos. Podría ser recordada aquí la famosa frase de Sila, el cual dijo que no era su ambición la posesión del oro, sino tener poder sobre los que lo poseen.
Una vez más no debe ser la economía la que gobierne a la política, sino al revés.
La reforma corporativa debe conducirse en el seno del mundo del trabajo y de la producción, es decir en las empresas, para un nuevo dimensionamiento orgánico de las mismas y una decidida eliminación del clasismo, de la lucha de clases, así como también de la mentalidad sea “capitalista” como proletaria o marxista. El sindicalismo, el mayor instrumento de todas las subversiones de los tiempos últimos, verdadero cáncer del Estado democrático, debe ser rechazado. De acuerdo a la concepción fascista será el Estado el que actuará como árbitro, moderador y ejecutor en el caso de contrastes y disfunciones entre las partes. La objetividad y el rigor de esta superior instancia, la que debe ser concretada en adecuadas estructuras, permitirán también la abolición del instrumento de la huelga, cuyos abusos, cuyo empleo chantajista y cuyas finalidades políticas más que económicas, se hacen cada vez más evidentes e insoportables.
Este verdadero cáncer conocido especialmente en nuestro país por el sindicalismo peronista, habitual chantajista de todos los gobiernos y al mismo tiempo gestor de una burocracia de multimillonarios, debe desaparecer. Lo mismo que el denominado ‘derecho de huelga’ o el lock out patronal. Así como no se acepta que se presione a un juez para que dicte una sentencia justa no se ve por qué haya que presionar al Estado para que laude respecto de los derechos del trabajador y del empresario.

La defensa del principio de una verdadera justicia implicará la denuncia de lo que hoy es continuamente exaltado como “justicia social”: justicia esta última que se encuentra tan sólo al servicio de los estratos más bajos de la sociedad, de las denominadas “clases trabajadoras” y en detrimento de las otras, por lo que conduce habitualmente a una verdadera injusticia. El Estado verdadero será jerárquico también y sobre todo porque sabrá reconocer y hacer respetar la jerarquía de los verdaderos valores, dando la primacía a los que son de carácter superior, no material e instrumental, y admitiendo correspondientes, legítimas desigualdades o diferencias de posiciones sociales, de posibilidades, de dignidades. El mismo rechazará como aberrante la fórmula del Estado del Trabajo, por más que éste sea presentado como “nacional” o algo semejante.
La condición vital para el Estado verdadero es un clima bien determinado: el clima de una tensión lo más alta posible, pero no de forzada agitación. Se deseará que cada uno ocupe el lugar que le corresponde, que tenga un goce por una actividad que sea conforme a la naturaleza propia y a su vocación, por lo tanto libre y querida por sí misma antes que por fines utilitarios y por la insana voluntad de vivir por encima del propio estado. Si bien no a todos se les podrá reclamar de seguir una “concepción ascética y militar de la vida”, se podrá sin embargo apuntar a un clima de recogida intensidad, de vida personal, que hará preferir un mayor margen de libertad a un bienestar y a una prosperity pagados con la consecuente limitación de tal libertad a través de los inevitables condicionamientos económicos y sociales.
Es decir depurar una vez más a la política de la demagogia y del inmediato interés. Es preferible ser libre antes que apacentado y satisfecho materialmente tal como pregonan en cambio nuestro ‘políticos’.

La autarquía, en los términos subrayados por nosotros, es una fórmula fascista válida. Válida es también una línea de viril y medida austeridad. Lo es finalmente la de una disciplina interna para la cual se tenga un gusto, y para una orientación antiburguesa de la vida. Ninguna ingerencia pedagogizante e impertinente de lo que es público en el campo de la vida privada. También aquí el principio debería ser una libertad vinculada a una similar responsabilidad y, en las grandes líneas, un relieve a dar a los principios de la “gran moral” frente a los de la “pequeña moral” conformista.
Vivir con lo propio y no estar sometido a los intereses de los banqueros que inducen a consumir cada vez más generando a su vez zonas de profunda miseria y desorden económico. No al pago de deudas externas producidas ex profeso para mantener sometidos a las naciones y anular en éstas lo que es el Estado verdadero.

En sustancia, el clima del verdadero Estado debe ser personalizador, espiritual y libre. Una fuerza interior debe producir una potencial gravitación de los sujetos, de los grupos, de las unidades parciales y de los hombres de una Orden alrededor de un centro. Es una gravitación de la cual se debería reconocer el carácter “anagógico” e integrativo, también en relación con el hecho para nada paradojal de que la verdadera personalidad se realiza sólo allí donde actúen referencias hacia algo más que personal. En definitiva, sobre este plano, para el surgimiento y la vida del Estado verdadero entran en juego ciertos “imponderables”, casi como algo predestinado, puesto que ninguna iniciativa pesada y directa puede crear y mantener el clima mencionado.
En el marco de un Estado semejante y en el contexto de la correspondiente concepción de la vida, un pueblo puede desarrollarse y alcanzar una calma, una fuerza interna y una estabilidad: estabilidad que no significa estaticismo o estancamiento, sino equilibrio de un poder concentrado que, ante una apelación, puede hacer poner rápidamente de pie a todos y convertirlos en capaces de un compromiso absoluto y de una acción irresistible.
Una doctrina del Estado puede tan sólo proporcionar valores para poner a prueba las afinidades electivas y las vocaciones predominantes o latentes de una nación. Si un pueblo no sabe o no quiere reconocer los valores que nosotros hemos llamado “tradicionales” y que definen a una verdadera Derecha, el mismo merece ser abandonado a sí mismo. Cuanto más se le pueden indicar las ilusiones y las sugestiones de las cuales ha sido o es la víctima, debidas a una acción general y muchas veces sistemáticamente organizada y a procesos regresivos. Si ni siquiera con esto arribará a resultado alguno, ese pueblo entonces padecerá el destino que, haciendo uso de su “libertad”, el mismo se ha creado.
Es decir, una vez más, basta de demagogia y de querer seducir al pueblo! Simplemente hay que ofrecerle la verdad en su mayor pureza y si quiere recibirla, bienvenido sea. De lo contrario él será el único responsable de haber incurrido en el error a pesar de habérsele avisado de las ilusiones que el mismo conllevaba. Está presente pues el dicho platónico de que no es el político el que debe correr detrás del pueblo, sino a la inversa es el que no está en condiciones de gobernarse a sí mismo el que debe buscar al que lo gobierne.



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