EL FASCISMO EN LA ERA “DEMOCRÁTICA”
Presentamos a continuación partes del capítulo XIII de la obra Más allá
del Fascismo, pgs.112-120 con algunos comentarios añadidos con la finalidad de
adecuarla a los tiempos actuales.
Casi como una conclusión del mismo podemos
indicar, resumiendo, cuáles son los rasgos más esenciales del tipo de Estado y
de régimen que podría definirse partiendo de un movimiento de carácter
“fascista” el cual superase en un sentido decididamente de Derecha las
diferentes oscilaciones y confusiones presentes en las anteriores corrientes
reconstructivas. Como punto de referencia debería por lo tanto ser considerado
no aquello que el fascismo italiano y movimientos similares fueron en su
realidad de hecho, en su simple “historicidad” no repetible. Aquello que
sobrevive del “fascismo” y puede mantener un valor y una actualidad son sus
potencialidades. Tal como alguien ha dicho con justeza, es aquello que “el
mismo podía y debía ser” si ciertas condiciones se hubiesen realizado.
La precisa
toma de postura en contra de toda democracia y de todo socialismo es la primera
característica del Estado del cual hablamos. El mismo pondrá fin a la estúpida
infatuación, a la vileza y a la hipocresía de todos aquellos que hoy se llenan
la boca con la palabra “democracia”, que proclaman la democracia, que exaltan
la democracia. La democracia no es sino un fenómeno regresivo y crepuscular.
El fascismo
nunca fue un movimiento democrático. No llegó al poder a través de elecciones, sino a través de una revolución conservadora. La democracia sigue siendo en todo
momento un límite al accionar de cualquier movimiento que reivindique del
fascismo su mejor tradición.
El verdadero Estado será luego orientado sea contra el capitalismo como contra el
comunismo. En el centro del mismo se hallarán un principio de autoridad y un símbolo trascendente de soberanía.
La encarnación más natural de tal símbolo es la monarquía. La exigencia de conferir un crisma a tal trascendencia
es de un valor fundamental.
Justamente
en tanto no es democrático, la soberanía no emana del pueblo sino de lo alto. Se
trata de un principio trascendente y su mejor forma de expresión es la
monarquía siendo el paso previo de la institución de la misma un tipo de gobierno
que le confiera un prestigio necesario que le permita ser reconocido y respetado por
la comunidad entera.
La monarquía no es incompatible con una “dictadura
legal”, casi como según el antiguo derecho romano. El soberano puede conferir
poderes excepcionales unitarios a una persona de una particular estatura y
calificación, siempre sobre la base lealista, cuando deban ser superadas
situaciones especiales o emprenderse tareas excepcionales.
La fórmula del “constitucionalismo autoritario”
puede ser aceptada. La misma implica la superación del fetichismo y de la
mitología del denominado “Estado de derecho”. El derecho no nace de la nada
hecho y derecho y con caracteres de eterna e inmutable validez. En el origen de
todo derecho se encuentra una relación de fuerzas. Aquel poder que está en el
origen de todo derecho puede intervenir suspendiendo y modificando las
estructuras vigentes allí donde la situación lo reclame, atestiguando con ello
que en el organismo político existen siempre una voluntad y una soberanía que
el mismo no se ha reducido a algo de abstracto, mecánico y sin alma.
Ante la
carencia de una monarquía, tal como acontece en nuestro medio, es necesaria una ‘dictadura
legal’ que instaure tal principio educando a la comunidad respecto del valor
del mismo.
El Estado es
el elemento primario ante la nación, el pueblo y la “sociedad”. El mismo –y con
ello todo lo que es propiamente orden político y realidad política– se define
esencialmente sobre la base de una idea y no de factores naturalistas y
contractualistas.
No el contractualismo, sino las relaciones de
fidelidad, de obediencia, de libre subordinación y de honor son las bases del
verdadero Estado. El mismo no conoce la
demagogia y el populismo.
El Estado en
tanto principio trascendente no queda subordinado a la sociedad a través de un
contrato efectuado por partes iguales, postura ésta sostenida en simultaneidad
por todas las ideologías modernas desde el suarismo güelfo jesuítico hasta el
liberalismo y el marxismo, sino que es el elemento formativo de la misma siendo
su función la de elevarla desde su condición individual y gregaria a la de
persona, es decir un ente libre y espiritual.
El Estado es orgánico y uno, sin ser
“totalitario”. Las relaciones aquí mencionadas son la premisa para la
posibilidad de un vasto margen de descentralización. La libertad y las
autonomías parciales se encuentran por lo tanto en relación con la fidelidad y
la responsabilidad, de acuerdo a una precisa reciprocidad. Cuando aquellas
relaciones son infringidas, el poder recogido en el centro, manifestando la
propia naturaleza, intervendrá pues con una severidad y dureza tanto mayores
cuanto más grande era la libertad concedida.
Se trata de
lo opuesto exacto del Estado moderno que, a pesar de pregonar la libertad de las
partes, se ha convertido en un órgano elefantiásico receptor de todas las
diferentes clientelas electorales y por tal motivo subordinado al poder de las
finanzas y al que se obliga sucesivamente a endeudarse en función de poder
mantenerlo. El Estado tradicional es físicamente pequeño pero metafísicamente
omnicomprensivo en tanto penetra con su espíritu hasta la más mínima actividad
de los ciudadanos.
El verdadero Estado no conoce el sistema de la
democracia parlamentaria y la partidocracia. El mismo puede admitir tan sólo
representaciones corporativas diferenciadas y articuladas por una Cámara Baja o
Cámara Corporativa. Por encima de ésta, como instancia superior que garantice
la preeminencia del principio político y de fines superiores, no tan sólo
materiales e inmediatos, se encontrará
una Cámara Alta.
La Cámara
Alta o senado (antiguamente el consejo de ancianos) estaba compuesto por los
sabios de la comunidad que lo integraban con carácter vitalicio. En cambio en
la actualidad, en donde las jerarquías han desaparecido y la cantidad numérica
es lo que prima, se ha convertido en un organismo parecido a un mercado de
prebendas. Quienes lo integran, los representantes de las provincias, en la
Argentina, lejos de ser personas calificadas son simples mercaderes que comercian con el poder central el reparto de los bienes económicos
(generalmente dinero) de los que se dispone y que son
distribuidos por banqueros habitualmente foráneos. En función de tal reparto y
no de principios es que se votan todas las leyes en este sistema inmoral que se
nos ha impuesto.
Con una resuelta reacción se deberá tomar por lo
tanto posición en contra del aberrante sistema del sufragio universal
indiscriminado y parificado, que ya incluye al mismo sexo femenino. La fórmula
“politizar a las masas” debe ser sin más rechazada. La mayor parte de una nación sana y ordenada no se debe ocupar de
política. El trinomio fascista “autoridad, orden y justicia” mantiene para
el Estado verdadero una validez inmarcesible.
La política
debe volver a ser una disciplina a ser ejercida por aquellos que saben y que
constituyen una clase especializada y no un atributo perteneciente a todos
por igual y determinado por el número. El voto debe ser calificado de acuerdo a
la función. El pueblo no debe ocuparse de política del mismo modo que no debe
hacerlo de medicina o de arquitectura. Debe volver a aceptar la existencia de
personas calificadas para tal función y no dejarse arrastrar por los cantos de
sirena de los demagogos.
El partido político, órgano necesario de un movimiento en un período de transición y de
lucha para la conquista del poder y para la estabilización acontecidas no debe
dar lugar a un “partido único”. La meta será la de constituir en vez algo
similar a una Orden que participa con dignidad y autoridad y que asume ciertas
funciones que en los anteriores regímenes tradicionales tuvo la nobleza cual clase política en los puestos clave del
Estado: ejército, diplomacia, para lo cual actuaba de premisa una ética más
severa y un particular estilo de vida. Este núcleo actuará también como
custodio y guardián de la idea del Estado y prevendrá el aislamiento
“cesarista” de aquel que reviste la suprema autoridad.
La esfera política y del poder debe ser, por su
misma naturaleza y función, libre de condicionamientos por parte de grupos y de
intereses económicos. Podría ser recordada aquí la famosa frase de Sila, el
cual dijo que no era su ambición la posesión del oro, sino tener poder sobre
los que lo poseen.
Una vez más
no debe ser la economía la que gobierne a la política, sino al revés.
La reforma corporativa debe conducirse en el seno
del mundo del trabajo y de la producción, es decir en las empresas, para un
nuevo dimensionamiento orgánico de las mismas y una decidida eliminación del
clasismo, de la lucha de clases, así como también de la mentalidad sea
“capitalista” como proletaria o marxista. El
sindicalismo, el mayor instrumento de todas las subversiones de los tiempos
últimos, verdadero cáncer del Estado democrático, debe ser rechazado. De
acuerdo a la concepción fascista será el Estado el que actuará como árbitro,
moderador y ejecutor en el caso de contrastes y disfunciones entre las partes.
La objetividad y el rigor de esta superior instancia, la que debe ser
concretada en adecuadas estructuras, permitirán también la abolición del instrumento de la huelga, cuyos abusos, cuyo
empleo chantajista y cuyas finalidades políticas más que económicas, se hacen
cada vez más evidentes e insoportables.
Este
verdadero cáncer conocido especialmente en nuestro país por el sindicalismo
peronista, habitual chantajista de todos los gobiernos y al mismo tiempo gestor
de una burocracia de multimillonarios, debe desaparecer. Lo mismo que el
denominado ‘derecho de huelga’ o el lock out patronal. Así como no se acepta que se presione a un juez
para que dicte una sentencia justa no se ve por qué haya que presionar al
Estado para que laude respecto de los derechos del trabajador y del empresario.
La defensa del principio de una verdadera justicia
implicará la denuncia de lo que hoy es continuamente exaltado como “justicia
social”: justicia esta última que se
encuentra tan sólo al servicio de los estratos más bajos de la sociedad, de las
denominadas “clases trabajadoras” y en detrimento de las otras, por lo que
conduce habitualmente a una verdadera injusticia. El Estado verdadero será
jerárquico también y sobre todo porque sabrá reconocer y hacer respetar la
jerarquía de los verdaderos valores, dando la primacía a los que son de
carácter superior, no material e instrumental, y admitiendo correspondientes,
legítimas desigualdades o diferencias de posiciones sociales, de posibilidades,
de dignidades. El mismo rechazará como aberrante la fórmula del Estado del Trabajo,
por más que éste sea presentado como “nacional” o algo semejante.
La condición vital para el Estado verdadero es un
clima bien determinado: el clima de una tensión lo más alta posible, pero no de
forzada agitación. Se deseará que cada uno ocupe el lugar que le corresponde,
que tenga un goce por una actividad que sea conforme a la naturaleza propia y a
su vocación, por lo tanto libre y querida por sí misma antes que por fines
utilitarios y por la insana voluntad de vivir por encima del propio estado. Si
bien no a todos se les podrá reclamar de seguir una “concepción ascética y
militar de la vida”, se podrá sin embargo apuntar a un clima de recogida
intensidad, de vida personal, que hará
preferir un mayor margen de libertad a un bienestar y a una prosperity
pagados con la consecuente limitación de tal libertad a través de los
inevitables condicionamientos económicos y sociales.
Es decir
depurar una vez más a la política de la demagogia y del inmediato interés. Es
preferible ser libre antes que apacentado y satisfecho materialmente tal como
pregonan en cambio nuestro ‘políticos’.
La
autarquía, en los términos subrayados por nosotros, es una fórmula fascista
válida.
Válida es también una línea de viril y
medida austeridad. Lo es finalmente la de una disciplina interna para la
cual se tenga un gusto, y para una orientación antiburguesa de la vida. Ninguna
ingerencia pedagogizante e impertinente de lo que es público en el campo de la
vida privada. También aquí el principio debería ser una libertad vinculada a
una similar responsabilidad y, en las grandes líneas, un relieve a dar a los
principios de la “gran moral” frente a los de la “pequeña moral” conformista.
Vivir con lo
propio y no estar sometido a los intereses de los banqueros que inducen a
consumir cada vez más generando a su vez zonas de profunda miseria y desorden
económico. No al pago de deudas externas producidas ex profeso para mantener
sometidos a las naciones y anular en éstas lo que es el Estado verdadero.
En sustancia, el clima del verdadero Estado debe
ser personalizador, espiritual y libre. Una fuerza interior debe producir una
potencial gravitación de los sujetos, de los grupos, de las unidades parciales
y de los hombres de una Orden alrededor de un centro. Es una gravitación de la
cual se debería reconocer el carácter “anagógico” e integrativo, también en
relación con el hecho para nada paradojal de que la verdadera personalidad se
realiza sólo allí donde actúen referencias hacia algo más que personal. En
definitiva, sobre este plano, para el surgimiento y la vida del Estado
verdadero entran en juego ciertos “imponderables”, casi como algo predestinado,
puesto que ninguna iniciativa pesada y directa puede crear y mantener el clima
mencionado.
En el marco de un Estado semejante y en el
contexto de la correspondiente concepción de la vida, un pueblo puede
desarrollarse y alcanzar una calma, una fuerza interna y una estabilidad:
estabilidad que no significa estaticismo o estancamiento, sino equilibrio de un
poder concentrado que, ante una apelación, puede hacer poner rápidamente de pie
a todos y convertirlos en capaces de un compromiso absoluto y de una acción
irresistible.
Una doctrina del Estado puede tan sólo
proporcionar valores para poner a prueba las afinidades electivas y las
vocaciones predominantes o latentes de una nación. Si un pueblo no sabe o no quiere reconocer los valores que nosotros
hemos llamado “tradicionales” y que definen a una verdadera Derecha, el mismo
merece ser abandonado a sí mismo. Cuanto
más se le pueden indicar las ilusiones y las sugestiones de las cuales ha sido
o es la víctima, debidas a una acción general y muchas veces sistemáticamente
organizada y a procesos regresivos. Si ni siquiera con esto arribará a
resultado alguno, ese pueblo entonces padecerá el destino que, haciendo uso de
su “libertad”, el mismo se ha creado.
Es decir, una vez más, basta de demagogia y de querer seducir al pueblo! Simplemente hay que ofrecerle la verdad en su mayor pureza y si quiere recibirla, bienvenido sea. De lo contrario él será el único responsable de haber incurrido en el error a pesar de habérsele avisado de las ilusiones que el mismo conllevaba. Está presente pues el dicho platónico de que no es el político el que debe correr detrás del pueblo, sino a la inversa es el que no está en condiciones de gobernarse a sí mismo el que debe buscar al que lo gobierne.
Es decir, una vez más, basta de demagogia y de querer seducir al pueblo! Simplemente hay que ofrecerle la verdad en su mayor pureza y si quiere recibirla, bienvenido sea. De lo contrario él será el único responsable de haber incurrido en el error a pesar de habérsele avisado de las ilusiones que el mismo conllevaba. Está presente pues el dicho platónico de que no es el político el que debe correr detrás del pueblo, sino a la inversa es el que no está en condiciones de gobernarse a sí mismo el que debe buscar al que lo gobierne.
No hay comentarios:
Publicar un comentario