UN TABÚ DE NUESTROS TIEMPOS: LA ‘CLASE TRABAJADORA’
Uno de los principales tabúes de
nuestros tiempos es la así llamada ‘clase obrera’. Guay de quien la toque, guay
de quien hable de ella si no es con el más profundo respeto. Adularla, mimarla,
hacerle cualquier tipo de promesas es una obligación de todo partido
democrático. Para ésta todo es lícito, en tanto que su causa es sacrosanta. ¿El
marxismo y sus compañeros de ruta no han proclamado acaso que la clase
trabajadora es el verdadero sujeto de la historia y que el progreso de la
civilización se identifica con la avanzada y el ascenso de la clase
trabajadora?
La intangibilidad de la clase
trabajadora, además de ser un hecho moral, se ha convertido incluso en algo
físico. La demostración más patente de ello nos ha sido proporcionada por los
recientes acontecimientos de Avola. Se lo recordará: aun antes de haber abierto
una investigación, de averiguar respecto de la veracidad de los hechos y de las
efectivas responsabilidades, un comisario fue destituido y la empresa de
televisión ha inmediatamente presentado el hecho, de manera textual, como una
repudiable “represión policial de la lucha sindical, sinónimo de progreso civil”,
haciéndose a su vez eco de todo esto una cadena entera de periódicos. ¿Qué
importa que haya habido víctimas entre las fuerzas del orden las cuales, a
punto de ser linchadas por los pacíficos propulsores de la ‘lucha sindical’,
los cuales se habían presentado con cantos y flores, fueron obligadas a hacer
uso del elemental derecho de defensa de la propia vida? Tan sólo el ‘trabajador’
es sacrosanto e intangible. Si tal cosa no sucede, la consigna será entonces: écrasez l’infame.
Pero aquí es sobre todo sobre el
aspecto general de este tabú que nosotros queremos hacer alguna consideración.
En primer lugar debe denunciarse la generalización que se hace hoy en día del
concepto de ‘trabajador’. Es evidente que el papel reconocido al ‘trabajador’
se encuentra en estrecha relación con el moderno mito del ‘trabajo’, con la utilización
abusiva del concepto de ‘trabajo’ convertido en una categoría universal
referida a cualquier tipo de actividad. El trabajo ha dejado de ser aquello que
en cualquier civilización normal siempre ha sido y siempre debería ser: una
actividad de orden inferior, condicionada por lo bajo, anodina, vinculada
esencialmente con la parte material, ‘física’ de la existencia, con una
necesidad y una carencia.
La jerarquía cualitativa de las
actividades, propia de las civilizaciones tradicionales y en primer lugar en el
mundo clásico (se vea por ejemplo a Cicerón), jerarquía en la cual el trabajo
en sentido propio ocupa el lugar más bajo, ha sido desconocida, es más,
invertida. Y en forma paralela con el proceso degenerativo a través del cual justamente
los intereses materiales de la sociedad se han convertido en los predominantes,
un carácter de trabajo ha sido atribuido a todo tipo de actividad, sin advertir
la contaminación que tal cosa conlleva. De este modo se ha podido incluso
hablar de ‘trabajadores intelectuales’, así como también se ha elaborado el
concepto aberrante de un ‘Estado del trabajo’, y hasta se ha enarbolado un ‘humanismo
del trabajo’.
Es pues por una especie de
némesis histórica, por un cierto boomerang, que en razón de la hipertrofia de
aquella parte material del organismo social a la cual el trabajo se refiere,
los exponentes del mismo se han encontrado siempre más en condiciones de
imponerse, de dictar leyes: siempre más en tanto éstos se encuentran
organizados. De aquí pues la claudicación, el temeroso generalizado homenaje a
la ‘clase trabajadora’, la adulación de ésta, el tabú de la ‘clase trabajadora’.
Por lo demás, es justamente el mito
del trabajo aquello que en primer lugar debería ser rechazado, distinguiendo de
manera neta una actividad de otra, oponiendo a las actividades materiales,
opacas, vinculadas a intereses también materiales, aquellas que son libres y
desinteresadas. El término ‘trabajo’ debe ser reservado exclusivamente a las
primeras, independientemente de toda la extensión fáctica que las mismas puedan
adquirir. Actuar, crear, no es ‘trabajar’. El que crea, el héroe, el asceta, el
científico puro, el gran organizador, el hombre político de rango superior, no ‘trabajan’,
sino ‘actúan’. Y también este punto debe ser puesto de relieve: mientras que en
las sociedades tradicionales incluso el ‘trabajo’ pudo asumir a veces los
caracteres de una ‘acción’, de una ‘obra’ y de un ‘arte’ cuando se presentaba
como una actividad libre y personalizada (tal como acontecía entre el
artesanado corporativo aun no comercializado), en los tiempos modernos acontece
que también las actividades de orden superior asumen el carácter de ‘trabajo’,
es decir de una actividad vinculada, degradada, opaca e interesada desarrollada
en base no a una vocación sino a la necesidad, y sobre todo en vista de la
ganancia, del lucro. Hoy toda actividad, casi sin excepción ¿no se encuentra
enrolada, directa o indirectamente, en una ‘civilización de los consumos’?
Una vez establecido aquello que
propia y legítimamente debe comprenderse como ‘clase trabajadora’, su
desacralización es lo que se impone. Es una broma, tal como hace Georges Sorel,
el hablar de ‘ascetismo heroico’ de la clase obrera. Hoy en día el trabajador
se nos presenta tan sólo como un ‘vendedor de la mercancía trabajo’, por cuya
venta trata de recabar todo el provecho posible, sin escrúpulos y apuntando tan
sólo a un nivel de vida burgués. Han pasado los tiempos del proletariado
miserable de la primera época industrial, que justificaba sin más una protesta en
nombre de la humanidad. Y si bien existen aun zonas de indigencia, la línea de
desarrollo es sumamente clara. En tanto se haya especializado un poco o cuando
trabaja por cuenta propia, un ‘trabajador’ hoy en día se encuentra mucho mejor
que tantos intelectuales, que un catedrático, que un empleado estatal de rango
inferior, que muchos integrantes de la clase media (se sabe el miedo que se
tiene cuando uno se encuentra obligado a hacer venir al propio domicilio a un
operario para alguna reparación). El trabajador moderno piensa tan sólo en sí
mismo y sus organizaciones se preocupan únicamente de los ‘intereses del grupo’.
Envenenado por el clasismo
marxista o por ideologías sociales equivalentes, el trabajador moderno no
conoce más la solidaridad en la unidad de producción y la ambición por formar
parte de la misma, no conoce más relaciones de devoción y de libre y
personalizado compromiso, desprecia aquello que se ha denominado como ‘paternalismo’
como si se tratara de una ofensa, no ve más allá de su pequeño horizonte. A él no
le interesa para nada que sus ‘reivindicaciones’ desordenadas agraven el
desequilibrio y la quiebra de la economía nacional, desarrollen indefinidamente
la deletérea espiral de los aumentos de salarios y de precios.
La utilización a ultranza de las
huelgas asume siempre más el aspecto de un auténtico chantaje social, con lo
cual lo que recaba provecho es justamente aquel sistema capitalista o ‘burgués’
contra el cual la ideología marxista despotrica: puesto que en la medida que
este sistema fuese abolido, en la medida que los pretextos ofrecidos por el
mito de la ‘explotación’ del trabajador fuesen quitados y el trabajo fuese
rigurosamente planificado y encuadrado justamente en un ‘Estado del trabajo’
marxista y totalitario, sin más huelgas, sindicatos y ‘reivindicaciones’, con
cada uno puesto en su lugar a marchar derecho, la hermosa fiesta habría
terminado.
Debería verse con claridad todo
esto. A la ‘justicia social’ en sentido único, para uso y consumo de la sola ‘clase
trabajadora’, se le debería oponer una concepción más vasta y completa de la
justicia, fundada en una jerarquía efectiva, cualitativa, de los valores y de
las actividades. Qué es lo que sea aun posible hacer en tal sentido, dada la
situación actual, dado que se ha dejado vía libre a desarrollos deletéreos, es
algo sumamente difícil de establecer.
Pero lo menos que se puede
solicitar a los hombres de una verdadera Derecha es de no ceder sobre el plano
ideal, de combatir en contra de la tabuización de la ‘clase trabajadora’, de
desacralizar a esta nueva divinidad, de volver a poner al desnudo esta gris
realidad.
Por lo demás, se recite también
un mea culpa. Hay un proverbio
extremo oriental que dice: “Las mallas de la red del Cielo son amplias, pero
nadie pasa por ellas”. Las conquistas de una civilización materialista, de una
civilización en la cual, para decirlo con René Guénon, el hombre se ha separado
de los cielos con la excusa de dominar la tierra y de tal modo ha dado primacía
a los bienes materiales, tarde o temprano se tendrán que pagar. Tal como hemos dicho,
uno de los precios más pesados es justamente el crecimiento, la avanzada y el poder
de la ‘clase trabajadora’ en el mundo moderno. Hemos llegado al límite de que
la misma puede bloquear como quiere el organismo de un Estado: en especial
cuando, como en Italia, el mismo se encuentra en manos de hombres pávidos,
irresponsables, privados de espina dorsal, incapaces de crear aquellas
estructuras orgánicas en las cuales aun las actividades más materiales pueden
personalizarse y participar, en un cierto modo y grado, de un significado
superior.
El burgués, 6/03/69
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