martes, 8 de marzo de 2016

EVOLA: EEUU COMO ARQUETIPO DE DECADENCIA

 Los Estados Unidos como arquetipo de decadencia y descomposición




La mediocridad materialista yanqui ejemplificada en forma espontánea y paradigmática por el candidato Trump ratifica lo manifestado por la Tradición en el sentido de que EEUU es la vanguardia de la decadencia y de la sociedad del paria. Se agrega además el hecho singular de que su contraste con su pretendido rival, la Rusia eslava ayer crudamente bolchevique y hoy con tintes 'nacionalistas', también ha desaparecido en el hecho de que primero con Obama y ahora con tal candidato ambas naciones concuerdan en un frente en contra del fundamentalismo islámico, tal como ayer aconteciera con el fascismo. Trump ha manifetado al respecto su admiración por Putin la cual fue retribuida con un acto de reciprocidad. Por tal razón distintos exponentes del 'nacionalismo' sea europeo, como yanqui y ruso (Le Pen, Duke y Dugin) hoy concuerdan calurosamente en su apoyo a dicho candidato exponencial.

Si el bolchevismo, según las palabras de Lenin, consideró en el mundo romano-germánico “el mayor obstáculo para el advenimiento del hombre nuevo” y, recabando ventaja del enceguecimiento de las naciones democráticas en “cruzada”, ha tenido manera de eliminar prácticamente a aquel mundo en lo referente a la dirección de los destinos europeos, éste, en tanto ideología ha visto en los Estados Unidos una especie de tierra prometida. Habiendo partido los antiguos dioses, la exaltación del ideal técnico-mecánico tenía que tener como consecuencia una especie de “culto de la América”. “La tempestad revolucionaria de la Rusia soviética debe unirse al ritmo de la vida americana”. “Intensificar la mecanización ya en acto en América y extenderla a todos los campos, es el deber de la nueva Rusia proletaria”, han sido directivas prácticamente oficiales. Así Gasteff había proclamado el “superamericanismo” y el poeta Majakowsky había dirigido a Chicago, “electro-dinamo-mecánica metrópolis”, su himno colectivista. Aquí evidentemente Norteamérica como la odiada plazoleta del “imperialismo capitalista” pasa a un segundo plano respecto de Norteamérica cual civilización de la máquina, de la cantidad y de la tecnocracia. Las referencias a una congenialidad, lejos de ser extrínsecas, pueden hallar confirmación en elementos de muchos otros dominios.
Cuáles y cuántas sean las divergencias entre Rusia y Estados Unidos en materia étnica, histórica, de temperamento, etc., ello es conocido por cualquiera y no necesita ser puesto de relieve. Tales divergencias no pueden sin embargo nada frente a un hecho fundamental: partes de un “ideal”, que en el bolchevismo no existe todavía que como tal, o es impuesto con medios crudos, en Norteamérica se han realizado por un proceso casi espontáneo, tanto de revestir caracteres de naturaleza y de evidencia. Así en un ámbito también más vasto de lo que pensase Engels se ha realizado una profecía suya ya recordada, o sea de que justo el mundo del capitalismo habría ido a allanar el camino al del Cuarto Estado.
También los Estados Unidos, en el modo esencial de considerar a la vida y al mundo, han creado una “civilización” que representa la precisa contradicción de la antigua tradición europea. Ellos han introducido definitivamente la religión de la práctica y del rendimiento, han puesto el interés por la ganancia, por la gran producción industrial, por la realización mecánica, visible, cuantitativa, por encima de cualquier otro interés. Ellos han dado lugar a una grandiosidad sin alma de naturaleza puramente técnico-colectiva, privada de cualquier trasfondo de trascendencia y de cualquier luz de interioridad y de verdadera espiritualidad; también ellos han opuesto a la concepción en la cual el hombre es considerado como cualidad y personalidad en un sistema orgánico, aquella en la cual él se convierte en un mero instrumento de producción y de rendimiento material en un conglomerado social conformista.
Mientras que en el proceso de la formación de la mentalidad soviético-comunista el hombre masa, que ya vivía místicamente en el subsuelo de la raza eslava, ha tenido una parte de relieve, y de moderno no tenemos sino el plan para su encarnación racional en una estructura política omnipotente, en Norteamérica el fenómeno deriva del determinismo inflexible por el cual el hombre, en el acto de desapegarse de lo espiritual y de darse a la voluntad de una grandeza temporal, más allá de cualquier ilusión individualista cesa de pertenecerse a sí mismo para convertirse en parte dependiente de un ente que él termina por no poder dominar más, que lo condiciona de manera múltiple. Justamente la conquista material como ideal rápidamente asociado al del bienestar físico y de la “prosperity”, ha determinado las transformaciones y la perversión que presenta Estados Unidos. Justamente ha sido dicho que, “en su carrera hacia la riqueza y el poderío, América del Norte ha desertado del eje de la libertad para seguir el del rendimiento... Todas las energías, comprendidas las del ideal y hasta de la religión, conducen hacia el mismo fin productivo: se está en presencia de una sociedad de rendimiento, casi como de una teocracia del rendimiento, la cual tiende más a producir cosas que hombres”, o hombres, sólo en cuanto más eficaces productores de cosas. “Una especie de mística exalta, en los Estados Unidos, los derechos supremos de la comunidad. El ser humano, convertido en medio más que en fin, acepta esta parte de rueda de la inmensa máquina, sin pensar un instante que pueda ser por ella disminuido”, “de allí pues un colectivismo de hecho, el cual, querido por las élites y desprejuiciadamente aceptado por las masas, en forma subrepticia mina la autonomía del hombre y canaliza así de manera estrecha su acción, de modo que, sin sufrirlo e incluso sin saberlo, confirma él mismo su propia abdicación”. De aquí, “ninguna protesta, ninguna reacción de la gran masa americana contra la tiranía colectiva. Ella la acepta libremente, como una cosa que va por sí misma, casi fuese justamente lo que le conviene”.
Sobre esta base, afloran temas iguales, en el sentido de que también en el campo más general de la cultura se determina necesariamente y en modo espontáneo una correspondencia con los principios informadores del nuevo mundo soviético.
Así pues si EE.UU. no piensa en proscribir todo aquello que es intelectualidad, es sin embargo cierto que en lo relativo a ésta, y en la medida en que no se traduzca en instrumento para algo práctico, alimente un instintivo desinterés, casi como hacia un lujo, en el cual no debe emplearse demasiado quien está empeñado en cosas más serias, que serían el go to get quick, el service, la campaña en nombre de ésta o de aquella ridiculez social y así sucesivamente. En general, mientras los hombres trabajan, son sobre todo las mujeres, en EE.UU., las que se ocupan de “espiritualismo”: de allí su fuerte porcentaje en las mil sectas y sociedades en las cuales espiritismo, psicoanálisis y doctrinas orientales falsificadas se mezclan con el humanitarismo, el feminismo y el sentimentalismo, puesto que, además del puritanismo socializado y el cientificismo, no muy distinto es el nivel yanqui de “espiritualidad”. Y aun cuando se vea a EE.UU. acaparando con sus dólares a exponentes y obras de la antigua cultura europea, y ésta se use gustosamente para el relax de los señores del Tercer Estado, el centro verdadero se encuentra siempre afuera. En EE.UU. es un hecho que el inventor y el descubridor de algún nuevo utensilio que multiplique el rendimiento será siempre más considerado que el tipo tradicional del intelectual; que todo lo que es ganancia, realidad y acción en sentido material nunca sucederá que en la balanza de los valores tenga menor peso con respecto a lo que puede venir de una dirección de dignidad aristocrática. Así pues si EE.UU. no ha puesto, como el comunismo, en proscripción a la antigua filosofía, ha hecho algo mejor en cambio: por boca de William James ha declarado que lo útil es el criterio de lo verdadero y que el valor de cualquier concepción, incluso metafísica, debe medirse por su eficacia práctica, la cual luego, en el marco de la mentalidad norteamericana, termina casi siempre queriendo decir económico-social. El llamado pragmatismo es uno de los signos más característicos para la civilización yanqui; y se vincula con estos signos también la teoría de Dewey y el llamado behaviorismo: es la correspondencia exacta de las teorías recabadas, en la URSS, de las visiones de Pavlov acerca de los reflejos condicionados y, como ésta, excluyente de todo el Yo y de la conciencia como un principio sustancial. La consecuencia de esta teoría típicamente “democrática” es que todos pueden llegar a ser todo a condición de un cierto adiestramiento y de una cierta pedagogía, o sea que el hombre, en sí mismo, es una sustancia informe plasmable de la manera como el comunismo quiere que sea, cuando, en biología, considera como antirevolucionaria y antimarxista la teoría genética de la cualidades innatas. La potencia que en Norteamérica tiene la publicidad, el advertising, se explica por lo demás con la inconsistencia interna y la pasividad del alma americana que por tantos aspectos presenta las características bidimensionales, no de la juventud, sino del infantilismo.
El comunismo soviético profesa oficialmente el ateísmo, Norteamérica no llegó a tanto, pero, sin darse cuenta, es más, estando muchas veces convencida de lo contrario, corre a través de una pendiente en la cual nada más queda de lo que en los mismos marcos del catolicismo había significado religión. Se ha ya visto aquello a lo cual con el protestantismo se reduce la religiosidad: rechazado todo principio de autoridad y de jerarquía, liberada de cualquier interés metafísico, de dogmas, ritos, símbolos y sacramentos, ella se ha rebajado a un mero moralismo que en los países anglosajones, sobre todo en EE.UU., pasa al servicio de la colectividad conformista.
Con razón revela Siegfried que “la sola religión americana es el calvinismo, como aquella concepción para la cual la célula verdadera del organismo social no es el individuo, sino el grupo” y en donde al ser considerada la misma riqueza a los ojos de sí mismo y de los demás como un signo de elección divina, “se convierte difícil discernir entre aspiración religiosa y mera caza de la riqueza... Se admite así como moral y deseable que el espíritu religioso se convierta en factor de progreso social y de desarrollo económico”. Consecuentemente las virtudes requeridas para cualquier fin sobrenatural terminan apareciendo inútiles y nocivas. A los ojos de un yanqui puro el asceta no es sino un perdedor de tiempo, un parásito de la sociedad; el héroe en el sentido antiguo, no es sino una especie de loco peligroso al que hay que eliminar con oportunas profilaxis pacifistas y humanitarias, mientras que el moralista puritano fanático es rodeado de una fúlgida aureola”.
¿Todo ello quizás está muy lejos del principio de Lenin de eliminar “toda concepción sobrenatural o aunque fuese extraña a los intereses de clase”; de destruir como un mal contagioso cualquier resto de espiritualidad independiente; no nos encontramos quizás en el mismo camino del hombre terrenalizado omnipotente que —en EE.UU. como en URSS— toma la forma de la ideología tecnocrática?.
También el punto siguiente debe ser tomado en consideración. Con la NEP (* Nueva Política Económica) en Rusia no se había abolido el capitalismo privado sino para sustituirlo por un capitalismo de Estado: se tiene así un capitalismo centralizado sin capitalistas visibles, lanzado, por decirlo así, hacia una mastodóntica empresa sin fondo. Teóricamente, todo ciudadano soviético es simultáneamente obrero y accionista del trust omnipotente y omnicomprensivo del Estado socialista. Prácticamente, él es sin embargo un accionista que no recibe dividendos: prescindiendo de lo que le es dado para vivir, lo recaudado de su trabajo va al Partido que lo vuelve a lanzar en otras empresas de trabajo y de industria sin permitir que se detenga y haciendo en vez que el resultado sea siempre la más alta potencia del hombre colectivo, no sin una precisa relación con los planos de la revolución y de la subversión mundial. Ahora bien, se recuerde lo que se dijo acerca de la ascesis del capitalismo —fenómeno sobre todo norteamericano—, acerca de la riqueza que en EE.UU. en vez de ser el fin del trabajo y el medio para una grandeza extraeconómica, o tan siquiera para el libre placer del sujeto, se convierte en medio para producir nuevo trabajo, nuevos provechos y así sucesivamente, en procesos en cadena que se llevan siempre más allá y que no permiten detenerse. Teniendo presente esto, se llega nuevamente a constatar que en USA, por aquí y por allí, de manera espontánea y en un régimen de “libertad”, viene a afirmarse el mismo estilo que de manera violenta las estructuras del Estado comunista tienden a realizar. Por lo tanto, en la grandeza desfalleciente de las metrópolis yanquis en donde el sujeto  —“nómade del asfalto”— realiza su nulidad ante el reino inmenso de la cantidad, de los grupos, de los trusts y de los estandards omnipotentes, de las selvas tentaculares de rascacielos y fábricas, mientras que los dominadores son encadenados a las cosas que ellos dominan, en todo ello lo colectivo se manifiesta más todavía, en una forma aun más sin rostro que en la tiranía ejercida por el régimen soviético, sobre elementos muchas veces primitivos y abúlicos.
La estandarización intelectual, el conformismo, la normalizacion obligatoria y organizada en grande son fenómenos típicamente norteamericanos, pero sin embargo colindantes con el ideal soviético de un “pensamiento de Estado” con valor colectivo. Ha sido justamente resaltado que todo norteamericano —se llame Wilson o Roosevelt, Bryan o Rockefeller— es un evangelista que no puede dejar en paz a sus semejantes, que constantemente siente el deber de predicar y de darse ocupación para convertir, purificar, elevar a cada uno al nivel moral estándar de los Estados Unidos, que él no duda que es el más alto. Se ha comenzado con el abolicionismo en la guerra de secesión y se ha terminado con la doble “cruzada” democrática wilsoniana y rooseveltiana en Europa. Pero también en pequeña medida, aunque se trate de prohibicionismo, de propaganda feminista, pacifista o naturista hasta el apostolado eugenésico y así sucesivamente, el espíritu es siempre el mismo, siempre la misma es la voluntad de estandarizar, la intrusión petulante de lo colectivo y de lo social en la esfera individual. Nada más falso es suponer que el alma norteamericana sea “abierta”, desprejuiciada: no existe otra que tenga tantos tabúes. Pero ella los ha incorporado de un modo tal que ni siquiera se da cuenta.
Se ha ya mencionado que una de las razones del interés alimentado por la ideología bolchevique hacia EE.UU. derivaba del hecho de que ella había visto de qué tan buen modo contribuya el tecnicismo de esta última civilización al ideal de despersonalización. El estándar moral corresponde al espíritu práctico del norteamericano. El confort al alcance de todos y la superproducción en la civilización de los consumos que caracterizan a EE.UU. han sido pagadas con el precio de millones de hombres reducidos al automatismo del trabajo, formados según una especialización a ultranza que restringe el campo mental y embota toda sensibilidad. En lugar del tipo del antiguo artesano, para el cual cada tarea era un arte, de modo de que cada objeto llevaba una huella de personalidad y, en cada caso, al ser producido por sus mismas manos, presuponía un conocimiento personal, directo, cualitativo de aquel oficio, se tiene una horda de parias que asiste estúpidamente a mecanismos de los cuales uno solo, el que los repara, conoce los secretos, con gestos automáticos y uniformes casi como los movimientos de sus utensilios”. Aquí Stalin y Ford se dan la mano y, naturalmente, se establece un círculo: la estandarización inherente a todo producto mecánico y cuantitativo determina e impone la estandarización de quien los consume, la uniformidad de los gustos, una progresiva reducción a pocos tipos, que va al encuentro de aquella que se manifiesta directamente en las mentalidades. Y todo en Norteamérica concurre para este fin: conformismo en los términos de un matter-of-fact, likemindedness, es la consigna, sobre todos los planos. Así pues, cuando los diques no se hayan roto por el fenómeno de la delincuencia organizada y por otras formas salvajes de “supercompensación” (hemos ya mencionado la beat generation), aligerada con cualquier medio del peso de ser una vida remitida a sí misma, llevada por el sentir y el actuar sobre las vías ya hechas, claras y seguras de Babbit, el alma americana vuelve simple y natural como puede serlo una hortaliza, fuertemente protegida contra cualquier preparación trascendente por los parantes del “ideal de animal” y de la visión optimista-deportiva del mundo.
Así para la masa de los Norteamericanos se podría bien hablar de una confutación en grande del principio cartesiano “Cogito, ergo sum”: ellos “no piensan y son”, es más, no pocas veces, son como seres peligrosos, y en varios casos sucede que su primitivismo supere en gran medida el del eslavo no totalmente formado como “hombre soviético”.
La nivelación, naturalmente no deja de extenderse a los sexos. La emancipación soviética de la mujer concuerda con la que en EE.UU. la imbecilidad feminista, extrayendo de la democracia todas sus lógicas consecuencias, había ya desde hace tiempo realizado en correlación con la degradación materialista y practicista del hombre. Con los divorcios en cadena y en repetición, la disgregación de la familia en EE.UU. tiene un ritmo análogo al de esperarse en una sociedad que conozca sólo “compañeros” y “compañeras”. Mujeres que, habiendo abdicado de sí mismas como tales, creen ascender al asumir y ejercer la una o la otra de las actividades masculinas; mujeres que parecen ser incluso castas en su impudicia y sólo banales aun en las perversiones más avanzadas, y aquellas que piden al alcohol la manera de descargarse de las energías reprimidas o desviadas de su naturaleza; jóvenes y muchachas, en fin, que en una promiscuidad de camarada y deportiva parecen no conocer más que muy poco de la polaridad y del magnetismo elemental del sexo. Estos son fenómenos de pura marca americana, aun si su difusión infectiva en casi todo el mundo ya no deja más recordar el origen. En el estado actual, si una diferencia hay a tal respecto con la promiscuidad deseada por el comunismo, ésta se resuelve sólo en sentido peyorativo: está representada por un factor ginecocrático, en EE.UU., como en los países anglosajones en general, cada mujer y cada muchacha considera como algo totalmente natural que se le reconozca por derecho una especie de preeminencia y de intangibilidadad moral.
En los inicios del bolchevismo había habido quien había formulado el ideal de una música de base rumorista-colectiva para purificar también este campo de las concepciones sentimentales burguesas. Es lo que Norteamérica ha realizado en grande y ha difundido en todo el mundo con un fenómeno extremadamente significativo: el jazz. En las grandes salas de las ciudades yanquis en donde centenares de parejas se sacuden como fantoches epilépticos y automáticos ante los sincopados negros, es verdaderamente un “estado de muchedumbres”, es la vida de un ente colectivo que se vuelve a despertar. Es más, quizás pocos fenómenos son expresivos como éste, para la estructura en general del mundo moderno en su última fase: porque para tal estructura es característica la coexistencia de un elemento mecánico, sin alma, hecho esencialmente de movimiento, en una clima de turbia sensación (“una selva petrificada contra la cual se agita el caos” —H. Miller). Además, lo que en el bolchevismo había sido programado y realizado, ahora en un lugar, ahora en otro, al modo de representaciones “teatralizadas” del despertar del mundo proletario a los fines de una activación sistemática de las masas, en Norteamérica ha encontrado desde hace tiempo su equivalente en una más vasta escala y en forma nuevamente espontánea: es el delirio insensato de los meetings deportivos, centrados en una degradación plebeya y materialista del culto de la acción; fenómenos de irrupciones de lo colectivo y de regresión en lo colectivo, éstos, por lo demás, como es sabido, han surcado desde hace tiempo el océano.
Ya el norteamericano Walt Witman, poeta y místico de la democracia, puede ser considerado como un precursor de aquella “poesía colectiva” que empuja a la acción, que, como se ha dicho, es uno de los ideales y de los programas comunistas: pero un lirismo de tal tipo en el fondo, empapa muchos aspectos de la vida yanqui: deporte, activismo, producción, service. Así como en la URSS hay que esperar sólo que adecuados desarrollos resuelvan los residuos primitivos y caóticos de la antigua alma eslava,  en los Estados Unidos sólo hay que esperar que los residuos individualistas del espíritu de los rangers, de los pioneros del Oeste, y cuanto aun se desencadena y busca compensación en las gestas de los gangsters, de los existencialistas anárquicos y en fenómenos similares, sea reducido y retomado en la corriente central.
Si éste fuese el lugar, sería fácil ir más allá en la constatación de análogos puntos de correspondencia, los cuales permiten pues ver en Rusia y Norteamérica dos rostros de una misma cosa, dos movimientos, que, en correspondencia con los dos más grandes centros de poder del mundo, convergen en sus destrucciones. La una, realidad en camino de conformarse, bajo el puño de hierro de una dictadura, a través de una completa estatización y racionalización. La otra: realización espontánea (por ende todavía más preocupante) de una humanidad que acepta ser y quiere ser lo que es, que se siente sana, libre y fuerte y llega por sí misma a los mismos puntos, sin la sombra casi personificada del “hombre colectivo”, al que sin embargo tiene en su red, sin la entrega fanático-fatalista del eslavo comunista. Pero detrás de la una como de la otra “civilización”, detrás de una y otra grandeza, quien ve, reconoce igualmente los pródromos del advenimiento de la “Bestia sin Nombre” *.
No obstante ello, hay quien todavía se solaza con la idea de que la “democracia” norteamericana sea el antídoto contra el comunismo soviético, la alternativa del llamado “mundo libre”. En general, se reconoce el peligro cuando éste se presenta en la forma de un ataque brutal, físico, desde lo externo; no se lo reconoce, cuando éste toma los caminos que pasan desde lo interno. Europa desde hace tiempo ya que padece la influencia de Norteamérica, es decir de la perversión de los valores y de los ideales ínsitos en el yanqui. Ello por una especie de fatal contragolpe. En efecto, como alguien ha justamente dicho, Amé-rica no representa sino un “extremo Occidente”, el desarrollo ulterior hasta el absurdo de las tendencias-básicas elegidas por la moderna civilización occidental en general. Por esto, no es posible una verdadera resistencia cuando alguien se mantenga firme en los principios de una tal civilización y sobre todo en los espejismos técnicos y productivos. Y con el desarrollo de esta influencia aceleradora podrá pues acontecer que, al cerrarse la tenaza desde Oriente y desde Occidente alrededor de una Europa que, después de la segunda guerra mundial, privada ya de cualquier verdadera idea, ha cesado también políticamente de tener rango de potencia autónoma y hegemónica mundial, y no sea capaz ni siquiera de advertir un sentido de capitulación. El triunfo final podrá no tener siquiera los caracteres de una tragedia.
El mundo comunista y Norteamérica, en su actitud de estar persuadidos de tener una misión universal, expresan una realidad de hecho. Tal como se ha dicho, un mismo eventual conflicto entre ellos valdrá en el plano de la subversión mundial, como la última de las operaciones violentas, que implica el holocausto bestial de millones de vidas humanas, para que se realice a pleno la última fase de la involución y del descenso del poder de la una a la otra de las antiguas castas, hasta la más baja de éstas, y el advenimiento de una humanidad colectivizada. Y también, si no tuviese que verificarse la catástrofe temida por algunos en relación al uso de las armas atómicas, al cumplirse un tal destino toda esta civilización de titanes, de metrópolis de acero, de cristal y de cemento, de masas pululantes, de álgebras y máquinas encadenadoras de las fuerzas de la materia, de dominadores de cielos y de océanos, aparecerá como un mundo que oscila en su órbita y se dirige a desligarse de ella para alejarse y perderse definitivamente en los espacios, donde no hay más ninguna luz, salvo la siniestra encendida por la aceleración de su misma caída.

(Rebelión contra el mundo moderno, pgs. 425-434)


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