DEFENSA
DE LA MUJER ISLÁMICA
“¿Qué es lo que distingue a una mujer europea de una
turca? En que las primeras tienen amantes y los maridos no lo ignoran y cierran
los ojos, buscándose a su vez a otra. Las mujeres a su vez se exhiben medio
desnudas. Una turca en cambio pertenece solamente a su marido y no le muestra
su rostro a otro. Yo que conozco los dos tipos de vida, prefiero la turca”.
Estas palabras encierran la tesis que Claude Anet ha desarrollado
en su libro La ribera del Asia, una
obra interesante que, si bien tan sólo parcialmente, penetra en la esencia
verdadera de la vida turca que la protagonista prefiere a la europea. En el
mismo esta mujer es llevada a habitar
con el hombre que ama en el Asia, a un antiguo harem con las puertas de hierro
y las ventanas enrejadas. Poco a poco la llama profunda de la espiritualidad
asiática penetra en ella, y su amor se libera de los vínculos occidentales de
los celos y del egoísmo. Que el hombre sea fiel esto a ella no le interesa más;
ella, la mujer, debe ser igualmente fiel, en el modo más absoluto como la monja
enclaustrada que se ha ofrendado a su dios. Nadie debe ver su rostro que
pertenece, como también su alma y su cuerpo, a aquel solo hombre. Ella da sin
solicitar nada en cambio, sabiendo de poder dar en forma inagotable. Muy pronto
no le importará más si él la ame o no, ella lo ama, y su llama no precisa de alimento
exterior, arde y resplandece de su propia vida.
En este punto Anet ha por cierto comprendido el significado
profundo y hasta diría sacro, que ha animado a la institución islámica del
harem. Hay un sentido de ascesis y un sentido de grandeza llevado hasta la
misma vida de los sentidos y de los sentimientos, que me hace sonreír si pienso
en todo lo que los civilizadísimos europeos han dicho respecto de esta
institución tan bárbara, reputada como cosa del pasado.
¡Cuánta libertad hay sin embargo en esta aparente esclavitud! ¡Cuánto
dominio de sí en esta entrega! ¡Cuál superación en este sacrificio, en este
aparente convertirse en una ‘cosa’ que nada solicita y que en cambio todo lo
da, de manera simple, luminosa, desde el momento en que se ha despertado a la
vida de mujer hasta su muerte!
Entre nosotros el hecho de que una mujer pueda entregar toda su
vida a Dios, renunciando por Dios a la vida exterior, constituye absolutamente
una excepción. En la concepción islámica esto es en cambio algo natural y tan
sólo un hombre era suficiente para animarla a tal sacrificio, un hombre al cual
no se le solicitaba ni siquiera el amor, que se amaba en modo tan vasto, de ser
capaz de admitir que también otras pudiesen participar del mismo sentimiento y
que le estuviesen unidas en el mismo vínculo y en el mismo sacrificio.
Es natural pues que se presente la comparación entre el Oriente y
el Occidente, no sólo en los términos de la frase citada al comienzo. El amor
que el Occidente ha elegido hasta ayer es aquel que no tolera al amado de no
amar, que no tolera que aquel al cual una mujer se le ha entregado a su vez no
se le entregue y no le pertenezca. Esta idea en la mujer occidental se ha convertido
en algo así como un instinto. Quien ha sentido de manera más profunda la mordedura
del celo también puede comprender que sólo una fuerza casi más que la de un ser
humano sería capaz de superarla con la vastedad de un sentimiento y de una oferta
que sin embargo se mantiene y hasta se exalta en la renuncia. No discuto la
concepción europea del amor: sin duda ésta es más humana, más terrenal, más
dulce, más orgullosa. Pero en el Islam la referencia se desplaza y lleva a las
mujeres, de acuerdo a las posibilidades de su naturaleza, al mismo plano al que
arribaba el asceta, del mismo modo que la regla del harem imita la de los
conventos. La entrega integral de la antigua mujer turca expresa la más elevada
posibilidad espiritual de la mujer. El amor se le convierte en el altar en el
cual ella arde y se libera a sí misma.
En Occidente, quizás hasta ayer mismo había aun un residuo de esta
posibilidad en el concepto tradicional de la familia a la cual se entregaba la
joven luego de una vida de ensueños, de soledad y de espera. Pero la vida de
hoy en día, puramente exterior, febril, caótica, disgregadora, que no permite
ni siquiera un minuto de soledad, junto a los otros ideales ha hecho derrumbar
también esto, y no ha venido en verdad nada a sustituirlo. No se habla más de
amar sin condiciones, en modo tal de elevarse así por encima del hombre común;
sino que la misma capacidad de consagrarse a un solo ser, y de amar propiamente
está desapareciendo.
Es necesario ya tener el
coraje de mirar de frente a la realidad y de ser capaces de sentir hacia dónde
estamos yendo.
Las mujeres hoy son inquietas, carentes de dirección, enfermas de
una sensibilidad epiléptica y puramente cerebral, estandarizadas en los
pensamientos, en las almas, en las palabras. La vida moderna está haciendo de
ellas una cosa híbrida, asexual, algo que en casi todos los campos cada día se
empobrece en su valor, en su significado y en su fascinación. Y esto porque,
deseosas de ser libres y de recuperarse de siglos enteros de esclavitud, tienen
necesidad de mostrar que también ellas son capaces de ganar dinero, de
divertirse, etc., deseosas en suma de tener una ‘personalidad’, han creído de
poder lograrlo imitando la de los hombres.
El error se encuentra aquí en forma plena. No es descendiendo en
los mismos terrenos del varón, tales como el deporte, el despliegue físico,
fumando, trabajando, que la mujer puede crearse una personalidad, y ni siquiera
tomándose amantes por gusto o pasatiempo o para demostrase a sí mismas de
haberse liberado de antiguos prejuicios. Sólo
centralizándose en un único sentimiento la mujer puede dar un significado a la
propia vida. (...)
Hoy por primera vez nos encontramos
ante un tipo de mujer que se apropia de las virtudes y de los defectos de los
hombres, es decir nos hallamos ante esta
nuestra mujer disoluta que tiene amantes sin dar demasiada importancia, por
necesidad fisiológica, y en la cual todo lo que ella tenía de típicamente
femenino desaparece. Así aquel espíritu de sacrificio, de verdadera entrega, y
aquel vasto y profundo sentido de maternidad que podría transformar al amante
desaparece totalmente. ¿Qué es lo que nos presenta la mujer moderna? Un mero maquillaje
filosófico y literario, un cuerpo masculinizado, un alma ambigua, pequeña,
pasiva, imitativa, privada sea de carnalidad como de espiritualidad.
“Y bien, nos dicen ellas, ¿qué nos importa la femineidad y otras
cosas similares? Nosotras somos egoístas y queremos vivir para nosotras mismas
y sobre todo vivir intensamente”. Está bien: pero vivir para sí mismas
significa hacerlo de acuerdo a la propia naturaleza y vivir intensamente
significa exaltar las propias fuerzas y no deformarlas. Y las mujeres modernas
que no creen más en nada, ni siquiera en el amor, que conceden su cuerpo más
fácilmente de lo que hace veinte años concedían un beso o hace cuarenta una
sonrisa, ebrias de movimiento, mentirosas sin genialidad, bien vestidas pero
sin elegancia, coquetas pero sin finura, las mujeres modernas no sólo destruyen
aquello que de más personal, de exquisito, aun de pérfido y de peligroso, tenía
en sí la femineidad, sino que ni siquiera llegan a vivir intensamente.
Podrá objetarse que todo esto ha surgido sólo después de la
guerra, o bajo el peso de las necesidades exteriores sociales. Pero la guerra a
nuestro juicio, no ha hecho otra cosa que acelerar y agudizar un fenómeno que
desde hace tiempo maduraba en la sombra, y las verdaderas causas son interiores.
De cualquier manera, las consecuencias ya son aceptadas con ligereza, Y los
sexos se nivelan, las relaciones, degradadas, cuando no tienen por mira la
exasperación artificial, más que de amantes, de compañeros casi castos,
asociados a los mismos embrutecimientos de la vida del trabajo y de oficina,
casi como si se tratase de un deporte, pero absolutamente privados de cualquier
característica individual y de la grandeza arrolladora de aquellos sentimientos
que hacen de toda una vida un solo sacrificio, que destruyen un alma y la
transportan hacia más allá de ella misma.
Me parece que al tener presente un punto de referencia tan
absoluto, como el del amor en el Islam, resulta bien notoria la causa profunda
de tanta perversión. La mujer ha perdido totalmente el sentido de su vía, la
cual no es aquella a través de la cual el hombre puede realizarse. La mujer se realiza a sí misma no viviendo
para sí misma, sino en el querer ser toda para otro. Bajo este punto de vista la
mujer es superior al hombre vulgar y, tal como he dicho, se acerca al místico y
al asceta. El Oriente que comprendió esto de manera perfecta, además de la
sólida base de una institución social, creó el tipo de una mujer verdaderamente
mujer, desarrollada en todas las posibilidades de luz y de ardor de su
naturaleza. El principio del mal aparece ya en la idea europea del amor que no
es suficientemente fuerte si no tiene la necesidad de un exclusivismo. No es
una paradoja que cuando la mujer ha pretendido a un hombre que con el alma y
con el cuerpo fuese solamente suyo, ha degradado su grandeza y la pureza de su
entrega, ha comenzado así a traicionar la esencia pura de la femineidad para
tomar en préstamo un modo de ser propio de la naturaleza masculina. Luego vino
lo demás y la imitación ha sido consciente, metódica y razonada. La mujer que
quiere poseer a un hombre es natural que pretenda poseer más de un uno; y en un
momento sucesivo, en razón de un aumento de egoísmo, ni siquiera serán más los
hombres a interesarla, sino tan sólo aquello que éstos le podrán dar para su
placer, y al final cuando ella ha tenido bastante con tal juego -y Norteamérica
–ya lo hemos dicho- es un ejemplo palpable de ello-, ya ni siquiera el mismo
placer llega a interesarla cuanto el hacerse saludable y bella para sí misma,
el mostrase con vestidos o con la menor cantidad posible de vestidos, el
practicar deporte, el bailar por el bailar, el tener dinero y así
sucesivamente.
Un camino similar lo puede recorrer también el hombre, puesto que
no creo que el centro del hombre caiga en el amor y en la entrega. Pero la
mujer recorriéndolo, se ha desnaturalizado a sí misma. Ha querido su autonomía,
y los hombres se lo permitieron y ella lo ha logrado. Convertida en libre de
disponer de sí por haberse construido una ‘personalidad’ y un derecho a
imitación del hombre, ha sido justamente ella, la mujer europea y no la turca,
la que se ha convertido en una ‘cosa’. Deseaban tener una personalidad y
llegaron justamente a lo opuesto a estar privadas de toda personalidad
verdadera y de cualquier expresión superior.
Julius Evola (La Torre, Nº 8, 15 de mayo de 1930, escrito
con la firma de Marcella D’Arle, una escritora de origen europeo que resolviera convertirse al Islam tradicional y pasar el resto de sus días en un harem),