DROGA Y DEMOCRACIA
La reciente muerte por sobredosis de 5 jóvenes, más otros tantos caídos en estado vegetativo, como resultado de su participación en una ‘fiesta electrónica’ y las posteriores explicaciones sobre el hecho acontecidas admiten de nuestra parte una serie de reflexiones desde una perspectiva estrictamente tradicional y por lo tanto antimoderna y antidemocrática.
En primer lugar debemos repetir una vez más un lugar común para nosotros. Que una sociedad que ha negado lo trascendente como la actual no queda recluida en la esfera de la simple inmanencia, sino que en forma fatal y necesaria va descendiendo paulatinamente al plano de lo que es inferior al mismo orden natural, es decir a las esferas prepersonales e instintivas del ser, a aquello que los pueblos de la antigüedad calificaron como el aspecto demónico e ínfero, y que las grandes religiones simbolizaron bajo la forma del Infierno y del demonio, lo que sería lo más asimilable a lo que hoy en día se conoce como la esfera de lo inconciente instintivo e irracional del ser en donde todo atisbo de yo y de conciencia queda negado o simplemente reducido a una sublimación. Digamos en relación con esto que la gran diferencia que existe entre un orden tradicional y uno moderno es que en el primero esa zona inferior era vedada y –utilizando un término hoy caído en descalificación- reprimida a fin de que no interfiriera en el accionar del hombre en su cotidianidad y principalmente en su destino superior, es decir en lo relativo a aquello por lo cual él se encontraba transitando por esta vida. Y existieron al respecto en los pueblos una serie de figuras encargadas de doblegar a tales fuerzas inferiores en su actitud invasiva a fin de que quedaran recluidas en un lugar determinado y no perturbaran el libre desempeño del orden social. Tal es lo que aun en las mal llamadas sociedades primitivas (que en múltiples aspecto eran superiores a las nuestras) era la figura del brujo o el chamán el cual, a través de ritos y ceremonias, ahuyentaba su accionar sea en el grupo como en los sujetos individuales. Tal figura fue luego retomada por el sacerdote el cual, a través de la convocación de lo alto, hacía ‘descender en los infiernos’ a los influjos provenientes de las esferas inferiores del ser.
Frente a esta situación de normalidad es que tenemos nosotros hoy en día el mundo moderno en sus fases terminales. En el mismo no solamente tales acciones de protección han desaparecido a nivel social, sino que por el contrario se ha generado un movimiento inverso de suscitación y convocación de estas fuerzas inferiores cuyo fin indubitable es el aniquilamiento de la persona, no sólo físicamente (y el ejemplo con el que iniciamos esta nota es una clara indicación de ello) sino también y en modo principal psíquica y espiritualmente. Tal es el sentido último del fenómeno de la drogadicción. Al haberse vedado al hombre las vías de acceso hacia lo trascendente, al carecer el ser humano de metas superiores por las cuales vivir, se produce naturalmente un movimiento de apertura y de descenso hacia lo bajo y lo más sórdido del ser hasta llegar irreversiblemente a una situación de aniquilamiento total de la persona humana, en primer término en el plano psíquico y espiritual hasta arribar en casos últimos y como consecuencia de todo ello a la misma destrucción física. Pero sería errado reducir tal fenómeno exclusivamente al consumo de una determinada sustancia. Existe una verdadera y propia cultura de la droga con manifestaciones en todo orden, sea pretendidamente filosófico como científico y artístico. Comenzando por este último caso, digamos que la autotitulada música electrónica, en uno de cuyos ‘festivales’ se produjera el hecho antes aludido, es una forma de agitación menádica de la persona en la que se le ha quitado a la música propiamente dicha cualquiera de sus formas esenciales para reducirla a un ruido sórdido, rimbombante y repetitivo acompañado de efectos especiales para los cuales el consumo de la droga resulta un elemento determinante de acompañamiento. En este caso se busca reducir a la persona a un conjunto de sensaciones de suma intensidad en donde el yo se encuentre ausente y colapsado para lo cual el uso de una determinada sustancia de carácter alucinógeno es aquí solicitada para completar dicho fenómeno. No ha sido a su vez un hecho casual que el nombre dado a la misma fuese el de ‘éxtasis’, haciendo recordar con ello un fenómeno perteneciente a la esfera superior, en especial en los grandes místicos, los que con tal término se referían a una suspensión provisoria de las funciones sensorio perceptivas con la finalidad de elevarse hasta la dimensión de lo absoluto. En este caso, en la medida que nos hallamos claramente con una expresión de satanismo, en tanto que se trata de una inversión simiesca de una cosa superior, también hay una salida de sí, pero no para suspender la función sensitiva, sino por el contrario para estereotiparla hasta límites grotescos y hasta suicidas.
Demás está decir que la democracia tiene que ver con la droga en forma explícita e implícita. En el primer caso lo tenemos con todas las distintas doctrinas modernas que estimulan el flujo del hombre hacia las dimensiones más bajas del ser convirtiéndolas en factor determinante. Así como la democracia como doctrina política y social asigna el valor de verdad de las cosas al factor numérico del demos, lo demónico e inferior, distintas cosmovisiones de ella derivadas, como el evolucionismo que pone el origen del hombre en la bestia, el marxismo que lo ubica en el apetito económico, o el freudismo, más cercano al caso aquí analizado, que lo ubica en el inconsciente sexual, son la clara expresión de este flujo democrático hacia lo que es menos e inferior.
A estas formas explícitas de promoción de la droga, es decir de la proyección del hombre hacia lo más bajo, debemos agregarle las implícitas. Henos pues que con suma hipocresía la democracia hoy condena a la droga bajo la evidencia de que el uso de tal sustancia daña la salud del ser humano, lo cual es cierto, pero por otro lado estimula su consumo en tanto que lo ha despenalizado, quedando reducida la conducta delictiva tan sólo al tráfico y venta de la misma. Lo cual representa una verdadera hipérbole y contradicción pues bien sabemos que la causa principal de que exista tal flagelo es que haya consumidores de tales productos y no que los mismos se vendan. Se supone además que una gran campaña de concientización, en donde se expliquen los daños que la droga causa a la salud, terminaría convenciendo a las personas de no comprarla, lo cual es falso totalmente pues la única manera de vencer tal flujo hacia lo inferior es presentando al hombre valores superiores por los cuales vivir. Éstos no pueden ser los ideales burgueses de vida vacuna y democrática en donde el principio del placer queda ratificado y multiplicado luego a través del consumo de sustancias alucinógenas.
Dentro de esas causas implícitas digamos también que resulta curioso que nadie hasta ahora se haya animado a exigir la prohibición de aquellos centros en los cuales se producen estos consumos masivos de droga como son tales festivales y boliches. Se dice que ello sería ‘reprimir’, palabra que como decimos se ha demonizado totalmente por lo que, con tal de no llegar a tal extremo, se estaría dispuesto a permitir el libre consumo de dicho producto. Suponemos entonces que el paso siguiente será aquel por el cual, a fin de evitar conductas fachistas y represivas, el debate versará sobre cuál droga habrá que evitar a fin de que no dañe en exceso la salud, pues se ha llegado a la aceptación de que todas son de alguna manera perniciosas. Luego se entrará en la esfera de los habituales sofismas respecto de si el Estado debe entrometerse en la vida privada de cada uno y de si llegase a resolver dañarme la salud no habría razones suficientes para evitarlo, pues cada cual debería ser el dueño del propio cuerpo. En fin, a veces cuesta saber qué cosa es peor: si la droga o nuestros comunicadores sociales, esa nueva especie de sofistas que se ha inventado para corromper. El ciclo se cierra.
Marcos Ghio
17/04/16
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