miércoles, 8 de octubre de 2014

NIGRUS: GÜELFISMO Y GIBELINISMO

        GÜELFISMO Y GIBELINISMO                 


(Extractado de la obra de Atilio Mordini, El católico Gibelino, Ed. Heracles, 1997)

En tanto se funda en una concepción metafísica de la existencia, el cristianismo debe ser la religión histórica asumida por la Orden. Es a través de aquella que, quienes la integran, se basan en un sentido que trasciende una dimensión puramente física y material. Es desde tal perspectiva que debe considerarse que, además de la mera vida por la que todos transitan, existe lo que es más que ella, la supravida, y es de reputar también que la misma, consistente en la inmortalidad, es algo que se encuentra al alcance de pocos, puesto que ella sólo se adquiere a través de una conquista heroica, hecho éste que únicamente acontece en algunos. Tal es pues la función y a meta esencial de la Orden: la conquista de la inmortalidad a través de la lucha. Por ello es que ha de hacer propia la frase evangélica de que “Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos”, entendiendo así que el Cielo es sólo para algunos y no para todos. Se parte pues de un concepto aristocrático y no democrático del cristianismo que la distingue de otras concepciones afines.
Es decir que, de acuerdo a la óptica cristiana en la que se ubica, quienes integren la Orden deben hacerlo en tanto se sientan elegidos y no tan sólo llamados.
Pero debemos señalar que, si bien es dable reputarse cristianos, tal palabra dista mucho de ser un signo identificatorio en los tiempos actuales, como tampoco lo fuera en otras épocas. Desde sus mismos comienzos, el cristianismo ha padecido dos grandes influencias en relación con el tiempo en que le tocó vivir. Uno es el influjo oriental y semítico, el que puede calificarse con el nombre de judeo-cristianismo y otro es el occidental y greco-romano, el que puede recibir el calificativo de heleno-cristianismo. Ambos se diferencian tajantemente de la misma manera que, desde los orígenes mismos de la historia de la humanidad, se contrapusieron dos formas religiosas antagónicas y por lo tanto también dos maneras distintas de relacionarse con la vida. La visión semítico-oriental, cuyo fundamento último se encuentra en el Antiguo Testamento, se caracteriza por resaltar el absoluto abismo ontológico entre el Hombre y Dios, entre la criatura y el Creador, por lo cual se establece una relación de total dependencia y subordinación del primero respecto del segundo. En la misma, el hombre permanece pasivo y todo lo debe esperar de su Creador, cuya voluntad es muchas veces caprichosa, pues salva, elige o redime de acuerdo a sus deseos y no simplemente en función de las obras realizadas por las criaturas. Tal postura de pasividad respecto del Creador se vincula con las concepciones fatalistas y panteístas de la Divinidad por las cuales el hombre pasa a ser un simple objeto de la misma, una parte de un todo que lo trasciende, siendo ello a su vez, en forma secularizada, el origen de las concepciones materialistas y comunistas en las cuales la especie o la sociedad preceden al individuo y lo determinan en su libertad. El sujeto es aquí una parte subordinada de un todo, el que puede llamarse Dios, Sociedad, Historia, o aun mera Naturaleza.
La postura opuesta es aquella que considera a lo divino, no como lo absolutamente diferente del hombre, sino como una dimensión sublimada de su misma naturaleza. El heleno-cristianismo halla su especificidad distintiva de las concepciones orientalizantes fatalistas en el hecho de que para él lo humano y lo divino no son dos naturalezas antagónicas, sino que lo divino es también lo humano plenificado. Los dioses con forma humana de la antigua religión griega encuentran vinculación estrecha con el Dios-Hombre encarnado del cristianismo. Es decir que, para el heleno-cristianismo, lo esencial del mensaje cristiano se halla en la circunstancia de haber revelado y realizado el concepto de imagen divina del hombre, al darle a éste la jerarquía de un ser en el cual puede encarnarse la naturaleza misma de Dios. Y en ello se encuentra el contraste con el judeo-cristianismo, para el cual el hombre, por naturaleza, es un ser pecador y carente, que todo lo necesita de la Divinidad, tendiendo a convertirse así en un mero títere o esclavo de ésta.
Pero el heleno-cristianismo expresó además una forma superadora del simple helenismo. Este último, tal como dijéramos, si bien había acercado lo humano con lo divino al otorgarle a éste forma de hombre, y había acrecentado así su libertad y dignidad, sin embargo había incurrido en una ilimitada y caótica multiplicidad de dioses, a través del politeísmo. Y así fue como, para poner un límite a tal situación de anarquía, en su necesidad obligada de hallar un principio de orden que todo lo rigiese, terminó él también cayendo en el fatalismo de la aceptación de la supremacía absoluta y última de un principio superior o Destino (Moira) al que todos, dioses y hombres, se encontraban irremisiblemente sometidos. Es decir, se trataba aquí de una divinidad impersonal que todo lo rige, disminuyéndose de este modo la libertad humana que antes se había enriquecido y multiplicado al haberse otorgado al hombre el carácter propio de la Divinidad.
El heleno-cristianismo ha sabido reunir en cambio, en una sabia síntesis, a los dos principios opuestos, el del Dios Uno que, en tanto concebido en soledad y omnipotencia, se convertía en una entidad tiránica que impone por doquier su voluntad en manera muchas veces arbitraria y caprichosa -lo cual fue lo típico del judaísmo y de su posterior derivación cristiana- reduciéndose así al hombre al carácter de criatura puramente sumisa y condicionada, con el del politeísmo griego antropomórfico, el cual, a pesar de rescatar la libertad, al desgajarla de un principio superior a lo humano, terminaba negándola. Así pues, entre un concepto único de divinidad y el ilimitadamente plural del helenismo, halló una magistral síntesis a través del dogma de la Trinidad, en el cual se conciliaron simultáneamente dos principios en apariencias antagónicos: el de la libertad del Hombre y el de la soberanía de la Divinidad. Es decir, que no sólo estaba el Dios -Padre-Uno, sino también el Dios-Hijo-Hombre, en una misma dignidad ontológica, y en tercer lugar, para establecer el equilibrio entre ambas, se ubicó a una tercera persona, el Espíritu Santo; dando con ello la idea de una interacción permanente entre estas dos potencias divinas simultáneamente una y diferentes.
Estas dos corrientes antagónicas del cristianismo dieron lugar a dos posturas distintas con respecto a Dios y a la existencia. Dicha temática se vio con la mayor claridad histórica en la Edad Media, época en la cual se vivió la tensión más áspera y paradigmática entre el espíritu heleno-cristiano  y el semítico o judeo-cristiano. El primero tuvo su manifestación en el gibelinismo, el segundo en el güelfismo. El gibelinismo consistió en considerar que el concepto cristiano de hombre-imagen no era una simple abstracción o una realidad hallable en un futuro lejano e inasible, sino que se expresaba históricamente en la figura de un ser que, si bien poseedor de una forma humana, en verdad, en tanto expresión del Espíritu Santo, manifestaba en su forma más cabal en este mundo la fuerza del otro mundo. Éste era el Emperador o Caudillo.
En relación a la misma le correspondía a la Iglesia una función elevadísima cual era la de consagrar a dicha figura, la cual, por los dones que se le conferían, adquiría una dimensión divina de su misma equivalencia, actuando ella así de la misma manera que el Padre respecto del Hijo, dando de este modo vida y realidad concreta al dogma sagrado de la Santísima Trinidad. Se recuerda al respecto que, en la época de Carlo Magno, el Papa, tras haberlo consagrado, se prosternó ante su persona, reconociendo en él a alguien de una naturaleza superior a la meramente humana.
De esta forma, con el gibelinismo, lo divino adquiría una presencia plena y activa en el mundo, en primer término a través de un hombre que, en tanto personificación más acabada de la imagen divina, a similitud de un sol, la irradiaba y permitía así que todas las acciones sociales participasen de tal dimensión. El gobernante era reputado así pues principalmente como un pontífice, es decir, un hacedor de puentes entre este mundo y el otro mundo.
Con el güelfismo esta relación se subvierte. Dicha doctrina surge de la errada consideración de que el mero hecho de consagrar otorgaría al que lo hace, el papa, una superioridad ontológica sobre el consagrado. Tal como si, teológicamente, se considerara que el Padre, por el hecho de haberlo engendrado, tuviese superioridad respecto del Hijo.
Es así como el güelfismo significará la desacralización del poder político por el que éste pasará de ser considerado de factor de sacralidad y de elevación de lo meramente humano hacia una esfera de divinidad, al de mero ente administrativo, asegurador del “bien común”. Curiosamente vemos también cómo, a partir del triunfo de tal movimiento, el dogma de la Santísima Trinidad pasa a convertirse en una simple creencia, incomprensible en su esencia, totalmente alejado para los fieles y sin consecuencia alguna para la vida de éstos.
Tal movimiento desacralizador de lo político, operado por la Iglesia en plena Edad Media, la llevará a aquella a una lucha desaforada en contra del Imperio -al que llegó hasta a calificar como la institución del Anticristo- y será en función de ello que buscará la alianza con los sectores más bajos ajenos a su propia naturaleza, como en el caso de su apoyo a las Comunas del Norte de Italia nucleadas en la Liga Lombarda en su enfrentamiento contra el emperador Federico Barbarroja, sin contar otras uniones espúreas que hasta la llevaron a unirse con monarcas no cristianos, incluso nada menos que con el Sultán, siempre en su lucha en contra del Emperador que le disputaba la supremacía espiritual.
La alianza de la Iglesia güelfa con la burguesía, es decir, la irrupción plena y victoriosas del judeo-cristianismo, tendrá como correlato la paulatina desacralización de toda la existencia, comenzando en primer término con la del poder político. Ambas fuerzas, desde puntos de vista diferentes, coincidían en algo esencial: vaciar al mundo de cualquier contenido metafísico y trascendente, convertir a la vida en efímera, al mundo en un “valle de lágrimas” y recluir a lo absoluto en un más allá remoto del que la Iglesia se convertía de este modo en la excluyente dispensadora. Lo divino será expulsado así de este mundo y recluido en un Cielo lejano y los hombres, concebidos todos como tremendos pecadores, deberán someterse incondicionalmente a la soberanía absoluta del clero, comprendido como el intercesor excluyente ante la Divinidad, la cual, del mismo modo que el Dios Padre tiránico del judaísmo, premia o castiga de acuerdo a sus caprichos o conveniencias. De allí los extremos a los que se condujera más tarde con fenómenos tales como el de la venta de indulgencias y la consecuente rebelión protestante, la que no será otra cosa sino la extereotipación mayor del impulso judeo-cristiano dirigido hacia la desacralización del mundo y del alma humana la cual, ante los ojos de Dios, es poco menos que una “prostituta”.
Pero ello es ya un capítulo que dejaremos para otra oportunidad.
Rescatemos ahora la idea de que el catolicismo en que debe estar informada la Orden es de carácter heroico y gibelino, en tanto inserto en el dogma de la Santísima Trinidad, dogma que para la misma no debe significar una simple creencia a ser aceptada obtusamente, sino un principio viviente de redención y conquista de la inmortalidad.

                                                                                                NIGRUS

(Publicado en El Fortín Nº3, Diciembre de 1995, Buenos Aires)


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