ROSAS O PERÓN: TRADICIÓN O MODERNIDAD EN AMÉRICA
Pocas semejanzas
Tal como magistralmente lo demostrara Julius Evola, no existen sino dos maneras diferentes de vincularse con la realidad y consecuentemente dos formas posibles de civilización: la tradicional y la moderna. La primera de ellas es la que se encuentra afincada en los valores del ser y de lo permanente y que considera a esta existencia que captan nuestros sentidos como un medio, como un modo de manifestarse de lo real, siendo su sentido último el de representar el camino que se le presenta al hombre para alcanzar lo superior.
Lo opuesto a ello es justamente la civilización moderna, la cual en vez ha puesto su centro existencial en lo que cambia permanentemente, en el mundo del devenir, y en los valores que al mismo le corresponden, siendo entre éstos, al hallarnos sumergidos en la etapa más decadente, la economía el superior a todos, representando pues el destino al que fatalmente deberían someterse todas las personas.
De ambas civilizaciones emanan consecuentemente dos maneras opuestas de concebir y comprender la política y la función del Estado. Mientras que para la moderna el Estado es comprendido meramente como aquel organismo encargado de asegurar el bienestar de los habitantes que componen una nación, siendo así su función la de ser un mero instrumento de la misma, cuya entidad e intensidad varía de acuerdo a las diferentes ideologías, y estando de esta manera la política subordinada a la economía, lo opuesto exacto de ello es lo que acontece en la concepción tradicional.
Para el hombre de la Tradición, la función de gobierno no se reduce al acto administrativo, tal como sucede en la actualidad en donde, cuando quiere ensalzarse a un gobernante, se lo califica como un buen administrador; sino que su cometido esencial consiste en formar a la persona, elevarla de su condición de mero individuo, otorgarle un significado espiritual y trascendente. Por ello, de acuerdo a la óptica tradicional, la política nunca fue separada de la religión y de la metafísica y en ella la economía, del mismo modo que su actividad propia, la administración, fueron comprendidas siempre como manifestaciones abiertamente subordinadas y secundarias, que de ninguna manera debían desviar a la comunidad de lo que constituye su meta esencial, cual es la de alcanzar lo que es más que mera vida. No es por lo tanto aquí la nación la que determina al Estado, sino a la inversa es éste el que forma a la nación. Ningún poder desde esta perspectiva puede erguirse por encima del mismo; análogamente a lo que acontece en una esfera cosmológica, él es la causa primera que no es causada y que encuentra en sí únicamente el origen de su soberanía. Un Estado que no es absoluto, sin un poder ilimitado, sin un carisma que proviene exclusivamente de su función eminente, no es propiamente Estado, sino una mera caricatura de éste, tal como es en la actualidad el estado moderno, organismo paradojalmente sumamente inestable pues su poder emana no de un principio superior inherente a él mismo, sino en última instancia del respaldo otorgado por lo humores de la opinión pública, la cual es variable y modelable por los organismos que cotidianamente la forman y determinan. Por supuesto que no se trata aquí de entidades espirituales, sino de simples “canales televisivos” subvencionados por empresas económicas poderosas que la dirigen y juegan en función de sus intereses materiales. En la democracia moderna es pues en sentido estricto verdadero que la economía, representada por quienes poseen el dinero, dirige a la política a través de las sugestiones cotidianas (llámese rating o encuestas) con que se induce a la masa a votar o a repudiar a determinados candidatos. El slogan democracia = plutocracia cada día que pasa resulta ser más cierto e irrebatible.
Pero señalemos que los modernos suelen contestar nuestras críticas al “menos malo de los sistemas posibles” manifestando que nosotros somos “antihistóricos” y anacrónicos por sostener sistemas políticos ya “superados” y que por lo tanto marchan a contramano de la “Historia”. Nosotros les contestamos simplemente que entre nosotros no hay conflicto de mayor o menor racionalidad científica, como ellos pretenden, sino simplemente de religiones antagónicas. El moderno cree fervorosamente que es la historia (que incluso a veces pone con mayúscula como si se tratara de un dios) la que debe determinar la voluntad del hombre y que por lo tanto por encima de éste existe un destino superior que lo rige, el que en algunos casos se expresa también a través de otros fetiches, tales como raza (nazismo), sexo (freudismo), clase social (marxismo), la misma historia (historicismo), etc. Nosotros en cambio, a contramano de la modernidad en su conjunto, sostenemos la libertad plena del hombre, siendo éste el señor del propio destino. Que es verdad que la circunstancia condiciona, pero nunca lo determina. Que por lo tanto no son los hechos los que juzgan la validez de las ideas, sino exactamente lo contrario. He aquí en donde estriba nuestra gran antítesis.
Pero digamos sin embargo que si aun tuviésemos que juzgar la validez de una doctrina por su “historicidad”, tal como nos proponen apodícticamente los modernos, habría que determinar primero si la misma lo hace en función meramente de lo que ahora es y antes no era o en cambio de lo que, si bien ahora no es, sin embargo lo ha sido durante más tiempo. En pocas palabras: si una cosa es verdadera y correcta porque existe actualmente o si en cambio lo es porque, aun no siendo ahora, ha existido durante mucho más tiempo. Tales serían pues las dos historicidades posibles. Al respecto digamos que el fanatismo de los modernos, quienes obviamente no se formulan tales problemas ya que ellos con fe obtusa creen a rajatablas en el “Progreso” y en la “evolución” y que todo tiempo nuevo es por lo tanto mejor que lo anterior (ésta es pues su religión esencial, no es que ellos sean irreligiosos, agnósticos, etc. como pretenden hacernos creer), les ha impedido constatar el hecho de que la concepción tradicional es, incluso en América, milenaria, y la democrática y moderna, la que vivimos en su mayor pureza en nuestros días, posee apenas poco más de un siglo de duración, habiendo a su vez padecido una serie de altibajos históricos, por lo cual no ha podido nunca ser vivida en su perfección plena, tal como nos prometen sus apologistas más exaltados (“con la democracia se come, se cura, etc.”).
Los distintos imperios precolombinos, como el mochica y el inca por ejemplo, existente el primero más de mil años antes de la llegada de los europeos a nuestro continente, nos muestran cómo existiera tal concepción sagrada y tradicional del Estado en estas mismas tierras, en consonancia con un fenómeno universal hallable en las más distintas civilizaciones milenarias. El gobernante, tal como se trasunta de una constatación de los símbolos hallables en la tumba del Señor de Sipán en Perú, en una misma tradición que encontramos en otras civilizaciones, sea orientales como occidentales, era comprendido prioritariamente como el encargado de conducir a sus gobernados hacia los caminos del Cielo y no como el dispensador del “bienestar”, uno más de los tantos, habitualmente el más vivo y astuto. La misma idea con caracteres culturales distintos se manifestó durante la Colonia, en la cual, en especial en el período de la dinastía de los Austria, quienes eran virreyes debían forzosamente pertenecer a una Orden religiosa y guerrera, la de Calatrava, de la que formara parte nuestro Juan de Garay, el fundador de Buenos Aires. Allí tampoco la política estuvo subordinada a la economía, como en cambio acontece en esta anómala civilización que hoy vivimos, sino que quien gobernaba tenía la función eminente de elevar y transformar.
Y aun en nuestro período de la independencia la figura de Rosas, quien gobernara nuestro país durante buena parte de la primera mitad del siglo XIX, expresa las características plenas de un gobernante tradicional.
La cercanía histórica de dicho gobierno en nuestro suelo nos confiere un privilegio excepcional, permitiendo sentar las bases para estructurar en estas tierras un movimiento político con tales caracteres que obedezca a tal antecedente inmediato. El tradicionalismo en la Argentina es sinónimo de rosismo, que es la manera histórica más reciente como aquél se nos manifestara.
Valgan aquí una serie de indicaciones necesarias respecto de tal política específica. Ante quienes con un impulso moderno manifiestan que Rosas fue democrático porque fue elegido por el pueblo, recordemos que su acceso al poder no fue el producto de una elección entre partidos políticos como ahora, sino que, luego de haber asumido la función de gobierno fue luego plebiscitado por la inmensa mayoría de Buenos Aires, siendo tal acto más que una delegación de poder, como se entendería ahora, una solicitud explícita de la población de ser gobernada. Por ello el poder que se le reconoció fue absoluto.
Si bien no existe una apologética rosista durante la función de un gobierno en el cual la dura lucha y otras circunstancias menores no le otorgaron el tiempo suficiente para justificarse, los mejores panegiristas del mismo han sido paradojalmente sus enemigos, como Sarmiento, quienes nos han pintado como disvalores lo que son en cambio los principios esenciales de un Estado tradicional. En su obra Facundo él nos hace notar cómo el rosismo significó la unión de lo religioso con lo político, cuando en los templos se veneraba a la figura del Restaurador y de su esposa junto a la de los grandes santos de la religión. Como en su acto de expulsión a la Compañía de Jesús por socavar la espiritualidad del Estado, repitiera la antigua lucha entre güelfos y gibelinos, a través de su rechazo por la intromisión del clero en las funciones de un gobierno que, por ser tal, no podía aceptar ninguna forma de condicionamiento. Además Sarmiento criticaba correctamente a Rosas porque se ocupaba de gobernar más que de administrar y que en vez de fomentar el desarrollo del capitalismo, se interesaba, en modo medieval, por posesiones territoriales independientemente del valor económico intrínseco que éstas poseyesen. Ello lo ratificó luego cuando fue gobierno al establecer tal crudo contraste cuando manifestara que “la Patagonia era un desierto que no valía un barril de pólvora”. Rosas en cambio consideraba que el territorio era la proyección de un Estado y que cuanto más profunda era la idea que éste manifestaba, más vasto debía ser el mismo. Lejos se hallaba del concepto moderno de Unidad Latinoamericana, o MERCOSUR. La unidad debía fundarse en un principio espiritual y no en una comunidad de intereses económicos. Por ello su meta más inmediata era la restauración de las fronteras del antiguo virreynato, es decir recrear la antigua idea imperial existente en nuestro continente desde antes de la llegada de los españoles.
La actitud “antihistórica” de Rosas se perpetuará por 25 años más luego de su caída, en el exilio europeo, sosteniendo con énfasis la unidad superior entre las grandes monarquías europeas en contra de la subversión democrática y socialista, es decir de la modernidad. Es cierto pues que Rosas estuvo en contra de la “Historia”, pero de la que querían imponernos los modernos; ante la misma se trataba de contraponer otra, con principios totalmente diferentes.
A los historicistas pues les contestamos: no es que nosotros desdeñemos la historia como ellos nos achacan; nuestra actitud ante la misma es meramente distinta. Para ellos el pasado vale tan sólo en cuanto es el anticipo del presente, siempre que el mismo les sea favorable. No hay pues para ellos dos historias distintas, sino una sola unidimensional y unidireccional; la que no responde a su perspectiva es reducida a la nada con el anatema de “prehistoria” (es decir, en este caso el vasto período milenario por nosotros relatado) negándole de esta manera a sus adversarios el atributo de históricos, o de “antihistoria” cuando niega sus principios, o en el peor de los casos falsificando aviesamente el contenido de aquellos períodos molestos e inconvenientes para sus esquemas, con la finalidad de negarle entidad a aquello con lo cual se discrepa.
Este último caso es el que queremos mencionar aquí en relación al pretendido acople de la figura de Juan Manuel de Rosas, un caudillo tradicionalista, con la de Juan Perón, un caudillo en cambio de neto corte moderno. Unir a ambas figuras, además de representar un acto de burda falsificación histórica, representa como querer mezclar el agua con el aceite.
Y al respecto digamos que no casualmente ha sido un gobierno peronista el que trajo sus restos al país luego de un largo ostracismo histórico, pero ello fue tan sólo con la intención de fraguarlo y para confiscarlo ilícitamente para la postura moderna, de la cual su líder es un claro exponente. Por ello no nos debe resultar para nada sorprendente que se lo haya querido reunir con Sarmiento, sea en los íconos de nuestra moneda como incluso en la denominación de las calles.
Expongamos al respecto, para los distraídos o simplemente desinformados, los precisos pensamientos antirosistas de Perón, los que por sí solos nos permitirían sostener la necesidad de que Rosas sea vuelto a traer a nuestro suelo, pero en serio y no en su imagen tramposa y fraguada.
“El hombre ha creído que él produce la evolución; sin embargo estimo que está equivocado. En realidad el que produce la evolución es el determinismo histórico (remarcado en el texto) que viene manejando a la humanidad desde que comenzó a existir. El hombre apenas creó un sistema periférico, para poder acompañar a esa evolución, pero vive sometido al determinismo o al fatalismo histórico en su evolución” (J. Perón, Los Estados Unidos de América del Sur, pgs. 101 y 102).
Es decir, a la manera moderna, Perón considera que el hombre es producto de un medio que le resulta externo, que por lo tanto él no hace la historia, sino que es hecho por ésta. En segundo lugar vemos como este movimiento fatal está determinado por una evolución o progreso que conduce a la humanidad desde lo que es peor a lo que es mejor. Existió el sistema feudal, pero luego vino el capitalismo que fue mejor ¿y qué nos espera ahora? Por supuesto que el socialismo, del cual Mao tse tung en China representara, en el momento en que escribía, a la figura más arquetípica para Asia (pg. 105) reservándose para sí en cambio el rol de líder socialista para América Latina. Sus discrepancias con el marxismo, del que insiste en diferenciarse tan sólo en tanto resulta un “socialismo apresurado” es que, a diferencia de éste el justicialismo en cambio “trata de ponerse de acuerdo con la evolución que el hombre no domina pues es obra de la naturaleza y del fatalismo histórico”. El justicialismo representa pues “un sistema para servir a esa evolución y colocarse dentro de ella” (pg. 112). Por lo tanto mientras que el capitalismo liberal es retardatario y el comunismo apresurado, el peronismo en cambio todo lo hace “en su justa medida y armoniosamente”, pero en última instancia todos van detrás de un mismo fin, el progreso o evolución de la humanidad. Por supuesto que para ello también hay que crear un gran mercado latinoamericano, como ha hecho Europa, considerando que de esta forma se contrarresta la influencia norteamericana, cuando Europa, lo mismo que Japón, son verdaderas colonias de los EE.UU., en tanto han asimilado su espíritu “competitivo” y materialista, modelo que se nos propone seguir a nosotros.
Es decir, se trata aquí de lo opuesto exacto de lo que sostenían Rosas y la Tradición.
Marcos Ghio
Buenos Aires, 31-8-03