lunes, 1 de julio de 2019

ALGUNOS CONCEPTOS SOBRE LAS DIFERENCIAS ENTRE EVOLA, GUENON Y EL CATOLICISMO

ALGUNOS CONCEPTOS SOBRE LAS DIFERENCIAS ENTRE EVOLA, GUÉNON Y EL CATOLICISMO




Lo que sigue es parte de un debate que en un foro de facebook se ha intentado sostener con dos panelistas que en un video propalaron una versión de la obra de Julius Evola que la aproxima estrechamente a la de René Guénon.


No habiendo concurrido los 2 panelistas invitados procedemos a contestar lo expresado oportunamente por el forista Marcos Cañete a quien agradecemos su intervención. Nos dice el aludido al querer establecer proximidades entre la metafísica de Guénon y la de Evola:

“Guénon no es monista, por más principal que sea ya es manifestación, y por lo tanto requiere de una causa que la manifieste, el habla de lo no manifestado, el infinito y la posibilidad universal, no dualismo, advaita, etc. (A su vez citando un conocido pasaje de Cabalgar el tigre nos recuerda que) Evola sostenía cómo las grandes tradiciones… insistían en el principio de la no-dualidad… superior a todas las antítesis, comprendida la de inmanencia y trascendencia cuando son consideradas en forma unilateral”.

Este punto merece una serie de precisiones. Al hablar de no dualidad Guénon y Evola se refieren a cosas sustancialmente diferentes. En el primer caso se hace alusión a un principio metafísico que puede pensarse como existiendo independientemente de lo manifestado y respecto del cual en tanto realidad absoluta lo demás no existiría propiamente pues si tal cosa sucediera lo absoluto no sería tal sino que se encontraría limitado por un conjunto de seres que lo relativizarían. Eso es propiamente el monismo, actitud filosófica que niega realidad ontológica a la manifestación, (en este caso a su instancia suprema que es el yo en tanto el único ser capaz de tener conciencia de tal realidad), a la que se reduce a su mínima expresión al calificarla cuanto más como una ‘ilusión de Brahma’, es decir una realidad escasa e insuficiente que está más cerca del no ser que del ser. Es esto justamente lo que el joven Evola le critica a Guénon en el debate que hemos publicado en El hombre como potencia al sostener la positiva y efectiva existencia del yo y remitiéndose a la crítica que el tantrismo le dirigiera al Vedanta, sostenía que si el hombre es una ilusión de Brahma, al ser éste por boca de Guénon el que lo dice, convertiría también al mismo Brahma en ilusorio.

En el segundo caso la no-dualidad tiene que ver con el hecho de que lo humano y lo divino, lo trascendente y lo inmanente, no se anulan recíprocamente en modo tal que uno solo llegaría a ser, sino que se encuentran estrechamente vinculados entre sí en modo tal que desaparece el abismo entre ambos, pues ese vínculo no implica en manera alguna la supresión de las diferencias. El hombre sigue siendo hombre y Dios continúa siendo la denominación asignada al principio superior y metafísico. Lo que sucede es que se está señalando aquí que no existe un abismo ontológico entre ambas realidades, sino que se encuentran estrechamente imbricadas entre sí: el hombre es también Dios en la esfera del devenir y Dios es también hombre en la eternidad en la persona del Hijo. Esta diferencia de perspectiva se debe al origen distinto de la formación filosófica de ambos autores. Guénon proviene del ambiente racionalista francés, de origen cartesiano relacionado con la Compañía de Jesús (no es casual que estando en Francia escribiera en la revista jesuítica Regnabit), para el cual existe un orden de conceptos, dado en forma absoluta y definitiva, el que precede y explica el devenir de todas las cosas, el cual a su vez puede pensarse sin éstas haciendo luego comprensible todo lo demás, en donde es el hombre el que precisa de Dios y no a la inversa. Evola pertenece en cambio a la escuela del idealismo germánico que cuando escribía primaba en las universidades italianas con Croce y Gentile, pero adhiriendo específicamente a aquella corriente que en pensadores como Max Stirner critica de tal movimiento el no haber sido consecuente hasta el final con sus principios.

En efecto: el idealismo es heredero del criticismo kantiano para el cual el yo era una potencia pero finita en tanto creaba el campo del conocimiento, no así el de la misma realidad, y por lo tanto en tanto fuerza creadora no era un mero sujeto pasivo que simplemente descubría un orden preexistente de ideas y conceptos, tal como acontecía con el racionalismo, heredero en esto de la escolástica tomista, sino que lo formaba. El paso siguiente ha sido el del idealismo representado por Fichte, Schelling y Hegel, quienes critican de su predecesor el haber limitado el carácter de potencia del yo meramente al campo del conocimiento y no haberlo concebido también como creador de la misma realidad. Por ello, si en Kant el yo era una potencia finita, para el idealismo se trataba en cambio de una potencia infinita y en esto consiste propiamente la libertad, en tanto capacidad de superar todo límite. Esto mismo puede hallarse en el joven Hegel cuando en su texto El espíritu del cristianismo y su destino manifiesta que lo esencial del cristianismo que lo distingue de las concepciones metafísicas anteriores ha sido la revelación a través de Jesús de que también el hombre es Dios, es decir creador en este mundo y no simple objeto del orden de la creación. Que por lo tanto no existe un hiato ontológico entre lo humano y lo divino, sino que el hombre, la existencia histórica, no es una ilusión, sino Dios mismo manifestándose. Y esto es aquí lo esencial, mientras que para el racionalismo escolástico cartesiano al que adhiere Guénon Dios puede ser pensado sin su creación, para el cristianismo, expresado aquí en la vertiente filosófica del idealismo, Dios y hombre, su máxima creación, son inescindibles. Ya que no puede ni siquiera pensarse en un principio sin su manifestación, pues el carácter propio de Dios es el de crear, en tanto no se trata de una sustancia inerte.

De acuerdo al racionalismo, que es a su vez heredero de la metafísica griega de Aristóteles, crear o manifestarse no es propio de Dios en su esencia pues un ser perfecto no precisa crear nada en tanto que todo lo posee, por ello Dios, del mismo modo que el Principio de Guénon, es simplemente un motor inmóvil que atrae hacia sí pero que no sale de su propia esfera del ser en tanto que todo lo posee. Y esto a su vez explica la escasa o nula importancia que tal autor atribuya a la historia o al devenir humano. En tanto el hombre es en última instancia una mera ilusión de Brahma, o más bien el dualismo es un modo imperfecto de percibir la realidad que es Brahma en unicidad (o el Uno, o el principio no manifestado, o como se lo quiera llamar), no existe propiamente novedad en la misma, sino que todo se repite y reitera cíclicamente del mismo modo que los fenómenos del mundo físico. El tiempo, y usamos las palabras de Plotino, sería apenas una imagen móvil y degradada de la eternidad que es lo único propiamente verdadero y existente. Explica esto a su vez el carácter no político y totalmente ahistórico de Guénon para el cual la historia carecía de cualquier valor propio y era simplemente un reflejo de aquello que ya se había establecido con anticipación. Y más aun, podríamos decir que resulta inexplicable en tal autor haber negado el concepto de reencarnación pues el proceso de retorno al principio, lo que está más allá de la manifestación, podría producirse en un sucederse de existencias finitas, en las cuales en su instancia final el yo cesa en la ilusión y se reencuentra plenamente con Brahma o el principio del que emanó.

Conceptos parecidos a los aquí vertidos los hemos tratado en nuestro texto ya lejano de 1985 publicado en la revista católica Verbo y que se titulara Guénon y Evola: ¿crisis o revuelta en contra del mundo moderno? (En ese entonces cuando aun no habíamos traducido Rebelión contra el mundo moderno usábamos aun la palabra revuelta para traducir rivolta). El contenido de ese texto representaba un acto de asombro tras haber constatado cómo en el ambiente católico tradicionalista -y me refería especialmente al seminario de Paraná que editaba en ese entonces la revista Mikael en la que participaba entre otros el Padre Ezcurra, ex jefe del grupo nacionalista Tacuara- había una positiva recepción hacia la figura de Guénon y no así a la de Julius Evola al que se calificaba de autor pagano, posiblemente porque se era memorioso de su texto Imperialismo pagano. Pues bien allí manifestábamos que, si bien Evola podía ser reacio en considerar al catolicismo y a su Iglesia como una fuerza restauradora, a diferencia de lo que había hecho Guénon para el cual era en cambio la encargada de producir la rectificación en el Occidente, desde un punto de vista metafísico existían proximidades estrechas mayores con una concepción cristiana. De hecho en él la historia no había sido escrita anticipadamente sino que era el producto de la voluntad humana, la que no se disociaba, como en el dogma de la encarnación del Verbo, de la voluntad divina. En pocas palabras en tanto lo humano es Dios mismo manifestándose, no se retornaba hacia atrás al hombre adámico, la edad áurea de Guénon, sino que el Cristo resucitado, el elegido de los últimos tiempos, era superior a tal tipo de humanidad primordial. Si bien era verdad que Evola, lo mismo que Guénon acudía al concepto de ciclicidad al referirse al devenir histórico en ambos autores era algo diferente, del mismo modo que el uso del concepto de no dualidad. Para este último la misma era la circunstancia normal del devenir humano que del mismo modo que en el mundo de la naturaleza física no podía ser sino cíclico y reiterativo, para Evola en cambio se trataba de una caída. Al haberse apartado de los principios el hombre había caído en un tiempo cíclico del cual debía salir.

Hoy podemos agregar estos conceptos pues no estamos más obligados a ser prudentes por escribir en una revista católica. Imperialismo pagano, a nuestro entender una de los textos esenciales de Evola, no es una obra anticatólica ni ‘pagana’ en el sentido vulgar del término, sino por el contrario un texto que se asocia a una cierta tradición del catolicismo, la gibelina. El Emperador pagano era aquí, tal como lo representara luego el medievo gibelino, un dios terrenal en tanto que su voluntad era absoluta y no había un orden natural que se le sobrepusiera en tanto que él mismo era la ley, ya que se trataba de aquella potencia que es infinita y que todo lo puede, expresándose así en su figura esa unidad inescindible entre lo humano y lo divino prefigurada en la en la imagen del Cristo rey. Concepto éste que nos remite a la antigua polémica que en el seno de la escolástica se estableciera entre Duns Escoto y Santo Tomás. Para el primero, a diferencia del segundo, si bien en el hombre la razón debe primar sobre su voluntad, en razón de su imperfección y pecado, en Dios en cambio es la voluntad lo que prima sobre la razón. En tanto ser libre absolutamente sus decisiones no se encuentran determinadas por nada que las preceda. Por lo tanto Dios no quiere una cosa porque sea buena y justa, sino que porque Dios la quiere, ésta se convierte en buena y justa. El racionalismo, heredero aquí del tomismo, ha establecido un orden natural revelado al cual todos, Dios incluido, deberían subordinarse. De este modo en un plano soteriológico Dios premiaría así a los justos, a los que cumplen con la ley, asignándoles como compensación la vida eterna, del mismo modo que en un orden político un monarca debe someterse a una constitución que expresaría el orden natural previamente revelado y respecto del cual él estaría obligado a cumplir ante instancias supremas que lo vigilan y limitan, comenzando por la Iglesia primero y luego descendiendo por distintos niveles hasta el más bajo representado por el pueblo. Por lo tanto se trataría aquí de un Dios que no es tal, de un dios impotente que simplemente premia y castiga pero que no elige, que no interviene en la historia la que ya habría sido escrita con anticipación y que por lo tanto se remite a contemplar del mismo modo que como con las leyes que él habría dictado y a las que él también se encontraría obligado a someterse. La Iglesia -y entramos de lleno en el güelfismo- es la que establece como tribunal supremo quienes lo siguen fielmente y quienes se apartan de él y por lo tanto quienes se salvan. Pero luego esta instancia que limita y subordina al poder político al ‘orden natural’ le sobrevendrá la democracia con sus múltiples secuelas sociales y económicas.

Es en este plano desemboca la diferencia entre Evola y Guénon. Para el primero, en razón de la intrínseca unidad entre el principio y lo manifestado, en tanto es propio de Dios el ágape y la creación infinita, es el emperador la figura arquetípica en donde se expresa ostensiblemente la no dualidad y por lo tanto se afianza aquí el gibelinismo, en el segundo caso un dios o principio que en su autosuficiencia sólo atrae y contempla a quienes repiten una historia que ya ha sido escrita en forma definitiva y con una Iglesia o una masonería encargadas de velar para que estos principios se hagan comprensibles, estamos pues en el güelfismo.








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