miércoles, 15 de julio de 2015

EVOLA: EL TERCER SEXO

   EL TERCER SEXO



                                     

No hay duda de que el incremento de la homosexualidad y la avanzada de lo que ha sido denominado el “tercer sexo” constituyen un fenómeno característico de los tiempos últimos, constatable no tan sólo en Italia.
Por lo que se refiere a la homosexualidad o, más precisamente, a la pederastia, hay que resaltar, como rasgo particular, que la misma no se restringe más  a ambientes pertenecientes a las clases superiores, de artistas, de estetas, de cultores decadentistas de perversidades y de experiencias que se encuentran afuera de lo normal, sino que es un fenómeno que ha invadido también al denominado “pueblo simple” y a las clases superiores, quedando tan sólo preservados de ello en una cierta medida los sectores medios.
No es la circunstancia aquí de profundizar respecto del problema de la homosexualidad tomada en sí misma. Hemos tenido ocasión en otra obra nuestra (Metafísica del sexo) de estudiar sistemáticamente toda posible forma del eros, no limitándonos a las “normales” y dirigiendo la atención también sobre las que fueron propias de otras épocas y del área de otras civilizaciones. Sin embargo en aquel libro la homosexualidad fue pasada casi en silencio. Ello es porque, partiendo del concepto mismo de la sexualidad, también en su sentido más amplio y ajeno a cualquier prejuicio social, no resulta fácil esclarecer el fenómeno de la homosexualidad. El mismo ingresa esencialmente en el campo de la “patología”, “patología” en una acepción amplia y objetiva, que no debe definirse en oposición a aquello que, de acuerdo a los conceptos corrientes de la moral burguesa, sería lo “sano”. Encuadraremos sucintamente el tema, distinguiendo dos aspectos en el mismo. El segundo nos remitirá al plano sociológico y, en cierta manera, al mismo orden de consideraciones mencionadas en el capítulo anterior.
En nuestra obra  antes citada hemos partido de la idea de que toda sexualidad “normal” deriva de los estados psicofísicos suscitados por la oposición, como si se tratase de dos polos magnéticos, entre dos principios, el masculino y el femenino. Decimos “masculino” y  “femenino” en modo absoluto, entendiendo con los mismos dos principios en el fondo de orden metafísico, antes y más que biológico, los cuales en los distintos  hombres y mujeres pueden estar presentes en grados sumamente diferentes. En efecto, en la realidad existen tan pocos hombres y mujeres “absolutos” del mismo modo en que podría existir el triángulo abstracto de la geometría pura. Existen en vez seres en los cuales predomina la cualidad hombre (los “hombres”) o la cualidad mujer (las “mujeres”) sin que por ello la otra cualidad se encuentre totalmente ausente. La ley fundamental de la atracción sexual, ley presentida ya por Platón y por Schopenhauer, luego de manera precisa formulada por Weiniger, es que la atracción sexual en sus formas más típicas nace del encuentro de un hombre y de una mujer tales que la suma de las partes de masculinidad y de femineidad contenidas en cada uno dé en su conjunto un hombre absoluto y una mujer absoluta. Nos explicaremos con un ejemplo: el hombre que fuese tres cuartas partes hombre y un cuarto mujer hallará su complemento sexual natural en una mujer que fuese tres cuartas partes mujer y un cuarto hombre; puesto que entonces la suma sería justamente un hombre absoluto y una mujer absoluta los que se unen. Esta ley vale para todos los erotismos intensos, profundos y “elementales” entre los dos sexos; no se refiere a las formas decadentes, aguadas, burguesas y solamente “ideales” y sentimentales del amor y de la sexualidad.
Y bien, tal ley permite también individualizar los casos en los cuales la homosexualidad es comprensible y “natural”: son los casos en los cuales el sexo, en dos individuos que se encuentran, no está muy diferenciado. Tomemos por ejemplo el caso de un hombre que tan sólo en el 55% sea “hombre”, y en lo demás sea “mujer”. Su complemento natural sería un ser que sea “mujer” en un 55% y 45% “hombre”; pero un ser semejante, de hecho, se diferencia poco del hombre, y puesto que se debe considerar no sólo el sexo exterior, físico, sino también (si no sobre todo) el interior, el mismo podrá ser justamente un “hombre”, y lo mismo valdrá para el caso de la mujer. A estas poco diferenciadas “sexualidades” se le podría hacer corresponder el concepto del “tercer sexo”, si bien, tal como se ve, se trate tan sólo de casos-límite. Así quedaría esclarecida la génesis y la base de las relaciones entre pederastas o entre lesbianas como fenómenos “naturales” derivados de una especial y congénita conformación y por la misma ley que, dada una conformación diferente, conduce a las relaciones intersexuales normales. En estos casos, pero sólo en éstos, tiene poco sentido estigmatizar la homosexualidad como una “corrupción” (puesto que, para seres como los mencionados, las relaciones denominadas “naturales” serían no naturales, es decir contrarias a su naturaleza) y, también, creer en la eficacia de cualquier profilaxis o terapia, si no se piensa (como es razonable no pensar) que con medidas de tal tipo se logre modificar aquello que en biología se denomina el biotipo, la constitución psico-física congénita. Si se quisiese formular un juicio moral ante la correspondiente situación de hecho en estos casos-límite, debería decirse que lo más condenable es la pederastia, puesto que en la misma en una de las dos partes el hombre como “persona” es degradado, es usado sexualmente como una mujer. No así es el caso de las lesbianas; si es verdad que, como decían los antiguos, tota mulier sexus, es decir, si la sexualidad es el subsuelo esencial de la naturaleza femenina, una relación entre dos mujeres no se nos aparece como tan degradante: siempre y cuando no se trate aquí de la caricatura grotesca de una relación heterosexual normal, sino de dos mujeres por igual femeninas, pero con una de ellas masculinizada degenerativamente que asuma el papel del varón con relación a su compañera.
Si este encuadre general no explica todos los casos de homosexualidad, ello deriva del hecho de que una gran parte de los mismos entra en otra categoría, en la categoría de las formas anormales en el sentido específico, determinadas por factores extrínsecos, ante los cuales el juicio puede ser diferente. Si se tuviese que dirigir una mirada de conjunto al fenómeno tal como se presenta en la historia y en otros pueblos, es en un orden de consideraciones diferentes que deberíamos hacerlo. Queremos decir que no se trata más de fenómenos que se explican con la ley de la atracción sexual suscitada por una forma cualquiera de la polaridad del principio masculino y del principio femenino (tomados en sí, aparte de su diferente dosis en los distintos hombres y mujeres vivientes). Por ejemplo, la pederastia del mundo clásico constituye un fenómeno aparte. Se sabe que Platón ha buscado referirla al factor estético. En tal caso es evidente que no puede hablarse aquí de una atracción erótica en sentido estricto. Se trata en efecto de casos en los cuales la facultad genérica de embelesamiento y de ebriedad que habitualmente se despierta, sobre la base de la polaridad de los sexos, ante un ser de sexo diferente, es en cambio activada por otros objetos que sirven a aquella facultad como simple apoyo u ocasión. Por lo cual Platón ha hablado del eros como de una forma de “entusiasmo divino”, de manía, afín con otras formas que no tienen nada que ver con el sexo, que se separa siempre más del plano corpóreo, por no decir carnal. En efecto, él establece una progresión en la cual el embelesamiento y el eros despertados por un efebo no representan sino el grado más bajo, puesto que en los otros grados es la belleza espiritual lo que los suscita, y se asciende hasta la idea de la belleza pura, abstracta y supraterrenal. Hasta cuál punto un tal “amor platónico” homosexual (que en su grado más bajo, al no tener como objeto una mujer, sería más “puro”, pues no tendría evidentemente finalidades genéticas) haya en verdad justificado la praxis efectiva de la pederastia antigua, es otro tema.  En el caso de la romanidad de la decadencia, no puede dudarse de ello para nada.
La teoría platónica ha tenido una contrapartida en ciertos ambientes islámicos. Sin embargo ella sería difícil en ser referida a la pederastia sumamente difundida, por ejemplo, entre los Turcos, en donde en su ejército, (por lo menos ayer: véase lo referido por el coronel Lawrence) parece que valiera casi como una insubordinación para el soldado el no prestarse a los deseos de su superior. Por lo demás, en este caso parece que haya actuado a veces otro factor ajeno a la sexualidad en sentido propio; en una confesión nos ha sido referido (siempre en el área turca) de la ebriedad suscitada en el pederasta activo por un “sentimiento de potencia”. Fondo este último muy poco claro, debido al número de las formas en las cuales una libido dominandi puede ser ejercida y satisfecha también en relaciones normales con mujeres. La pederastia en Japón plantea un problema análogo.
En general, todos estos fenómenos no se explican como casos-límite de la ley antes indicada de la complementariedad sexual, puesto que es ajeno a ellos la condición de un sexo poco diferenciado en ambas partes. Entre pederastas una parte puede ser por ejemplo acentuadamente viril (es decir con un alto porcentaje de la cualidad “hombre”) en vez de tenerse una relación entre dos exponentes ambos del “tercer sexo”, cual forma intermedia híbrida.
El fenómeno antes mencionado de la diversión del eros que convierte en posible el despertar afuera de las condiciones normales de la atracción sexual (la bipolaridad de los sexos con su relativo magnetismo) y en un cierto sentido también el fenómeno de su tranferencia, o transfert, sobre un objeto diferente (fenómeno ampliamente aceptado por el psicoanálisis), pueden pues valer como una explicación adicional de la homosexualidad. Además, se debe agregar otro orden de consideraciones.


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Anteriormente hemos considerado la constitución de los individuos en lo referente al sexo (su “sexualización”, el variable grado de su ser hombres o mujeres) como tratándose de una cosa preformada y estable. Ahora, es necesario referirse al caso en el cual, en vez, ciertas mutaciones se convierten en posibles por efecto de procesos regresivos, favorecidos eventualmente también por condiciones generales del medio ambiente, de la sociedad y de la civilización.
Como premisa es necesario formarse una idea más exacta respecto del sexo en los siguientes términos. El hecho de que sólo excepcionalmente se sea hombre o mujer un cien por cien, pero que en cada individuo subsistan residuos del otro sexo, tiene relación con otro hecho muy conocido en biología, que el embrión en un primer momento no se encuentra diferenciado sexualmente, que el mismo originariamente presenta las características de ambos sexos. Es un proceso sucesivo (que, por lo que parece, toma su comienzo a partir del quinto o del sexto mes de la gestación) el que produce la “sexualización”: entonces las características de un sexo prevalecen y se desarrollan siempre más, en cambio las del otro sexo se atrofian o pasan a un estado de latencia (en el campo puramente somático, se encuentran residuos del otro sexo en las tetillas presentes en el hombre y el clítoris en la mujer). Así pues, tras el cumplimiento del desarrollo, el sexo que posee el individuo masculino o femenino debe ser considerado como el efecto de una fuerza predominante que imprime su propio sello, mientras que la misma neutraliza y excluye las posibilidades originariamente subsistentes del otro sexo, en especial en el campo corpóreo, fisiológico (en el campo psíquico, el margen de oscilación puede ser aun mayor).
Ahora bien, se puede pensar que por regresión este poder dominante del cual depende la sexualización se debilite. Entonces, del mismo modo que políticamente en la sociedad al debilitarse toda autoridad central las fuerzas de lo bajo, anteriormente refrenadas, pueden liberarse y reaflorar, de la misma manera en el individuo se puede verificar una emergencia de los caracteres latentes del otro sexo y, por ende, una tendencial bisexualidad. Así nos hallaremos nuevamente ante la condición del “tercer sexo”, y es obvio que estará también presente un terreno particularmente favorable para el fenómeno de la homosexualidad. El presupuesto es pues un decaimiento interior, un menoscabo de la “forma interna” o, para decirlo mejor, del poder que da forma y que no se manifiesta tan sólo en la sexualización, sino también en el carácter, en la personalidad, en tener en manera general un “rostro preciso”.
Entonces se puede entender por qué  el desarrollo de la homosexualidad, también en estratos populares y eventualmente en formas endémicas, sea un fenómeno vinculable lógicamente a aquellos, en razón de los cuales el mundo moderno se presenta como un mundo regresivo. Y así es como somos remitidos al ámbito de las consideraciones desarrolladas en el anterior capítulo.
En una sociedad igualitaria y democratizada (en el sentido más vasto del término), en una sociedad en la cual no existen más castas, ni clases funcionales orgánicas, ni Órdenes; en una sociedad en la cual la “cultura” es una cosa nivelada, extrínseca, utilitaria, y la tradición ha dejado de ser una fuerza formativa viviente; en una sociedad en la cual el pindárico “sé tú mismo” se ha convertido en una frase vacía y sin sentido; en una sociedad en la cual tener un carácter vale como un lujo que sólo el estúpido se puede permitir, mientras que la labilidad interior es la norma; en una sociedad, en fin, en la cual se ha confundido lo que puede estar por encima de las diferencias de raza, de estirpe y de nación con lo que efectivamente se encuentra por debajo de todo esto y que tiene pues un carácter informe e híbrido, en una tal sociedad actúan fuerzas que con el tiempo no pueden no incidir en la misma constitución de los individuos, con el efecto de afectar todo lo que hay en ellos de típico y de diferenciado, aun en el plano psico-físico.
La “democracia” no es un simple hecho político y social; es un clima general que con el tiempo no puede no tener consecuencias regresivas sobre el mismo plano existencial. En el dominio particular de los sexos, puede sin más ser propiciado aquel decaimiento interno, aquel debilitamiento del poder interior sexualizador que, tal como dijéramos, es la premisa para la determinación y difusión del “tercer sexo” y, con el mismo, de muchos casos de homosexualidad, de acuerdo a lo que las costumbres actuales nos presentan en ciertas maneras que a veces no puede dejar de asombrarnos. Por otro lado, una consecuencia es la visible banalización y primitivización de las mismas relaciones sexuales entre los jóvenes de las últimas generaciones (en razón de la menor tensión debida a la menor polaridad). Incluso ciertos extraños fenómenos que, por lo que parece, anteriormente eran sumamente raros, como los del cambio físico de sexo –hombres que se convierten somáticamente en mujeres y viceversa – estamos llevados a considerarlos de la misma manera y a referirlos a causas no diferentes; es como si las potencialidades del otro sexo, contenidas en cada uno, hubiesen adquirido, en el clima actual general, una excepcional posibilidad de emergencia y de activación, a causa del debilitamiento de la fuerza central que, también biológicamente, define al “tipo”, hasta llegar a desplazar y a cambiar el sexo con el cual se había nacido.
Allí donde lo que hemos expuesto hasta ahora haya resultado convincente, también en este caso sólo se trata de registrar la presencia de un signo de los tiempos y de reconocer la completa inanidad de cualquier medida represiva de base social, moralista y conformista. No puede mantenerse unida la arena que escapa entre los dedos, por más pena que se nos quiera dar. Se trataría más bien de remitirse hasta las causas primeras de las cuales todo lo demás, en los múltiples dominios, comprendido el de los fenómenos aquí considerados, no es sino una consecuencia, y allí actuar, allí producir una mutación esencial. Pero ello equivale a decir que el principio de todo debería ser la superación de la civilización y de la sociedad actuales, la restauración de un tipo diferenciado, orgánico, bien articulado de organización social gracias a la intervención de una viviente fuerza central formativa. Ahora bien, una perspectiva de tal tipo se aparece siempre más como una pura utopía, puesto que se encuentra en el sentido exactamente opuesto al del que va actualmente el “progreso” en todos los campos. Al que interiormente no pertenece y no quiere pertenecer a este mundo le queda por lo tanto tan sólo constatar las relaciones generales de causa y efecto que escapan a la obtusidad de nuestros contemporáneos y registrar con tranquilidad todas las consecuencias que según una lógica bien reconocible se desarrollan sobre el suelo de un mundo en disolución.

(El Arco y la clava, pgs. 23-33, Ediciones Heracles)

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