martes, 15 de marzo de 2011

UNA VEZ MÁS EL ESTIGMA DEL 11

DE FUKUYAMA A FUKUYIMA

A diferencia de lo que opinan los modernos, los hechos históricos no acontecen casualmente y, en especial en ciertas circunstancias decisivas que marcan el rumbo de los acontecimientos, se producen verdaderas similitudes indicativas de un trasfondo común encargado de señalarnos una cierta dirección. Es justamente lo que ha acontecido con los dos sucesos principales que han marcado en los últimos 10 años las características propias del nuevo milenio que comienza. Lo que ha tenido en común el 11 de septiembre del 2001 con el 11 de marzo del 2011, no ha sido simplemente una similitud numérica, sino la existencia de un hecho recurrente cual ha sido mostrarnos en los dos casos la existencia de la tremenda fragilidad de la civilización moderna a pesar de todos sus despliegues tecnológicos a los cuales los grandes medios y panegiristas abundantes no han hecho otra cosa que cantarnos loas en cuanto a que los mismos nos estarían indicando que nos encontraríamos en la plenitud del progreso y en el mejor de los mundos posibles, siendo ésta la civilización por excelencia ante la cual todas las restantes habrían sido nada más que anticipos. Así pues, si el 11S sirvió para mostrar lo anticipado por Mao tse tung y Bin Laden desde perspectivas opuestas que el imperio todopoderoso se trataba en verdad de un tigre de papel al cual con un simple operativo de unos pocos miles dólares y con cuchillitos de plástico se le pudieron destruir sus principales símbolos y centros financieros, dando así cabida a un proceso descendente que en menos de 10 años lo ha convertido de acreedor del planeta al país más endeudado de la tierra y con un poderoso ejército que sin embargo no puede dar cuenta, ni siquiera con la alianza de otras 42 naciones, de una simple banda armada en Afganistán. El 11M del 2011 a su vez ha servido para poner en evidencia la profunda fragilidad de aquella sociedad que había sido presentada como el verdadero modelo del progreso y a la cual durante un tiempo muy largo se nos insistió que representaba un paradigma para todos nosotros al que debíamos imitar si queríamos salir de nuestra decadencia.
El caso del Japón es el más sintomático de todos los ejemplos propios de una sociedad que ha renunciado a los valores propios de la Tradición para asumir en cambio los de la modernidad y quien quizás lo ha sabido relatar mejor ha sido ese gran cineasta ruso Sokhurov quien en una extraordinaria película titulada El Sol supo indicarnos con imágenes la terrible metamorfosis acontecida, a través de su figura emblemática, el emperador, representando ello el paso de una sociedad que fuera el último caso de una civilización tradicional a otra que por el contrario se caracterizara por asumir los dogmas de la modernidad en sus expresiones más extremas y agudas. Luego del colapso acontecido con la guerra, el vencedor Gral. Mac Artur, en su diálogo con el vencido, convence al emperador respecto de las profundas ventajas que les hubiera significado asumir la civilización yanqui, paradigma de lo moderno en tanto centrada en las cosas del mundo y del consumo. Para llegar a ello el emperador debía dar aquel paso necesario que ni siquiera las hecatombes nucleares habían logrado, es decir la renuncia a su condición divina haciéndose en cambio democrático y ‘humano’. La película nos muestra cómo el primer momento de tal claudicación se produce cuando, a pesar de las súplicas del intérprete para que no lo hiciera, éste acepta hablar en inglés, renunciando así a su lengua como expresión de distancia y de condición de superioridad. Luego el paso siguiente consistirá en aceptar todos los lujos que Mac Artur le propone. A pesar de la desesperada reacción de sus más estrechos colaboradores que en señal de desaprobación por su claudicación se inmolan, la sociedad japonesa seguirá profundizando con los años el ejemplo brindado por su jefe. Sucederá así que, desviada de su centro espiritual, dirigirá la totalidad de sus energías hacia un mundo material y se convertirá así en extremadamente consumista y competitiva, superando en ello hasta a los mismos norteamericanos. De allí que no haya sido una casualidad que personajes como el ‘filósofo’ japonés Fukuyama se hayan convertido en los principales pregoneros de la modernidad y de sus delicias y logros hablándonos del fin de la historia tras la caída del último obstáculo representado por el comunismo, significando ello que la humanidad, personificada especialmente por el Japón, se convertiría en un reino de Jauja al haberse concluido todos los conflictos. Hubo por supuesto alertas respecto a que una situación de consumo absoluto, de infatuación de producción y un tiempo entregado totalmente al trabajo en vez que a la oración, tal como sucediera antes en el orden tradicional, habría con los años de revertirse aun en contra de la misma materia pues se habría de producir fatalmente lo que en nuestro medio manifestara San Agustín en el sentido de que un mundo separado de lo sobrenatural, no se queda afincado en lo natural, sino que desciende hacia lo infranatural. El capitalismo, esa economía volcada hacia tal situación, considera que el signo del progreso de la humanidad está expresado no por la capacidad que las personas tengan de prescindir lo más posible de cosas, es decir de ser por lo tanto libres, sino por el contrario de consumir siempre más, gestando así una fiebre economicista a fin de que no se detenga la producción. Hoy en día se ha convertido en un lugar común manifestar que lo que mide el progreso de una nación es la capacidad productiva que ésta posea. Ante quienes reclamaron, como el gran poeta Mishima, que había que desintoxicar al mundo de tanto consumo y producción pues se habría de destruir aun ese mismo mundo, se les contestó respecto de la existencia de una mano invisible y prodigiosa, de una especie de Jehovah milagroso capaz de convertir a los egoísmos más mezquinos en generosidades y al caos de los intereses crematistas que se asesinan por poseer siempre más en bienestar colectivo, paz y democracia. Hasta hubo publicistas, como el caso de Sorman, que llegaron a decir que el hiperconsumismo lejos de destruir el medio ambiente, por el contrario incrementa la edad de la tierra.
Bien, sucedió entonces que dicha fiebre incontenible y compulsiva por el trabajo y la producción, ante la carencia de combustibles fósiles suficientes para satisfacer todas las necesidades artificiales gestadas se dedicó a generar centrales nucleares ‘con energía limpia’. Si a esta ecuación se le asocian los tremendos cambios climatológicos que han producido trastornos geológicos antes inconcebibles por su frecuencia generados por la incesante destrucción de la naturaleza, se hace perfectamente comprensible la situación que hoy se vive en el Japón. La mayor parte de sus centrales atómicas no han podido soportar los efectos de terremotos y tsunamis nunca antes vistos, cada hora que pasa el peligro de contaminación se incrementa. Ya Hiroshima y Nagasacki quedan chicos en relación a todo el daño producido. La Segunda Guerra Mundial representa ahora un juego de niños. Japón es tierra arrasada, en pocos días el Estado no podrá detener más la quiebra bursátil producida por el parate de sus principales industrias. Nadie cree lo que los optimistas de siempre manifiestan diciendo que gracias a la destrucción se incrementarán los dividendos de las empresas cementeras, así como de las de cementerios y esto equilibrará la economía debido a la mano invisible que todo lo gobierna para el bien de todos. La irracionalidad del sistema no puede tomarnos más por tontos. ¡Basta de optimismos pajarones! El emperador no tenía que haber aceptado hablar en inglés. La central atómica de Fukuyima, con la destrucción de sus tres reactores, acaba de contrastar en forma contundente todos los paradisíacos mensajes de Fukuyama respecto del final beatífico de la historia. El día 11 es una fecha clave y significativa en este nuevo milenio.

Marcos Ghio