lunes, 19 de noviembre de 2012


LA SUPERSTICIÓN DEMOCRÁTICA



Con seguridad a las generaciones futuras, cuando juzguen a nuestra época, les costará muchísimo no reírse a carcajadas de aquellas supersticiones en las cuales hoy en día se cree de manera dogmática y fervorosa aceptándose como verdades irrebatibles lo que no son sino cosas absurdas y fácilmente refutables por parte del sentido común más elemental.
Les sucederá a ellos algo parecido a la gracia que nos causan aquellas tribus primitivas que, haciendo tronar el tambor, están convencidas de que hacen llover a raudales agua de los cielos.
Hoy en día rige la religión democrática la cual, a diferencia de otras que creen en entidades trascendentes, tiene una fe ciega y fanática en cosas de carácter inmanente aunque no por ello menos abstractas como ser la famosa ‘voluntad del pueblo soberano’. El demócrata está convencido -y en función de ello dispuesto a perseguir con duras inquisiciones a quien cree en lo contrario- que en el fondo los seres humanos son iguales y que las que aparecen en cambio como desigualdades son el producto de circunstancias de hecho y de ‘injusticias’ violatorias de un derecho sacro que se encuentra inscripto en la naturaleza de cada uno en razón de una milagrosa y sabia ley preexistente. Y que el mejor modo de hacer brotar tal igualdad esencial postergada y ‘reprimida’ es a través de un rito colectivo propiciatorio que es el voto universal en donde, debido al carácter sagrado del mismo, esto es una cierta armonía preestablecida que lo rige, de la misma manera que un dios que gobierna sabiamente el universo resolviendo en forma positiva sus contradicciones más agudas, se hace en modo tal que la ignorancia y el  desconocimiento de la partes sobre temas esenciales relativos a las grandes cuestiones del Estado se conviertan en cambio en sabias y atinadas decisiones, del mismo modo que dejando actuar al mercado ‘libremente’ los egoísmos singulares se convierten sin más en acciones de bonanza y bienestar universal.
Los distintos sacerdotes y teólogos democráticos difunden con fanático fervor su fe por diferentes medios. Están convencidos de manera incontestable de que, en razón de tal milagrosa ley, cuanta más democracia e igualdad haya, mayor será el beneficio y progreso de la humanidad en su conjunto. Y en tanto creen que lo superior brota de lo inferior están dispuestos siempre a otorgar a esto último los mayores de los privilegios generando de este modo y sin darse cuenta una más odiosa desigualdad de la que existía antes. Esto lo hemos visto días pasados con la ley que otorga el voto a los niños de 16 años que fuera aprobada entusiastamente por la casi totalidad de los políticos. Es de destacar que los que se opusieron lo hicieron con el argumento de que ello se hacía porque los mismos son más manipulables que los mayores de 18 años, lo cual es tan relativo como aquel otro argumento que afirma que la madurez es simplemente una cuestión de edades. Pero lo interesante del caso es aquí que, en razón de este culto que se hace hoy en día de lo que es inferior en lo cual se encontraría depositada secretamente la verdad y solución de males y problemas, resulta ser que dicha ley otorga a tales niños privilegios que en cambio no poseen los adultos. Por ejemplo según la misma un niño de esa edad estaría en condiciones de resolver si vale la pena participar o no de un acto electoral, privilegio del que en cambio no gozaríamos los mayores que, en razón de nuestra fascista condición de no haber sido capaces de percibir tal verdad revelada, se nos debe obligar a votar en tanto no podríamos como los niños, no contaminados por el error, discernir cuándo se lo debe o no hacer.
Una situación similar se la había vivido tiempo atrás con la ley del cupo femenino. Resulta ser que una vez más, como la sociedad habría sido desigualitaria en cuanto a los sexos y ‘machista’, se habría visto postergada la situación de la mujer excluyéndola de las funciones políticas de representación y parlamentarias, por lo cual se estableció un cupo obligatorio de mujeres entre los candidatos sin importar, de la misma manera que en el voto universal, si las mismas están o no capacitadas para el ejercicio de tal función. Pero justamente en razón de este culto de lo que es inferior, una vez más por ley se estableció una nueva desigualdad. Resulta ser que el cupo fue puesto únicamente para las mujeres pero no así para los hombres en modo tal que en un mañana no sería ilegal un parlamento compuesto solamente por mujeres, cosa que en cambio estaría prohibido si se diese lo contrario. Efebocracia y ginecocracia es pues aquello a lo que conduce necesariamente la sociedad democrática en tanto sus sacerdotes creen fervorosamente en el carácter creador del caos.
Sin duda alguna que nuestros descendientes se reirán a carcajadas o se sorprenderán de que tales cosas puedan haber sucedido, nosotros por el contrario las tenemos que padecer.

Marcos Ghio
19/11/12