lunes, 30 de mayo de 2011

LA GUERRA TOTAL (en 2011)


Ya Evola y Carl Schmitt en el pasado siglo hicieron notar oportunamente que, a raíz de la irrupción de la modernidad, las guerras habían cambiado notoriamente sus caracteres esenciales en tanto pasaban de ser guerras parciales, acotadas a determinados problemas específicos y a espacios reducidos de territorio, para convertirse en guerras totales en las cuales ya no eran más meramente los ejércitos los que luchaban, ni los campos de batalla determinados con antelación los lugares en donde se desarrollaban los combates, sino el territorio entero, así como la población en su conjunto era la que participaba ahora de la misma. De este modo no nos encontramos más con ejércitos profesionales que combaten con otros de su mismo tenor, sino con la idea arraigada de la totalidad del ‘pueblo en armas’, de la guerra como un hecho que compromete y abarca a la nación entera. Y el enemigo al que se enfrenta ya no es el rival que simplemente disputa con nosotros un determinado espacio o una cierta hegemonía, sino que a partir de ahora pasa a convertirse en el representante del mal, el réprobo al que hay que no solamente vencer haciéndolo retornar a su condición anterior una vez que se ha lavado una ofensa, tal como sucediera siempre en las guerras normales, sino que se trata en cambio de una entidad maléfica a la que hay que aniquilar y destruir y ante la cual cualquier tipo de recurso, incluso reñido con cualquier norma jurídica o moral, resulta justificable en función de tal fin.
Este cambio de hábito y mentalidad, como en todos los casos, no se produjo de golpe sino que se ha venido operando lentamente, de manera sutil, en modo tal que las personas terminasen asumiendo como normal lo que es en cambio una situación de anomalía. El primer cambio se ha producido primero en el lenguaje cotidiano al haberse suprimido la distinción que siempre existiera entre el enemigo privado y el público al cual las lenguas clásicas calificaban con términos distintos: inimicus para el primero, hostis para el segundo. En el primer caso se trataba del enemigo moral, del desacreditado socialmente en tanto transgresor de la norma colectiva y frente al cual debía caberle la caída del peso de la totalidad de la ley en tanto había confrontado contra lo que se reputaba como bueno y el castigo y la sanción, luego de un juicio ejemplar que podía incluso llegar hasta la muerte de acuerdo al mal producido, representaba la secuela normal de tal conflicto. En cambio el enemigo político era el otro, aquel que era diferente de nosotros en tanto nos disputaba un mismo espacio y una condición de dominio y ante el cual, tal como aun se suele hacer en las competencias deportivas, se lo podía combatir con vigor y energía, pero una vez que había concluido la confrontación, con un vencedor y un vencido, con los pertinentes premios y castigos recabados del combate, se lo seguía respetando como tal, no considerándoselo distinto de uno ni transgresor de ley alguna, sino simplemente como aquel al cual la suerte de las armas le había sido adversa o provechosa. Y hasta en algunos casos, a medida que nos retrotraemos más en el tiempo, se juzgaba que en última instancia el resultado de un combate más que estar determinado por la acción del hombre, simbolizaba una elección divina por la cual, a través del mismo, quedaba establecido quién tenía razón y las cosas por lo tanto volvían siempre a la normalidad en tanto sea la victoria como la derrota eran reputados como un ‘juicio de Dios’ en relación al que se encontraba en lo justo ante un diferendo.
Con la modernidad las cosas serán muy diferentes: al haberse suprimido la dimensión de lo político, incluso en el lenguaje cotidiano en donde ha desaparecido ya la distinción con la esfera moral, el enemigo pasa a ser asimilado al mismo grado del transgresor de una norma ética. Y esta concepción, si bien tuvo varios antecedentes, realizará su verdadera irrupción con las dos guerras mundiales, en un grado cada vez mayor y ascendente hasta llegar a nuestros mismos días con una guerra no declarada pero que se está combatiendo en donde tal postura de guerra total ha alcanzado límites de verdadero paroxismo. Ya en la Primera, luego de una vasta campaña propagandística en la que se calificaba a uno de los bandos como asesino y criminal, es decir como inimicus y no como hostis, cuando la misma llegara a su conclusión, en el famoso Tratado de Versailles, se le impusieron condiciones al vencido similares a las que se le aplican a un bandido que ha destruido una hacienda ajena, lo que debe reparar con la totalidad de su patrimonio, hipotecando así el futuro de tal nación y estableciendo así por sus condiciones humillantes y depredadoras, las bases necesarias para que por reacción y resentimiento se produjese el estallido de una Segunda guerra la cual, luego de un transcurso similar e incluso más agravado en su desarrollo y en las demonizaciones pertinentes del enemigo, llegó aun más lejos en los procedimientos implementados contra el vencido, enjuiciando a través de un tribunal establecido ad hoc (hecho inédito en la historia universal del derecho) a los derrotados a los que incluso se llegó a ajusticiar.
Evola hace notar aquí la paradoja de lo que aconteciera en las dos guerras. Las fuerzas vencedoras en los dos casos representaban los principios propios de la burguesía, triunfantes en la revolución francesa, para los cuales la guerra era concebida como un mal en sí mismo que había que llegar a eliminar con el tiempo en tanto significaba un obstáculo para la obtención del bienestar, pero paradojalmente se reputaba que para llegarse a tal situación de paz perpetua y universal, ello debía hacerse a través de la guerra misma la cual, en tanto era concebida como una lucha en contra de la guerra en tanto tal, debía por lo tanto ser total y absoluta como si se tratara del combate final de los últimos tiempos entre ángeles buenos y malos. Mientras que en la antigüedad la guerra se la consideraba como una situación normal en el hombre por la cual se buscaba la resolución de un conflicto que no se podía efectuar por otra vía, ahora por el contrario la misma es reputada en sí misma un mal, una cosa que debe ser eliminada totalmente de la naturaleza humana. Por lo que la guerra se fue perfilando siempre más como un antagonismo absoluto entre dos bandos, el de los buenos y pacifistas que querían el bienestar de la humanidad y el de los malos y militaristas que en cambio buscaban lo contrario. Sucedió así que en los casos de las dos guerras aludidas el ‘enemigo’ representaba aquella fuerza que primeramente a través de la figura del militarismo prusiano y luego del nazismo significaba, por el contrario de lo sustentado por la revolución francesa, la primacía del factor político y militar por sobre lo económico y burgués. El aspecto absurdo pues que se nos presenta es que la ideología pacifista y burguesa, en la medida en que ha hecho de la lucha en contra de la guerra su propia razón de ser le ha otorgado a la misma una carga emocional más que significativa, volcando hacia tal meta una cantidad ingente de recursos y paradojalmente, a pesar de su pacifismo, ha terminado convirtiendo a ésta en total y absoluta no teniendo pues ningún límite en su alcance y aplicación pudiendo abarcarlo absolutamente todo, hasta poblaciones enteras que, en función de tales ‘nobles principios’, son masacradas meticulosamente mediante el empleo de armas letales con secuelas para generaciones futuras en razón de los ‘progresos’ en la energía atómica con daños genéticos irreversibles, pues en realidad las víctimas se estarían sacrificando en función de esa gran meta universal de lucha en contra de la guerra y por la paz perpetua. Resulta curioso al respecto la facilidad con la que se sigue aceptando hoy en día que en función de dicha ‘paz’ y de la lucha en contra del belicismo y por los derechos humanos, la nación que se ha reputado campeona en la defensa de éstos haya sido la única en la historia que haya lanzado dos bombas atómicas sobre indefensas poblaciones civiles produciendo daños que aun hoy se computan y que incluso se haya llegado en su momento a la desfachatez de denominar a tal acción como ‘bomba de la paz’ en tanto de acuerdo a su lógica se trataba de una acción signada por el noble principio de la lucha en contra de la guerra. Y más absurdo todavía resulta que sea esta misma nación y sus satélites las que hoy adviertan al mundo de los grandes peligros representados por el hecho de que alguna fuerza ‘terrorista’ (como si acaso ellos no lo fueran) pudiese hacerse con tales armas que en realidad sólo ellos han sido capaces de usar sin escrúpulo alguno. (1)
Pero esta situación de extrema radicalización de las guerras en una instancia absoluta que no se conociera nunca en la historia universal, a pesar de reputarse a ésta época como la más perfecta y superior a todas las que le han preexistido, nos ha traído otra paradoja. En la medida que las guerras se han hecho cada vez más riesgosas en cuanto a las secuelas que puedan producir por la utilización de armas nucleares se ha llegado así a la situación de que tal procedimiento que antes se utilizaba como una manera efectiva para dirimir un conflicto de un modo definitivo permitiendo así a las partes abocarse a un nuevo asunto tras su conclusión, ahora en cambio por la razón antes apuntada se evita hacer o declarar las guerras por los riesgos que éstas conllevan para el ‘bien de la humanidad’ en razón de su carácter total y deletéreo, sin que por otro lado esto signifique la desaparición de situaciones hostiles entre los contrincantes, sino por el contrario acontece que la no realización de una guerra que permitiría poner punto final a un problema hace que deban sucederse interminables acciones colaterales de hostigamiento y de guerras no declaradas, como por ejemplo la que los EEUU hoy desarrollan en Pakistán, con matanzas sistemáticas, pero no hechas públicas a fin de no sensibilizar en exceso a los organismos de derechos ‘humanos’ muy preocupados con otras cuestiones, de aproximadamente unas 300 personas semanales entre la población civil de este país mediante el uso de aviones inteligentes o ‘drones’ que lanzan sistemáticamente misiles también inteligentes, pero no tanto, contra blancos que se encuentran en poblaciones con la seguridad de que mezclados entre las mismas se esconden también tremendos terroristas, es decir esas personas que representan esa mentalidad belicista que hoy en día interfiere con el progreso y que por lo tanto hay que destruir a fin de alcanzar la meta de la paz perpetua.
Y como la cadena pareciera no tener un límite de contención donde hemos llegado al descontrol absoluto en lo concerniente a situaciones de guerra total y sin reglas de ningún tipo lo tenemos con lo acontecido en estos días con el reciente ‘asesinato’ de Osama Bin Laden. Notemos al respecto que ya en la misma calificación del hecho los medios del mismo sistema, con una desenvoltura alarmante, no hablan ya de ajusticiamiento de una persona. Nadie por ejemplo hubiera dicho hace 60 años que se asesinó a los condenados en Nüremberg cuando tras un juicio parecido a un linchamiento se los ahorcó, sino que en ese entonces, conservando aun alguna forma, se decía todavía ajusticiamiento. Ahora en cambio pareciera que las últimas barreras de la hipocresía se han roto de manera definitiva y que no exista ni siquiera el cuidado por las apariencias utilizándose por primera vez palabras que son más propias de un ilegal que de un sistema basado en la ley y lo más inverosímil es que se lo haga en notoria transgresión del mismo en referencia al tema propio de lo que significaría la defensa de la civilización y los demás valores de la modernidad. Por lo tanto hemos entrado ya a un terreno en el cual, de acuerdo a la lógica propia de la guerra total, todo vale en contra de aquel al que se reputa como enemigo de dicha civilización, aun aquellos procedimientos que de palabra la misma niega enfáticamente y por los que dice estar dispuesta a combatir. No solamente es lícito asesinar a un enemigo indefenso y aun decirlo sin ambages, sino que también lo es torturar a alguien para saber dónde se encuentra el peligroso terrorista al que se va a luego a asesinar. Y más todavía, para evitar que del mismo pueda haber alguna memoria heroica, es decir para completar el acto de asesinato, hasta se lanza el cadáver al mar violando hasta las normas más elementales de la humanidad. La frase de Obama manifestando luego de tal sarta de fechorías que ya más nada le está prohibido hacer a los EEUU, es digna más que de un presidente ganador de un premio Nobel, de Al Capone. Ya en su momento al referirnos a las cualidades extremistas propias de una descendiente de esclavos libertos, como la ex secretaria de Estado de Bush, Condolezza, explicamos cómo en ciertos individuos de la raza negra, atávicamente desposeída y postergada, estas acciones de revanchismo suelen hallarse plasmadas a través de la asunción fanática de los principios de la modernidad.
Hemos llegado pues a la instancia final de la guerra total en la cual la lucha contra el enemigo absoluto no admite más ni siquiera la alegación de la ley, como en cambio se lo hiciera en grados sucesivos en las dos anteriores contiendas mundiales. Todo vale ahora en la guerra total, pareciera haberse llegado al punto del combate final entre dos enemigos irreconciliables en el cual todo es posible hacer con tal de llegarse al aniquilamiento del otro. Ante ello la consideración final que nos queda se refiere a la actitud a asumir por parte de quienes, al no reputarse modernos es decir al no concordar con los valores de tal civilización señera, hoy se encuentran también transitando aun en contra de su voluntad por la condición de ‘enemigos’ y en situación de guerra total. Hemos llegado así a la conclusión de que de que al hallarnos en la etapa última y más aguda de tal circunstancia, habiéndose estereotipado hasta límites extremos el concepto de enemistad política en donde vemos cómo el moderno con tal de hacer valer los principios que él considera como los únicos valederos se encuentra dispuesto aun al exterminio y aniquilamiento de todos aquellos que no quieran compartirlos.
¿Qué hacer entonces cuando la guerra ha alcanzado la condición de total? ¿Cuáles son los medios que debe asumir un hombre de la tradición que conserva aun los valores del heroísmo y del espíritu que informaron a las grandes órdenes de la caballería? Indudablemente de la misma manera que no se puede enfrentar con una lanza un tanque de guerra, tampoco es posible practicar las reglas propias del caballero cuando uno no se encuentra frente a un par. La consigna debe ser pues la que ya formulara en su momento Ernst Jünger en una obra que lleva su mismo nombre: la movilización total. Se trata aquí de movilizar en el hombre todas aquellas grandes energías especialmente las que han sido postergadas en un mundo abismal en cuanto a la negación del ser y de todos los valores; frente al nihilismo que el mismo conlleva se trata de efectuar una afirmación absoluta de sí mismo. Y la idea tendría que ser aquí que si el moderno en la guerra total ha movilizado la totalidad de sus medios para hacer frente a quienes lo niegan en su esencia en modo tal de no medir ningún tipo de acciones ni reglas, estando dispuesto a utilizar absolutamente todo lo que encuentre a su alcance, aquí habría que hacer hincapié en aquello que posee la tradición y de lo cual en cambio carece el moderno, que es propiamente la vía de la trascendencia. Al respecto Julius Evola en un texto significativo, al analizar el fenómeno kamikaze en Japón durante la segunda guerra, lo concibió como un procedimiento idóneo para destruir el poderío de la sociedad de la máquina y de la mera vida sustentada por la modernidad. El kamikaze, representa justamente aquella instancia de la movilización total de la persona en la contienda bélica, se trata de aquel que es capaz de poner en juego una dimensión superior de la que el moderno carece, que es la de la trascendencia, de aquello que es más que simple vida. Justamente una de las características propias de la guerra total implementada por el moderno consiste en haber tratado de sustituir en la mayor medida posible al hombre por la máquina ya que éste en la guerra que él lleva a cabo en contra de la guerra lo que busca en última instancia es seguir estando vivo a cualquier precio para seguir disfrutando de la vida, el kamikaze en cambio no lucha en contra de la guerra, sino que ve en ésta un camino para conquistar el cielo. Esto permite desplegar un heroísmo superior del que la fuerza moderna carece totalmente. En el artículo aludido el autor hacía notar sin embargo con un cierto pesimismo que dicha acción fracasó por haberse emprendido demasiado tarde cuando ya la guerra estaba concluyendo y como una estrategia última y desesperada a fin de defender posiciones que ya se daban por perdidas. Esto es justamente lo que no sucede ahora en la actual etapa de la guerra total en los diferentes frentes abiertos especialmente en el mundo musulmán. Allí el kamikaze o mártir está presente desde el comienzo de la misma en la medida en que se pretende de esta manera contrarrestar la abrumadora superioridad de la máquina que presenta el enemigo moderno en su contienda produciéndole daños incalculables. Desde nuestro punto de vista ésta será el arma a la que no podrá hacer frente el mundo moderno y lo que tarde o temprano representará el comienzo de su final y será el camino idóneo paradojalmente para terminar con esta anomalía de guerra total.


(1) Causa verdadero asombro, cuando no repugnancia, leer cómo en medios que tendrían que ser afines a estos principios que aquí sustentamos se siga calificando a personas como Bin Laden y a otras de su misma orientación como ‘terroristas’ haciendo así pensar que los que los persiguen y combaten en cambio no lo serían. En realidad lo que habría que decir es que si se reputan como terroristas las acciones bélicas de Al Qaeda por haber acontecido en ciudades y contra objetivos en algunos casos civiles, ello no ha sido causado por tal organización sino que se trata de un procedimiento de represalia ante acciones similares efectuadas en diferentes países del mundo musulmán por parte de la aviación norteamericana. Y las acciones de represalia siempre fueron lícitas en todas las guerras.

Marcos Ghio
29/05/11

1 comentario:

hermenegildo17 dijo...

Oportuno y completo el artículo. Me molestó el uso de la palabra "ajusticiar" para las víctimas de Nürnberg el '46. Pero al seguir leyendo comprobé que el autor sí tenía las cosas claras sobre esos cobardes asesinatos perpetrados por la conspiración mundialista y el factor racial de los monos que detentan poder.
Muy bien.