lunes, 16 de septiembre de 2013

DE NIETZSCHE A BIN LADEN

EVOCANDO EL 11S
DE NIETZSCHE A BIN LADEN


Promediando el fatídico siglo XIX, y entrando ya en su segunda mitad, Federico Nietzsche se sublevó contra el pensamiento occidental que había hecho del hombre un simple esclavo e instrumento de un todo que se le sobreponía, sea bajo la forma de un Dios caprichoso que lo determinaba a la salvación o condena, como de un sistema filosófico respecto del cual el individuo era concebido como una mediación de un todo que lo comprendía, estuviese éste expresado bajo la forma de la especie o de la raza a la que pertenecía, o de algún otro nombre pomposo que se le hubiese querido adosar, tal como la razón universal, o la lucha de clases, o el ello instintivo, o los egoísmos economicistas. No aceptaba, en su repudio a tal hecho, ser reducido a la condición de una conciencia infeliz, o de un sujeto ahistórico y ‘reprimido’, no comprensivo de las leyes fatales que rigen al universo entero y de las cuales resultaría imposible escaparse salvo que se quisiese correr el riesgo de la burla eterna con la que los prisioneros de la caverna platónica convidaban al que cuestionaba sus banales e irrebatibles convicciones. Frente a ello, dos frases lapidarias signaron su filosofía. “Si Dios existe, por qué tengo que renunciar a ser yo también un Dios?” O también: ¿por qué mi libertad debe estar determinada por la de otro? ¿Puede acaso denominarse libertad a tal cosa? Y no siendo así, ¿por qué yo también no puedo ser verdaderamente libre? Y la segunda de ellas: “el hombre (es decir, esa entidad que vosotros aceptáis en forma fatal como parte de integrante y medio de una totalidad superior a él, llámese especie o Estado) debe ser superado”. Y ante ello como meta “Os presento al superhombre. El hombre es apenas un puente entre el animal y el superhombre”. Bajo tales premisas su crítica fue dirigida hacia el cristianismo como el gran veneno de la cultura occidental. Sin embargo los tiempos aun no estaban maduros como para que la rebelión de Nietzsche pudiese ser interpretada plenamente, habiéndole además la locura repentina impedido efectuar las adecuadas precisiones, en modo tal de que no se llegase a confundir lo que fuese un superhombre a la manera plotiniana de un dios en devenir, con capacidad de trascender tiempo y espacio, con el más burdo y crudo evolucionismo racista por el que se lo concibiese como un tipo de animal más perfecto que hubiese desarrollado otras funciones, en la actualidad apenas latentes. O, de manera aun más banal, comprenderlo a Nietzsche como el padre de esa parodia denominada postmodernidad y pensamiento débil, es decir, como lo opuesto exacto de su filosofía, mediante la simple asunción de una verdad a medias, por lo tanto de un error malicioso que conducía justamente a lo opuesto de lo manifestado por éste. Entre otras cosas inverosímiles se confundía su genial doctrina del eterno retorno con el culto por el instante placentero y el ‘carpe diem’. Su rechazo por el judeo cristianismo por la negación de cualquier metafísica y trascendencia. Es decir se llegaba a asumir a Nietzsche como el pensador de nuestros tiempos más evolucionados y cibernéticos.
Así como el hombre debía ser superado, también Nietzsche debía serlo a través de una precisión mayor de su profunda intuición. El paso siguiente y necesario, para evitar la caída en las distorsiones de su pensamiento, fue dado genialmente 25 años después de su muerte por Julius Evola a través de su teoría del individuo absoluto que es en verdad una precisión mayor respecto de la del superhombre. Evola, a diferencia de Nietzsche, no rechaza en su totalidad al cristianismo, sino que precisa, en su crítica a la modernidad, dos tipos opuestos de tal forma religiosa. El mero cristianismo, o judeocristianismo, que es aquel que, en tanto ha enfatizando en el concepto del pecado, ha resaltado el abismo ontológico entre hombre y Dios, siendo éste el origen de todos los males denunciados por Nietzsche, y el catolicismo o heleno-cristianismo, que en su forma histórica se plasmara en la figura del gibelinismo. Aquí en cambio, a diferencia de la figura anterior en donde estaba latente la idea de absoluta dependencia de lo humano respecto de lo divino,  se enfatiza en la del Dios hombre, de la imagen divina que fuera revelada por el mensaje y vida de Jesús, y que estuviera a su vez preanunciado por la religión griega en su concepto de dioses con forma humana. De acuerdo al mismo, sólo Dios es libertad verdadera, pero, en tanto el hombre participa de su esencia, también éste la posee, siendo en este mundo lo que Dios es en el universo entero. Y aquí formula y precisa lo que debe ser propiamente la libertad. Lejos de la conciencia moderna, inficionada de judeocristianismo, la libertad del hombre no es una libertad ‘meramente humana’ y por lo tanto limitada e igual en todos en cuanto a tal condición de carencia y pecado, sino por el contrario ésta es divina, sin límites como la del mismo Dios. La libertad representa el despliegue más pleno y cabal de la voluntad y ésta en alguien que es un dios no puede tener límites, al ser la infinitud lo propio de tal condición. De este modo, Dios no quiere las cosas porque sean buenas, pues en tal caso habría algo superior que limitaría su capacidad de decisión, sino por el contrario éstas son buenas porque él las quiere. Y de la misma manera que no podría haber nunca dos dioses con una igual jerarquía pues la libertad de uno limitaría a la de otro, del mismo modo que libre propiamente sólo puede ser uno, en tanto es aquel que más puede. Y en este caso, así como en el universo sólo puede haber un Dios que gobierna, en el mundo de los hombres solamente puede haber un emperador, el que es verdaderamente libre y en donde su libertad permite a su vez la existencia de la de los otros por participación jerárquica de sus diferentes posibilidades, pues la libertad de cada uno lo es en tanto despliegue de lo que puede positivamente, no siendo en cambio igual en todos de manera indiferenciada y en cuanto a su ‘derecho’, como en los tiempos modernos. Ésta es pues la tesis gibelina magistralmente expuesta en Imperialismo pagano.
El paso siguiente dado por Evola habría de ser el de encontrar las vías y los instrumentos para contrastar con la filosofía del último hombre, del cual había hablado Nietzsche, es decir del hombre moderno que ha agotado sus posibilidades últimas y que se encuentra propiamente en la edad crepuscular y del paria.  El mundo moderno representa un apartamiento de los principios tal como existieron siempre en la humanidad antes de la herejía judeocristiana plasmada y perfeccionada luego por la democracia moderna a partir de la Revolución Francesa. El tradicionalismo es pues el camino para contrastar con la modernidad concibiendo en este caso a la historia en forma opuesta a la concebida por la decadencia judeocristiana, es decir, como un paulatino descenso respecto de un estado originario de perfección. Y henos aquí que, en esta formulación de ideas, Evola debe contrastar ahora con René Guénon, el otro autor tradicionalista de su tiempo quien también había formulado un proceso involutivo y cíclico del devenir histórico. Pero las diferencias entre ambos son sustanciales, si bien en otros aspectos se puedan hallar similitudes y proximidades. Guénon, quien ha fundado su sistema en el Vedanta, se opone a Evola, quien también ha abrevado del Oriente, pero hallando en cambio afinidades con el Tantra. Este último le hace notar a tal respecto que, si bien es cierto que su sistema contrasta con la modernidad en la formulación de un proceso cíclico, sin embargo en el fondo no se diferencia de ésta en cuestiones más esenciales. De la misma manera que un Hegel, Guénon considera también el carácter subordinado e insubstancial de la finitud humana. Si para el primero el hombre, en cuanto a su individualidad, es una simple mediación de la Idea o de Dios que se expresa históricamente, Guénon a su vez lo deprecia de otra forma considerándolo como una forma ilusioria respecto de la Existencia Universal o Brahma. Y consecuentemente, del mismo modo que aquél, el individuo no hace la historia universal, sino que es apenas un simple instrumento de ésta en su proceso irreversible, que en un caso es evolutivo y ascendente y en otro involutivo y descendente. Así pues en Guénon también los ciclos históricos son fatales y necesarios y sus discípulos hasta nos indican fechas respecto de su conclusión y nuevos comienzos. Ante lo cual Evola contrasta formulando una vez más la libertad humana manifestando en forma contundente que ‘el río de la historia (cuyo realizador solamente es el hombre) sigue el lecho que el mismo se ha creado’. Depende tan sólo de la voluntad humana, que en cuanto tal es también divina, que haya un final y un nuevo comienzo. Los ciclos no son pues fatales como en la concepción guénoniana; de la misma manera que en Hegel o en Marx todo proceso es siempre dialéctico y nadie podría escaparse jamás de tal ley irreversible.
Y bien, ante el fatalismo de los tiempos terminales que lo ha invadido todo hasta las mismas concepciones tradicionalistas, valen pues ciertos conceptos y categorías espirituales como el de la guerra santa, presente en manera muy clara en la tradición islámica, del mismo modo que fuera formulada por el catolicismo en las Cruzadas. Hay que abatir al mundo moderno en tanto que éste no concluirá solo, hay que aprender a Cabalgar el tigre, y a permanecer de pié entre las ruinas, temas éstos que serán títulos de otras de sus obras esenciales. Frente a ello pues debe organizarse un gran combate, interno y externo, para abatir a los diferentes enemigos modernos que se encuentran sea adentro como afuera de uno mismo. No existe pues ningún tipo de fatalismo.
Lamentablemente las posibilidades no se plasmaron ni en la guerra que a Evola le tocó vivir y perder, ni en las posteriores manifestaciones de diferentes conatos de tradicionalidad y combate contra el mundo moderno. Los kamikaze japoneses, dirá Evola en uno de sus escritos finales, apenas habrán mostrado un atisbo de rebelión casi agonizante ante un resultado que ya estaba preanunciado, como queriendo mantener el honor hasta el final, pero su secuela ha sido finalmente de ineficacia. Y la Hermandad Musulmana en Egipto y en Siria, si bien ha postulado el retorno hacia el Islam tradicional, de acuerdo a la aun válida doctrina de la unidad trascendente de las grandes religiones, pareciera sucumbir ante los influjos de la modernidad. Ya el catolicismo lamentablemente ha sido también abatido luego del Concilio Vaticano II. El desierto crece.
Como Nietzsche, Evola morirá incomprendido, aunque habrá escrito un libro esencial, El Camino del cinabrio, para brindarnos pistas adecuadas. Sin embrago los deformadores de su pensamiento, de la misma manera que los hubiera con el de Nietzsche, continuaron con su labor corrosiva tratando de hacer triunfar también en su seno los cánones propios de la religión moderna y judeocristiana. Se dijo entonces que no había que alarmarse demasiado por lo que acontecía y que no era conveniente tomarlo a Evola demasiado en serio, que en el fondo no había sucedido nada que entorpeciese el devenir fatal de ciertas leyes, que el hombre continuaba siendo como siempre un instrumento de otra cosa más vasta y universal, que si antes se lo había formulado en conformidad con un solo principio, la idea universal de Hegel, el triunfo de la razón recreado ahora por Fukuyama, la novedoso estribaría en que ciertas nuevas entidades modernas, tales como la raza y la geografía  serían pues ahora esas realidades de las que no nos podríamos evadir nunca, de la misma manera que no se podría dejar de ser una conciencia infeliz, una simple ilusión de Brahma, resultándonos pues imposible impedir el cumplimiento de leyes fatales que ya fueron escritas por otros antes de nosotros. Afíliate pues a un partido o movimiento, estereotipa los valores de tu propia biología y territorio, forma pues parte de un ‘gran espacio’, entrega a estas entidades la totalidad de tu voluntad pues sólo así serás libre.
Pero un día pasó un 11S. Violentándose las conocidas leyes de Hollywood, que nos pintaban la existencia de un imperio de Rambo versátil e invencible, con una inversión de apenas 500.000 dólares y una organización de no más de un centenar de personas, pero decididas y dispuestas a cumplir con la guerra santa, se destruyeron los principales símbolos del imperio universal de la Idea. La Razón fukuyámica resultó conmovida, pero no se resignó sin embargo a la derrota. Siguió insistiendo, a través de sus diferentes medios y corifeos, en decirnos que nadie puede salir de los trechos y senderos que Dios nos ha fijado con antelación, que es imposible transgredir una norma fatal y necesaria. Que sus ejecutores no podrían ser nunca conciencias infelices pues éstas siempre resultan derrotadas por las leyes irreversibles, sino agentes de la Idea que realizan dialécticamente su fin que es el desarrollo y progreso de la libertad universal, o  de lo contrario, de no creerse en ello, en el triunfo de los atlantistas. Pero, a pesar de la propaganda del sistema, éste continuó con una seguidilla interminable de derrotas, cada una de ellas más contundente. En modo tal que, al cumplirse 12 años de tal hecho, los dos líderes modernos, el del mundo uno y el del mundo dual, atlantistas y euroasiáticos, hoy se convocan apresurados a luchar conjuntamente en contra de Al Qaeda y por la seguridad de Israel y el mundo entero.
Ante ello las contundentes afirmaciones del grupo Al Shabaab de Somalia, que si fuesen leídas por Evola le harían corregir ciertos conceptos severos vertidos hacia la raza negra. “Se demostró por primera vez en la historia que el hombre no necesita de institución alguna ni de Estado poderoso para  combatir contra el infiel. Es suficiente la voluntad y decisión inspirada en Allah para hacer cosas santas”.
Decía Proudhon en contraste con Marx: “Esta época se caracteriza porque la Historia se ha confundido con Dios”. Una vez más: “¿por qué yo también no puedo ser Dios?” (Nietzsche).

Marcos Ghio

15/09/13

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